Revista del CLAD Reforma y Democracia
1315-2378
Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo
Venezuela
https://doi.org/

Recibido: 2 de agosto de 2019; : 31 de marzo de 2020; Aceptado: 31 de marzo de 2020

Presidencia de la República y estilo presidencial en Colombia: entre el personalismo y la institucionalización en contexto de conflicto armado

Presidency of the Republic and Presidential Style in Colombia: between Personalism and Institutionalization in the Armed Conflict Context

V. de Araújo Filho, J. Rivas Otero,

Profesor asociado del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Federal de Bahía (Brasil), con Post-Doctorado en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca (España), Doctorado en Ciencia Política por el Instituto Universitario de Pesquisas de Río de Janeiro (IUPERJ), Maestría en Planificación Urbana y Regional por la Universidad Federal de Río de Janeiro y Graduado en Ciencias Sociales por la Universidad Federal de Bahía. Viene realizando investigaciones en las áreas temáticas de Estado y gobierno; democracia, autoritarismo y corporativismo en América Latina; y democracia, reforma del Estado y presidencia en América Latina. Trabajó en varios órganos de planificación e investigación del gobierno brasileño. Es autor del libro “Presidentes fortes e presidência fraca: a expansão do Poder Executivo e a organização da Presidência da República no Brasil (1930-1989)”, Appris Editora (2016). Universidad Federal de Bahía Brasil
Profesor de la Universidad Sergio Arboleda y la Universidad Jorge Tadeo Lozano, en Bogotá (Colombia). Es Doctor en Estado de Derecho y Gobernanza Global y Máster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Salamanca (España). Estudió Ciencias Políticas y de la Administración y Derecho en la Universidad de Granada (España). Ha sido investigador predoctoral de la Universidad de Salamanca y profesor invitado en la Universidad de Boston (Estados Unidos). También ha sido profesor en la Universidad Nacional de Colombia, la Pontificia Universidad Javeriana y la Universidad Gran Colombia. Forma parte del Grupo de Análisis Político (GAP) de la Universidad Sergio Arboleda y del Proyecto de Élites Parlamentarias Latinoamericanas (PELA) de la Universidad de Salamanca. Ha publicado artículos en revistas científicas de alto impacto (JCR, Scopus, ESCI), coordinado libros colectivos y participado como ponente en numerosos congresos internacionales. Sus líneas de investigación son: liderazgo político, élites, representación y resolución de conflictos. Universidad Sergio Arboleda Colombia

Resumen

El objetivo de este artículo es discutir algunos de los condicionantes políticos e institucionales que están detrás de los cambios en la organización de la Presidencia colombiana durante los gobiernos de Álvaro Uribe (2002-2010) y Juan Manuel Santos (2010-2018). Para ello, se identifica en qué medida el estilo presidencial de cada uno de los presidentes referidos se manifestó en los cambios institucionales y administrativos experimentados en la Presidencia durante el período estudiado. La reforma gubernamental en Colombia es un caso singular en América Latina. En un contexto regional donde las prioridades eran las reformas del Estado orientadas hacia el mercado, los cambios en la organización de la Presidencia colombiana, realizados en el contexto de conflicto armado interno, han configurado un modelo que ha proporcionado a los distintos gobiernos una base política estratégica dotada de flexibilidad operacional y ramificaciones administrativas, evitando que se desmonten las estructuras ya consolidadas en el centro de gobierno.

Palabras clave

Jefe de Gobierno, Oficina Presidencial, Modernización del Alto Gobierno, Administración en Situación de Conflicto, Conflicto, Violencia, Colombia.
Resumen, traducido

This paper aims to discuss some of the political and institutional determinants behind the changes in the organization of the Colombian Presidency during the governments of Álvaro Uribe (2002-2010) and Juan Manuel Santos (2010-2018). To this end, it identifies to which extent the presidential style of each of these two presidents was manifested in the institutional and administrative changes experienced by the Presidency during the period studied. Government reform in Colombia is a unique case in Latin America. In a regional context where the priorities were market-oriented State reforms, the changes in the organization of the Colombian Presidency, carried out in the context of the internal armed conflict, have shaped a model that has provided the various governments with a strategic political base endowed with operational flexibility and administrative ramifications, avoiding the dismantling of structures already consolidated at the center of government.

Keywords

Head of Government, Presidential Office, Modernization o f High Government, Conflict Management, Conflict, Violence, Colombia.

1. Algunas cuestiones acerca de los estudios sobre la Presidencia y el estilo presidencial

El objetivo de este artículo es discutir algunos de los condicionantes políticos e institucionales que están detrás de los cambios en la organización de la Presidencia de la República de Colombia durante los gobiernos de Álvaro Uribe (2002-2010) y Juan Manuel Santos (2010-2018). Para ello, se identifica en qué medida el estilo de cada uno de los presidentes referidos se manifestó en los cambios institucionales y administrativos experimentados en la Presidencia durante el período estudiado y se exponen las razones que hacen de la reforma gubernamental en Colombia un caso singular, entre las que se han llevado a cabo en América Latina, en un contexto donde las prioridades eran las reformas del Estado orientadas hacia el mercado.

El texto se centra en las especificidades de los cambios organizacionales ocurridos en la Presidencia, pero intentando articular esas reformas con el estilo presidencial en curso. Una de las

motivaciones del trabajo es mostrar que, en el contexto del conflicto armado y de la significativa influencia de los modelos de gestión económica propuestos por las agencias multilaterales, los cambios político-organizacionales ocurridos en esta institución expresaron claramente los estilos de los presidentes de cada período. Esta última cuestión es importante porque, hasta años recientes, esto no fue considerado un factor determinante en el ámbito de los estudios sobre el Poder Ejecutivo en América Latina. Además, la Presidencia se considera una dimensión difusa del Poder Ejecutivo y fue históricamente diluida por las vertientes estructuralistas en el concepto más amplio de Estado. Sin embargo, el modo de organización político-institucional y de coordinación administrativa de esta institución tiene una influencia decisiva sobre la calidad del mandato presidencial y los patrones gubernamentales de intervención.

En tiempos recientes, los estudios sobre la Presidencia en América Latina están adquiriendo cada vez mayor centralidad. La eclosión tardía de este tema en las ciencias sociales latinoamericanas expresa una preocupación reciente de las comunidades académicas y las altas burocracias gubernamentales de la región en torno a los problemas de eficiencia y efectividad de las formas estatales de actuación. Ese reconocimiento indica que esta institución es específica del régimen presidencialista, cuya dinámica interna puede explicar muchos de los procesos políticos del continente.

Uno de los problemas de la ciencia política latinoamericana para consolidar un campo sólido de investigación sobre el papel de la Presidencia es la dificultad metodológica y conceptual de articular política y administración de forma satisfactoria, teniendo en cuenta que no hay prácticamente teorías desarrolladas con esa orientación en la región. En los EE.UU., los originales estudios de Moe (1993 y 2009), Skowronek (1993; 2008), Lewis (2005), Howell y Lewis (2002), además del clásico de Neustadt publicado originalmente en 1960, contribuyeron al desarrollo de un consolidado campo de estudios sobre la Presidencia. El interés hacia esta institución gubernamental en ese país se debe principalmente al hecho de que estos autores contemplaron diferentes niveles de articulación conceptual y empírica entre teorías políticas e indicadores administrativos. Esta pauta de investigación tuvo el objetivo justamente de identificar el grado de influencia del estilo presidencial en el éxito de los gobiernos. Desde finales de la década de 1980 surgieron varios trabajos con el objetivo de reajustar y desarrollar el conductismo presente en los estudios sobre la Presidencia estadounidense desde el surgimiento del libro de Neustadt, Presidential Power and the Modern Presidents (1960). Algunos de ellos fueron los estudios de Cameron (2000) que analizan el proceso de intercambio y negociación entre los presidentes y el Congreso desde una perspectiva institucional; los de Nolan McCarty (1997, 2000) sobre el uso del poder de veto y la reputación construidas por los presidentes a partir de la utilización estratégica de ese recurso en el proceso de intercambio; o los clásicos trabajos de Tulis (1996) y Kernell (1986) sobre el nacimiento de la presidencia plebiscitaria y el recurso alternativo de los presidentes de apelar directamente al público sin necesidad de realizar intercambios con los demás poderes, que colocaron los problemas del populismo y la inestabilidad política en el foco de los estudios presidenciales en EE.UU.

En el seno de esta literatura también emergieron autores que exploraron los modelos de toma de decisión que tradicionalmente están bajo el control de los presidentes. En el clásico estudio de Allison (1969), sobre la política exterior estadounidense y la crisis de los misiles con Cuba, ya estaban presentes distintos modelos acerca de la naturaleza de las estructuras del Estado. Estos modelos imputaban al principal mandatario del país diferentes papeles: el primero presupone que el Estado es un ente racional y unificado coordinado por él; el segundo lo concibe como un conglomerado de intereses particulares -donde los presidentes se sitúan como meros coordinadores-; y el tercero considera que los líderes gubernamentales tienen un papel central en el proceso decisorio y los presidentes deben negociar con ellos y persuadirlos. No obstante, estos últimos siempre pueden optar por instituir un modelo jerárquico, colegiado o competitivo, cada uno de los cuales genera distintos grados de control sobre asesores y burócratas, y exigen diferentes estrategias de liderazgo y persuasión. Walcott y Hult (2005) indican que en períodos recientes los gobiernos tienden a optar por el modelo jerárquico frente a las dificultades de control por parte del Ejecutivo moderno. Por último, los presidentes pueden simplemente asumir decisiones unilaterales y aleatorias para reducir sus propios costos emocionales y del grupo gobernante en momentos de incertidumbre, no siendo necesario utilizar estrategias de persuasión (George y Stern, 1998).

Otros autores abordan la Presidencia sobre las bases institucionales del comportamiento presidencial, distanciándose del abordaje neustadtiano. En este sentido, conviene señalar los trabajos de Moe (1993), con sus críticas epistemológicas al conductismo voluntarista inaugurado por Neustadt (1991); Howell (2005), que resalta el papel de los recursos ordinarios legales y normativos del Ejecutivo estadounidense como la forma que tiene el máximo dirigente del país de imponer su agenda al Congreso sin depender de sus cualidades personales de persuasión; y Lewis (2005) y Howell y Lewis (2002), sobre las posibilidades de la acción unilateral del presidente, que tienen en cuenta la politización y el diseño de las agencias. Más recientemente, después de los múltiples ciclos de idas y venidas epistemológicas de ese campo de investigación, Moe (2009) avanzó lo suficiente en términos de reconocer las limitaciones metodológicas de este tipo de estudios, reconociendo que innumerables factores inciden sobre el estilo presidencial y la eficacia administrativa del gobierno.

Teniendo como perspectiva esos obstáculos teóricos y los límites temporales y materiales de este artículo, es necesario aclarar que se trata de un trabajo exploratorio de naturaleza empírica centrado en las expresiones político-organizacionales de los presidentes colombianos Uribe y Santos, que no tiene pretensiones de deducir conocimientos positivos de las conexiones establecidas entre el estilo presidencial y la Presidencia. Esas limitaciones también están presentes en estudios similares realizados en otros países latinoamericanos. En Brasil el enfoque se sitúa en los problemas relativos a las relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, mientras que en Argentina aún no se han diferenciado con suficiente claridad los conceptos de estilo presidencial, Presidencia y Poder Ejecutivo. Por eso, siguiendo a Araújo Filho (2016), en este artículo la Presidencia de la República será definida como la dimensión central del centro de gobierno, puesto que este es más amplio y está integrado además por las unidades estratégicas de gestión económica, tales como el Ministerio de Hacienda, el Banco Central y el Departamento o Ministerio de Planificación.

2. Gobierno, Presidencia y estilo presidencial: entre la Presidencia institucional y el liderazgo presidencial

El actor presidencial se presenta como el nexo de la toma de decisiones en los sistemas presidenciales, lo que aumenta la complejidad de la toma de decisiones, especialmente en contextos de baja institucionalización. En este sentido, la capacidad de persuasión de los presidentes es de particular importancia para la formación del consenso político y el proceso de definición de políticas estratégicas. Sin embargo, la persuasión y el liderazgo personal son cualidades condicionadas por marcos institucionales específicos, que a su vez condicionan el margen de maniobra disponible para el ejercicio de cada estilo presidencial actual. El tema del encuadre institucional fue abordado por Neustadt (1991) que señaló que los presidentes deben tener la capacidad de persuadir y negociar, no solo frente a sus asesores más cercanos y la alta burocracia del Ejecutivo, sino también con los líderes de los otros poderes del Estado. Las principales cualidades de un presidente para llevar a cabo un buen mandato serían el poder de persuasión, la ambición política, la autoconfianza y el sentido de misión, que configuran el liderazgo presidencial.

El trabajo de Neustadt, al igual que otros estudios centrados en Estados Unidos (Barber, 1992; Greenstein, 2009), considera al liderazgo presidencial como un conjunto de atributos de la personalidad que tienen impacto en las decisiones de gobierno (Northouse, 2001) y al líder presidencial como un “caudillo carismático” en el sentido weberiano, a quien las masas siguen porque perciben en él o ella rasgos excepcionales (Weber, 2004). No obstante, los líderes políticos no solo dependen de sí mismos, sino que la mayor parte de ellos son producto del desarrollo de organizaciones políticas colectivas, generalmente partidos políticos. Este tipo de organizaciones terminan siendo dominadas por funcionarios y burócratas (Elcock, 2001: 4), a los que Weber denominó “políticos profesionales” (Weber, 2004).

Debido a lo anterior, la centralidad de la personalidad de los presidentes en el proceso de toma de decisiones del gobierno fue matizada, a partir de la década de 1980, por varios estudios que comenzaron a valorar las condiciones institucionales y políticas más amplias para ejercer el poder presidencial. Entre ellos, los de Skowronek y Moe que establecieron un enfoque más en la Presidencia como institución que en el propio presidente como actor político privilegiado. Skowronek (1993 y 2008) trata a la Presidencia y al gobierno como organizaciones insertas en contextos institucionales y políticos en constante cambio y moldeadas por sucesivas administraciones, lo que limita la libertad de acción de los presidentes y condiciona los mandatos presidenciales desde el ejercicio del liderazgo. Del mismo modo, Moe (1993) considera que la Presidencia es una institución dotada de incentivos que fomentan ciertos comportamientos por parte de los presidentes. Para este autor la mayoría de las decisiones presidenciales no expresan características personales, como argumenta Neustadt, sino que son consecuencias de estos incentivos institucionales.

Asimismo, otros trabajos sobre liderazgo presidencial en Europa conciben al presidente como un político profesional weberiano, esto es, al igual que Skowrenek y Moe, adoptan un enfoque posicional-contingente del liderazgo. Los efectos de la acción de los líderes sobre el medio social no solo dependen de características relacionadas con la personalidad del líder, sino que son el resultado del entorno institucional y de la posición formal que ocupan en la estructura de gobierno (Elgie, 1995: 203). Estos trabajos tienen en cuenta las limitaciones coyunturales o institucionales del medio en el que el presidente desarrolla su actividad, pero no siempre dejan de lado elementos vinculados con el individuo (psicología, fuentes de poder, recursos) (Blondel, 1987). De hecho, argumentan que en todo el mundo hay una tendencia cada vez mayor hacia la personalización de la política en torno a la figura de los presidentes y primeros ministros (Blondel …[et al], 2010: 111 y ss.).

Un aspecto en el que convergen personalismo decisional y entorno presidencial es en la creación de agencias gubernamentales. Para poner en marcha esta estrategia el presidente suele utilizar poderes unilaterales institucionales que eluden la posible resistencia del poder legislativo (Howell y Lewis, 2002). En este sentido, más de la mitad de las agencias gubernamentales de EE.UU. creadas después de la Segunda Guerra Mundial fueron instituidas unilateralmente por el presidente (Howell y Lewis, 2002: 1095-1097).

Este ejemplo muestra que, aunque el componente institucional es fundamental, a la hora de analizar las decisiones presidenciales resulta imposible eliminar los factores personales que afectan a la Presidencia como institución (Rockman, 2009). Las restricciones institucionales no explican por sí solas por qué cada presidente reacciona de manera diferente en situaciones similares. La personalidad no es marginal en el éxito del liderazgo presidencial (Rockman, 2009: 787-790), por lo que es relevante atender a los estilos de liderazgo que pueden adoptar los presidentes.

Las tipologías de estilo presidencial propuestas por James MacGregor Burns (2010) y Blondel (1987) pueden ser útiles. El primero distingue dos estilos: transaccional y transformacional. El estilo transaccional se sostiene sobre la base del intercambio económico, político o simbólico entre el líder y los seguidores; mientras que el transformacional se basa en la identificación de los seguidores con el líder y el compromiso de ambos para lograr objetivos comunes. El liderazgo transformacional es más común en situaciones de estabilidad mientras que el transaccional prolifera en contextos de cambio político (Burns, 2010). Por su parte, Blondel (1987: 80-82) propone una tipología similar a la de Burns distinguiendo entre el estilo gestor-administrativo, que aplica en situaciones de normalidad política, y el estilo innovador, que surge en momentos excepcionales. Ambos autores distinguen entre un estilo más apegado a las reglas institucionales (presidencia institucional) y otro más autónomo y personalista (liderazgo presidencial).

Siguiendo la estela de los estudios sobre el poder presidencial en Estados Unidos y Europa, los trabajos sobre liderazgo presidencial en América Latina (Méndez, 2007; Cheresky, 2008; Alcántara …[et al], 2017; Camerlo y Coutinho, 2018) han puesto énfasis en los contextos institucionales en los que actúa el presidente y en el proceso de personalización.

De acuerdo con este planteamiento, Inácio (2006) resalta el dilema con el que se encuentran los presidentes brasileños que tienen que optar entre actuar de forma unilateral o coordinarse con los legisladores en un contexto de presidencialismo de coalición. La estrategia que adopte el presidente depende además de su base partidaria: cuanto más frágil sea esta, mayor será su tendencia a centralizar la toma de decisiones en su entorno político más cercano (Bonvecchi y Palermo, 2000; Alessandro y Gilio, 2010). En ocasiones, la centralización de la toma de decisiones por el líder presidencial no solo es una estrategia frente al poder legislativo, sino también frente a los propios ministerios.En su estudio sobre Uruguay, Lanzaro (2013) destaca como el presidente Batlle enmarcó al Ministerio de Economía y Finanzas en el centro gubernamental, reduciendo su autonomía, y le otorgó un papel destacado a la Oficina Nacional de Planificación y Presupuesto, una agencia de planificación presupuestaria dependiente de la Presidencia. En materia económica, Batlle consolidó un centro de gobierno centralizado en torno a un pequeño grupo de asesores de su confianza (Lanzaro, 2013). Por su parte, Camerlo y Coutinho (2018), analizando el período de 1983 a 2014 en Argentina, consideran que la centralización en la Presidencia no es una estrategia constante y lineal, sino contingente. La centralización depende a la vez del contexto y del estilo de cada gobierno, ya que siempre pueden rediseñar los órganos del Ejecutivo.

El gran desafío analítico es identificar los grados de institucionalización y de politización-personalización del núcleo del gobierno (Renno, 2015). Como señala Lanzaro (2018), la institucionalización, la centralización y la politización son procesos contingentes. No es posible dejar de lado los estilos de liderazgo como estrategias que los jefes de gobierno desarrollan dentro del contexto de incentivos y restricciones donde actuar. De hecho, en coyunturas críticas, políticas de innovación y espacios y representación, las respuestas de los presidentes son cruciales para el desempeño del gobierno (Lanzaro, 2018: 23-28).

En definitiva, los trabajos sobre las Presidencias latinoamericanas (Coutinho, 2013; Renno, 2015; Inácio y Llanos, 2016; Lanzaro, 2016 y 2018) coinciden en que, a la hora de analizar la Presidencia y los procesos de toma de decisiones es necesario contemplar múltiples dimensiones tales como los estilos presidenciales, el diseño institucional, el tamaño y complejidad del Ejecutivo, los tipos de coaliciones de partidos en apoyo del gobierno y el papel de las coyunturas de crisis.

3. El contexto histórico de la política colombiana

A pesar de mantener un calendario electoral estable desde hace décadas, el presidencialismo colombiano fue caracterizado, durante mucho tiempo, como una democracia oligárquica donde los dos principales partidos, el liberal y el conservador, se alternaban en el poder sin que otras fuerzas políticas alternativas tuviesen un espacio político efectivo para asumir el gobierno. De acuerdo con Alcántara (2013), lejos de representar simples agrupaciones, el fuerte sentimiento social de pertenencia a uno de los partidos dividía el país en dos y fue el germen de las ocho guerras civiles que se sucedieron desde el siglo XIX hasta la guerra oligárquica de 1948-1957, también llamada La Violencia. A pesar de la solución negociada de este último conflicto, mediante el pacto del Frente Nacional (1958-1974), los dos partidos mayoritarios continuaron desarrollando mecanismos clientelares y prácticas caudillistas sin dar solución a los numerosos problemas sociales existentes ni renunciar a la violencia como una forma más de expresión política. El carácter excluyente del régimen y, sobre todo, las operaciones militares de la Fuerza Pública contra las llamadas “repúblicas independientes” de Marquetalia, Riochiquito, El Pato y Guayabero (Vargas, 2010), provocaron en 1964 que guerrilleros de la disidencia liberal y militantes comunistas procedentes de zonas rurales fundaran las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) declarando la guerra al Estado (Nasi, 2010). De este modo, dio comienzo el actual conflicto armado colombiano.

El dominio político de los partidos liberal y conservador no impidió que estos fueran perdiendo el arraigo entre las masas y el control de la violencia como forma de expresión política predominante. Con las reformas políticas implementadas entre 1974 y 1990, el Frente Nacional dejó de ser el referente político para las elites y la reforma constitucional de 1991 se convirtió en una esperanza para renovar el sistema político colombiano[1]. A partir de la década de 1980, los diversos grupos armados pasaron a disputar el control del territorio, retirando del Estado el instrumento básico que lo caracteriza como ente soberano: el monopolio de la violencia legítima en el territorio. El recrudecimiento del conflicto durante estos años se dio por el aumento de la represión estatal, el auge del narcotráfico y el surgimiento de nuevos actores armados como las guerrillas de segunda generación[2] y los grupos paramilitares[3].

Las sucesivas reformas ocurridas en el período 1974-1991 no evitaron que el bipartidismo siguiera siendo el eje central del sistema político y partidario colombiano, lo que significaba el mantenimiento de los patrones de exclusión social y política[4]. Las elecciones realizadas después de la reforma constitucional de 1991[5] confirmaron la predominancia de los partidos liberal y conservador y/o de sus ramificaciones divergentes, demostrando que el bipartidismo oligárquico se había arraigado en la sociedad colombiana. Inclusive algunos gobiernos, como el primer gabinete de César Gaviria (1990-1994), restauraron el sistema de cohabitación partidaria. Por su parte, la abstención electoral osciló entre el 40% y el 60% del electorado[6], lo que indica que gran parte de la sociedad colombiana se resistía a refrendar un sistema político donde las desigualdades sociales, la exclusión político-partidaria y la violencia como forma de resolución de conflictos eran las características más visibles (Alcántara, 2013).

Una de las razones de la alta abstención y el mantenimiento del bipartidismo fue que los dos principales partidos eran conglomerados de grupos que podrían ser encuadrados en un tipo de multipartidismo fraccionado. Estos partidos contaban, de hecho, con facciones internas en permanente conflicto, sin disciplina partidaria, vinculadas con grupos familiares y oligárquicos tradicionales, distantes de las bases populares y poco enraizadas en los grupos sociales de renta baja.

El gobierno de Gaviria logró la desmovilización de algunos grupos guerrilleros menores a la vez que impulsó reformas neoliberales que desdibujaron las bases sociales de la nueva constitución (Rivas, 2016). Posteriormente el sistema de partidos se realineó: las fuerzas políticas de izquierda perdieron apoyo social y electoral, mientras que los liberales y conservadores volvieron controlar el gobierno y el Congreso (Rivas, 2016). El gobierno del liberal Ernesto Samper (1994-1998) estuvo marcado por el escándalo de la financiación de la campaña por el Cártel de Cali -Proceso 8.000- que salpicó al presidente y a alguno de sus ministros (Vargas, 2010). Esto dificultó la gestión administrativa, el orden público empeoró, la guerrilla se reforzó militarmente y se crearon las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) (Leal, 2010). En 1998, el candidato conservador Andrés Pastrana (1998-2002) ganó las elecciones con la promesa de alcanzar un acuerdo de paz con las FARC. El nuevo presidente combinó las negociaciones con la modernización de las Fuerzas Armadas (Vargas, 2010), que fue posible por la puesta en marcha del Plan Colombia, y un acuerdo de lucha contra las drogas entre Colombia y Estados Unidos, firmado en 1999 y situado en el marco de la lucha contra el terrorismo en 2001 (Hernández, 2009).

El gobierno del disidente liberal Álvaro Uribe (2002-2010) se caracterizó por el personalismo político y su política de “seguridad democrática”. Esta última consideraba que la guerra con las FARC era una amenaza militar terrorista externa a Colombia y no un conflicto armado con raíces internas. Durante este gobierno, la organización interna del Ejecutivo colombiano pasó a responder a los imperativos de su doctrina de seguridad nacional, lo que reforzó el papel de las fuerzas armadas en un país con fuerte tradición civilista entre las elites políticas (Alcántara, 2013). El nuevo presidente fue acusado por opositores de haber mantenido vínculos con el narcotráfico durante las décadas de 1980 y 1990[7], pero esto no alteró la popularidad que le proporcionó su política de “seguridad democrática”, tanto así que impulsó una reforma de la Constitución y fue reelegido en 2006.

La situación de fragmentación política y descentralización generalizada del poder armado comenzó a modificarse a partir de las negociaciones establecidas entre el gobierno colombiano y la guerrilla en 2012, que culminaron con la firma del Acuerdo Final de Paz a finales de 2016. El presidente Juan Manuel Santos (2010-2018) inició negociaciones de paz con las FARC después de dos años en los que su gobierno había impulsado una fuerte ofensiva militar contra la insurgencia. En septiembre de 2010 fue abatido el Mono Jojoy, uno de los principales cabecillas de las FARC, y en noviembre del año siguiente cayó en combate Alfonso Cano, que había sustituido a Marulanda al frente de esa guerrilla. Aunque durante estos años las ofensivas militares “provocaron un recrudecimiento de los ataques del grupo insurgente, pero, a medio plazo, contribuyeron a mermar su capacidad bélica” (Rivas, 2018: 187).

Por todos esos aspectos, caracterizar los principales ejes político-organizacionales de la Presidencia de la República en Colombia es una tarea siempre parcial. El contexto político del país sitúa a esta institución como un espejo volátil que depende de la coyuntura y la personalidad de los presidentes, a pesar de la tradición civilista y electoral del país. De hecho, desde el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986), las negociaciones de paz con las guerrillas se han convertido en “proyectos presidenciales” que dependen en gran medida “del estilo personal de gobernar” de los presidentes (Palacios, 2001: 43-45). Esa particularidad política hace del estilo presidencial una variable crucial del proceso político colombiano y dificulta la realización de un análisis objetivo y seguro acerca del significado político de los sucesivos cambios organizacionales que se dieron en el centro de gobierno. Colombia es un país unitario descentralizado, dividido en 32 gobiernos departamentales y alrededor de 1.112 gobiernos municipales, elegidos por voto popular, que están dotados de autonomía administrativa. Ambas circunscripciones gubernamentales son consideradas instancias gubernamentales complementarias y subsidiarias al Ejecutivo nacional, sistema muy distinto, por ejemplo, al de Brasil, donde los gobiernos subnacionales son considerados entes políticos autónomos. Durante un largo período el tiempo del mandato de presidentes, gobernadores, senadores, diputados y alcaldes varió bastante, hasta llegar a cuatro años para todos los cargos, aunque no sincronizados electoralmente. En 2005 se aprobó la reelección para el presidente de la República, derecho que ya existía para diputados y senadores, pero no para gobernadores departamentales y alcaldes. Diez años después, en junio de 2015, el Congreso colombiano eliminó la reelección a propuesta del presidente Santos. Sin embargo, la naturaleza centralizada y elitista del sistema político colombiano se manifestaba en el hecho de que los alcaldes apenas pasaron a ser elegidos mediante voto directo en 1986 y los gobernadores departamentales en 1991.

4. El surgimiento de la planificación en la organización de la Presidencia

Como en la mayor parte de las repúblicas latinoamericanas, el Ejecutivo en Colombia ocupa las principales prerrogativas de iniciativa y control presupuestario, aunque su forma de organización dependa de las definiciones establecidas en la denominada Ley del Congreso, que autoriza el modelo organizacional de la administración centralizada y de las agencias descentralizadas. Desde el gobierno de Cesar Gaviria (1990-1994) hasta el primer mandato de Juan Manuel Santos (2010-2018) el número de ministerios ha variado relativamente poco, entre 13 y 16 unidades ministeriales. Los distintos gobiernos han modificado el diseño del Ejecutivo de acuerdo con sus preferencias, las presiones de la coyuntura política y la disponibilidad financiera. El Departamento Nacional de Planificación (DNP) de la Presidencia ha ejercido un papel crucial en el proceso de coordinación de las directrices político-organizacionales de todas esas transformaciones.

El actual DNP expresa una característica singular que surgió en el sistema institucional de Colombia a partir de la década de 1940: el vínculo a un sistema de Planificación estatal como forma de orientar las intervenciones de un Ejecutivo que necesitaba adquirir fuerza política e institucional y legitimar racionalmente sus intervenciones en medio de un Estado en permanente conflicto. Esa trayectoria inició durante el segundo mandato del liberal reformista López Pumarejo, que en 1944 decidió que todas las obras e intervenciones públicas deberían ser orientadas por planes y programas gubernamentales. Como desdoblamiento de esa práctica, en 1951 el conservador Laureano Gómez (1950-1953) creó un departamento encargado de la Planificación nacional bajo una guerra civil que, de acuerdo con Alcántara (2013), se cobró alrededor de 200 mil vidas y desarticuló el sistema político colombiano. En ese contexto, tuvo lugar el golpe militar del general Rojas Pinilla (1953-1957), que modificó y denominó Comité Nacional de Planificación al departamento de Planificación. Durante el mandato del liberal Alberto Lleras Camargo, en 1958, se creó el actual Departamento Administrativo de Planificación Nacional, referido actualmente como DNP. Con esa organización, desde 1961 que Colombia tiene planes nacionales de desarrollo de manera regular e ininterrumpida. Hasta el año de 2012 el gobierno nacional había elaborado once planes de desarrollo, práctica administrativa que se proyectó también para las instancias administrativas subnacionales (Querubín y Dorado, 2013).

La práctica institucional de los planes nacionales de desarrollo se consolidó de tal forma en el sistema político colombiano que los constituyentes de 1991 instituyeron el denominado “voto programático” para las elecciones de los Ejecutivos estatales y locales, que exigía a los gobernantes a convertir sus programas políticos en planes de desarrollo de obligado cumplimiento[8]. La Ley Nº 152 de 1994 -Estatuto Orgánico del Plan Nacional de Desarrollo- exige que los presidentes presenten al Congreso sus respectivos planes y cada año deben rendir cuentas acerca de la etapa de desarrollo e implantación del mismo, exigencia ampliada para las unidades administrativas subnacionales. A diferencia de estos últimos, el gobierno nacional no puede revocar el plan una vez aprobado por el Congreso.

En un contexto de violencia política, llama la atención que desde la década de 1950 la idea de Planificación estatal se haya arraigado en el Ejecutivo como el medio por excelencia del ejercicio racionalizado de la administración. Uno de los efectos colaterales del pacto del Frente Nacional de 1958 fue estimular a los presidentes a que desarrollaran un sistema permanente de Planificación como forma de coordinar el aparato del Ejecutivo en medio del caótico sistema político. En ese sentido, puede considerarse como un mecanismo institucional de los presidentes para coordinar y controlar los recursos gubernamentales. Se trata de una herramienta que permite mantener un espacio personal de decisión político-administrativa situado en la Presidencia.

Las cuestiones referidas en los párrafos anteriores remiten a los múltiples aspectos que inciden sobre la definición de los patrones político-organizacionales vigentes en la Presidencia colombiana. Su organización refleja tanto la influencia de las condiciones de la coyuntura política y de cómo los estilos presidenciales reaccionan a ellas, como las limitaciones derivadas de los estatutos jurídicos que conforman el sistema de Planificación como uno de los ejes de actuación político-administrativa del gobierno. Las orientaciones administrativas y los cambios organizacionales internos que ocurrieron desde el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) expresan justamente la confluencia de esos factores. Durante su gobierno, todo el proceso de coordinación de políticas gubernamentales quedó concentrado en el DNP, dirigido inicialmente por una persona de su estricta confianza, Ruiz Llano, considerado entonces como un superministro. De acuerdo con Querubín y Dorado (2013), esto ocurrió porque el gabinete de la Presidencia no contaba con suficiente personal para responder a los desafíos de ese momento, en un contexto en que los funcionarios con mayor cualificación profesional se pusieron al frente del Plan Colombia y el proceso de paz con la guerrilla. Contrariamente, el DNP disponía de un cuerpo técnico permanente altamente cualificado desde la década de 1970.

5. La organización de la Presidencia en el gobierno de Álvaro Uribe

Con Álvaro Uribe (2002-2010) la Secretaría de la Presidencia asume un perfil distinto en lo que se refiere a las funciones de integración interinstitucional y coordinación de políticas en el ámbito del Ejecutivo. Aunque el DNP continuase teniendo responsabilidad sobre las cuestiones presupuestarias y de Planificación, Uribe asumió un estilo personalista y extremamente centralizador (De la Torre, 2005). De acuerdo con la literatura revisada, ejerció un liderazgo presidencial personalista o, lo que es lo mismo, un estilo de liderazgo transformacional o innovador, más habitual en contextos de crisis. Este presidente puso énfasis a la ejecución de su Política de Seguridad Democrática, una política de cerco a los grupos armados de izquierda que comprendió medidas como la abolición del requisito de concesión de estatus político para iniciar desmovilizaciones, el reclutamiento de soldados campesinos, el fortalecimiento del servicio de inteligencia mediante la creación de redes de informantes y el establecimiento de zonas de rehabilitación en áreas de influencia de las organizaciones insurgentes (Leal, 2010).

Con eso, la organización de la Presidencia fue afectada profundamente por el estilo personalista del presidente, quien no se preocupó mucho de reforzar e institucionalizar sus instancias. Uribe asumió el gobierno con un gran capital político; fue el primer candidato presidencial a ganar las elecciones en primera vuelta desde que la Constitución de 1991 instaurase este sistema. Con base en ese capital político, el equilibrio interno de poder en el Ejecutivo se deshizo a favor de las unidades de asesoría, en detrimento del sistema institucionalizado de Planificación gestionado por el DNP. El nuevo presidente era un disidente del Partido Liberal en una elección caracterizada por la fragmentación y la presencia de varias candidaturas fuera de los partidos tradicionales, agregadas a nuevas organizaciones y movimientos políticos. Se había postulado como candidato de una nueva agrupación política fundada y liderada por él, Primero Colombia (Alcántara, 2013), por lo que no necesitaba mantener el sistema de Planificación para garantizar la aplicación de su programa de gobierno, como había sido la tradición hasta mediados de los años 90. De hecho, prescindió de formar un gabinete bipartidista. En 2006 logró la reelección con el apoyo de un nuevo partido formado por disidentes de los partidos tradicionales, el Partido Social de Unidad Nacional, denominado Partido de la U, cuyo primer director fue Juan Manuel Santos.

Bajo esa nueva configuración político-institucional, los cambios en la Presidencia fueron impulsados por el contexto de fuerte centralismo político y administrativo, donde la Política de Seguridad Democrática, la inversión extranjera y la política social “con resultados” pasaron a orientar las principales acciones de gobierno. Además de sus secretarías, la oficina del presidente fue estructurada bajo departamentos especiales llamados Altas Consejerías y Consejerías[9], órganos especiales ocupados por personas de confianza, encargadas de centralizar los temas considerados estratégicos por el gobierno y de tratar problemas políticos coyunturales importantes que mereciesen algún tipo de tratamiento especial por parte del Ejecutivo. Esas unidades especiales se encargaban de conocer desde cuestiones económicas y acuerdos internacionales, pasando por problemas regionales y sociales, hasta problemas relativos al conflicto armado y a los grupos sociales afectados por el mismo. Una de sus funciones más importantes era viabilizar la integración interinstitucional entre áreas administrativas que actuaban en un mismo ámbito, lo que atribuía a la Presidencia un papel estratégico en el proceso de coordinación gubernamental, habitual en otros países, pero que en Colombia había sido hasta ese momento bastante débil ya que se confrontaba con las funciones que el sistema de Planificación ejercía como instancia de integración del gobierno.

El proceso de fortalecimiento del personal de Uribe era tan significativo que uno de los riegos apuntados por los críticos del modelo era que la Presidencia estuviese transformándose en una especie de “paragobierno” que actuaba al margen de los ministerios o simplemente replicaba funciones típicamente ministeriales. Uno de los ejemplos fueron las políticas anticíclicas: los ministerios eran obligados no solo a revisar las informaciones sobre los programas en curso, sino también a subordinarse al proceso de coordinación ejercido directamente por el Ejecutivo. Otro ejemplo ocurrió en el área de comunicación de gobierno, donde surgieron conflictos de competencia entre la asesoría de prensa del presidente y la antigua Secretaría de Prensa. Durante este gobierno, la oficina del principal mandatario asumió una forma organizacional muy particular, vinculada a los objetivos presidenciales, estructurándose sobre una doble estrategia de centralización y de politización nunca antes vista en Colombia, pero que entonces asumió contornos singulares.

También debe subrayarse que Uribe creó un eficiente sistema “popular” de rendición de cuentas y acompañamiento de las acciones gubernamentales, que también era una forma eficiente de comunicación social y propaganda política: los denominados Consejos Comunales[10]. Básicamente eran reuniones periódicas semanales entre miembros del gobierno y habitantes de comunidades regionales distantes, con poca presencia del Estado, realizadas durante los ocho años de su gobierno. Durante las reuniones los miembros del gobierno tomaban nota de las demandas sociales de las comunidades y asumían compromisos, aunque no asistía ningún representante del Ministerio de Hacienda para evitar que el gobierno asumiese compromisos fiscales. Con el tiempo, este mecanismo se convirtió en el núcleo estratégico de comunicación e interacción política permanente del presidente con el electorado colombiano (Gómez, 2005). En julio de 2010, poco antes del final del mandato, el gobierno había realizado alrededor de 300 reuniones comunitarias (El País-Colombia, 2010). Esta práctica se convirtió en uno de los símbolos de la gestión del uribismo y una de las formas más eficientes de comunicación política de su gobierno, que asumió el lema de Estado comunitario y fue uno de los principales motivos por el que fuese tildado de populista y personalista (De la Torre, 2005), para algunos con el agravante de no respetar el papel ejercido por los gobernadores y alcaldes de sus respectivas circunscripciones político-territoriales. Como declaró el exalcalde de Bogotá, Luis Eduardo Garzón:

El solo hecho de que termine siendo reemplazado el gobernante local por el nacional, es sumamente negativo, porque esto releva la responsabilidad del Alcalde o del Gobernador y es el Presidente quien termina asumiendo funciones que no le corresponden (El País-Colombia, 2010).

Esa insatisfacción por parte de gobernadores y alcaldes indicaba que el mecanismo de los consejos comunales estaba erosionando las relaciones entre algunos segmentos de las elites políticas regionales y la población de baja renta, poniendo por delante la figura de Uribe como líder popular preocupado de las necesidades del pueblo. Adicionalmente, debe observarse que uno de los argumentos que utilizaron los altos funcionarios del gobierno para promover las reuniones comunitarias era que las burocracias ministeriales estaban muy lejos de los problemas de los territorios, principalmente en las regiones más lejanas del país. Como afirmó el entonces Secretario de Prensa, Ricardo Galán:

Normalmente los funcionarios de alto nivel, como los ministros, los jefes de departamentos o los directores de los institutos, toman decisiones desde Bogotá, con información en Power Point. Eso es muy distinto a ir a los sitios, hablar con la gente, mirar el problema, verles las caras y sufrir las carencias (El País-Colombia, 2010).

Ese tipo de crítica por parte de un alto funcionario del gobierno cercano al presidente clarifica el sentido político de la estrategia de concentrar el poder en la Presidencia por la vía del refuerzo de las altas consejerías presidenciales, situándolas como instancias centrales en el proceso de coordinación político-administrativa del gobierno. El DNP continuó asumiendo sus tareas jurídicas e institucionalmente reglamentadas de Planificación gubernamental, pero la dinámica política de las decisiones administrativas pasaba necesariamente por las instancias decisorias próximas al presidente. En ese sentido, se puede afirmar que lo que caracterizó el estilo presidencial de Uribe en la clásica relación entre política y administración vigente en el continente latinoamericano, fue la incidencia que tuvo la primera sobre la segunda y el alto grado de personalismo de sus actos administrativos. Por lo demás, una tendencia predominante en la región, aunque el presidencialismo colombiano, asentado bajo acuerdos históricos entre sus elites, había asumido hasta ese momento un rasgo más elitista y oligárquico que autocrático y centrado en uno u otro determinado caudillo, como ocurrió en Argentina, México y Brasil durante la primera mitad del siglo XX (Palacios, 2000).

Respecto a los efectos políticos del sistema de consejos comunitarios, se podría deducir que ese mecanismo gubernamental afectó significativamente la imagen del gobierno. Con esa estrategia política, se procuró mostrar una presencia efectiva del Estado colombiano en lugares tradicionalmente olvidados por los poderes públicos, lo que era una forma embrionaria, aunque administrativamente limitada de desarrollar mecanismos de inclusión social, pero también de cooptación política en las comunidades más carentes de la atención estatal. En ese sentido, también podría afirmarse que el gobierno de Uribe construyó su enorme popularidad no solo en función de su estrategia militar contra las FARC y otros grupos armados, sino también gracias a su exitosa estrategia de comunicación (Patriau, 2012) y cooptación política sostenida gracias a los consejos comunitarios.

6. La Presidencia y el proceso de coordinación gubernamental en el gobierno de Juan Manuel Santos

Juan Manuel Santos fue elegido en la segunda vuelta de las elecciones de 2010 con más de nueve millones de votos, la mayor votación absoluta que había obtenido hasta entonces un candidato presidencial. El nuevo mandatario había sido Ministro de Defensa en el gobierno anterior, pero presentaba una trayectoria propia, con un estilo presidencial distinto al de su antecesor. Integrante de familia adinerada del ámbito de la política y el periodismo, había sido ministro de Comercio Exterior durante el gobierno del liberal César Gaviria y ministro de Hacienda en el gobierno del conservador Andrés Pastrana. Su vida profesional había estado vinculada a temas gerenciales y de eficiencia gubernamental, habiendo estudiado economía y administración en universidades estadounidenses y británicas. Su perfil político y profesional seguramente influiría en algunos de los cambios gerenciales y administrativos que a lo largo de su mandato realizó en la organización de la Presidencia, algunos de ellos sin desmontar completamente la estructura heredada del gobierno anterior. Al asumir el gobierno, Santos promovió la asesoría de empresas, institutos y personas vinculadas a las concepciones gerenciales propuestas en la década de 1990 en América Latina y contrató a Álvaro García, que había sido secretario de gobierno del presidente chileno Ricardo Lagos.

Santos estaba dotado de un estilo presidencial más orientado hacia el refuerzo de las instituciones administrativas. Conforme a la literatura, fue un presidente institucional, es decir, tuvo un estilo de liderazgo transaccional o gestor-administrativo, propio de un político profesional weberiano y más común en situaciones de normalidad política. Teniendo como referencia los principios de una administración eficiente y un gobierno transparente y participativo, a inicios de su segundo mandato adoptó el lema “Paz, Igualdad y Educación”, consolidando su objetivo político de realizar la transición de un gobierno basado en el principio de “Seguridad Democrática”, heredado de Uribe, hacia uno sostenido sobre el principio de la “Prosperidad Democrática”. Con ese perfil político y administrativo, Santos procuró fortalecer y ampliar la base administrativa, logística y operacional de la Presidencia, rodeándose de funcionarios altamente cualificados en las áreas de administración y gerenciamiento organizacional. Para evitar el riesgo de crear una estructura paralela a los ministerios de línea, mantuvo un staff relativamente reducido, optando por fortalecer la base institucional y administrativa de su oficina y sus funciones como núcleo político-administrativo de coordinación gubernamental, en lugar de utilizarla para ejercer personalmente su poder presidencial. El nuevo presidente, que ideológicamente se declaraba un liberal de centro[11], mostró un estilo presidencial bastante distinto de su antecesor. De acuerdo con Querubín y Dorado (2013), incrementó en tres las altas consejerías al subdividir la Alta Consejería Presidencial en dos: la de Buen Gobierno y Eficiencia Administrativa y la de Gestión Pública y Privada. Esta última pasó a tratar de temas como la dinamización y competitividad económica, la inserción de Colombia en los organismos económicos internacionales, como la OCDE, o los tratados de comercio con EE.UU. La primera Consejería se encargaba de incrementar la eficiencia gubernamental, la transparencia, la rendición de cuentas y el combate contra la corrupción, temas que afectaban al funcionamiento interno del sistema político. Además de esos cambios, algunas consejerías sobre cuestiones circunstanciales o problemas regionales específicos se eliminaron -como fue el caso de las Altas Consejerías para la Celebración del Bicentenario y de Política Anticíclica- y otras se reformularon adquiriendo un perfil temático más general, como por ejemplo la Alta Consejería para las Regiones y la Participación Ciudadana. Adicionalmente, el papel de coordinación político-administrativa de la Presidencia fue reforzado por medio de la Junta Directiva Administrativa, que pasó a articular las decisiones que involucraban a las Altas Consejerías presidenciales, el DNP y demás ministerios y órganos (Querubín y Dorado, 2013).

El problema de la transparencia gubernamental y el combate contra la corrupción recibió un tratamiento administrativo específico por medio de la creación de la Secretaría para la Transparencia, viabilizada por el Decreto N° 4.637 de 9 de diciembre de 2011. Esta institución tenía numerosas funciones tales como asesorar al presidente en el diseño y ejecución de las políticas contra la corrupción, desarrollar mecanismos institucionales de transparencia gubernamental y participación social, propiciar la integración interinstitucional de los organismos gubernamentales para combatir la corrupción y hacer cumplir los compromisos de Colombia con organismos internacionales de transparencia. Asimismo, el decreto tenía como objetivo instaurar un sistema de información sobre la corrupción y promover políticas preventivas[12]. Con ocasión de la creación de esta nueva unidad administrativa, Santos declaró que, por primera vez, el Plan Nacional de Desarrollo contemplaba un capítulo dedicado a la transparencia y al combate contra la corrupción, subrayando que ese esfuerzo gubernamental se había transformado en una política de Estado. La preocupación del gobierno por la transparencia se expresó también en el área de recursos humanos: durante el primer mandato las áreas responsables de la coordinación de las políticas estratégicas pasaron a contar con 230 funcionarios, siendo el 70% personal de apoyo y el 30% cargos con funciones de asesoría, formulación y monitoreo de políticas, casi la totalidad de estos últimos con formación de postgrado. Ese personal estaba al margen del DNP[13].

Una de las singularidades político-administrativas de este gobierno fue la propiciar la institucionalización de la Presidencia articulando el sistema de Planificación del DNP con la Alta Consejería de Eficiencia Administrativa y Buen Gobierno. De este modo, el sistema de Planificación no jugó un rol secundario en el proceso de coordinación de políticas, sino que mantuvo las funciones de coordinación y monitoreo propias de un sistema de Planificación gubernamental. Teniendo en cuenta que Santos tenía como objetivo incrementar la capacidad técnica de su oficina y del Estado Colombiano, no tuvo la necesidad de debilitar el sistema de Planificación como forma de garantizar su programa, como había hecho su antecesor. Contrariamente, los sectores responsables de las políticas de buen gobierno y eficiencia administrativa establecieron vínculos político-administrativos estables con el DNP y pasaron a apoyar el proceso de formulación y de ejecución del Plan de Desarrollo. Este modelo, que articulaba las prioridades políticas con el proceso administrativo y de Planificación sin necesidad de modificar constantemente los arreglos institucionales de la Presidencia, era acorde al estilo del mandatario, que acompañaba de cerca este tipo de políticas públicas.

Esa proximidad del presidente a las políticas de buen gobierno y eficacia administrativa se debió también al perfil de su Plan de Desarrollo “Prosperidad para Todos”[14] que contemplaba políticas contra la pobreza, generación de renta y crecimiento del empleo, áreas transversales que requerían de modelos matriciales de actuación gubernamental para coordinar las acciones desarrolladas por los 16 ministerios, las consejerías y las dos Secretarias de la Presidencia[15]. Debe señalarse, además, que el Plan de Desarrollo disponía de dos sistemas informatizados de acompañamiento de la gestión del Plan y sus resultados (Sinergia y SISDERVAL).

El modelo matricial de coordinación gubernamental reforzó el papel de las consejerías como principales responsables de la coordinación de las políticas gubernamentales, juntamente con el DNP. Pero a diferencia del gobierno de Uribe, que centralizó el acompañamiento de políticas en la Alta Consejería de la Presidencia, una unidad directamente a servicio del presidente, en el gobierno de Santos las altas consejerías encargadas de las políticas sectoriales acompañaban las políticas que eran de su competencia, como por ejemplo las consejerías de Igualdad para la Mujer o de Convivencia y Seguridad Ciudadana. Esta última coordinaba varios programas de la política de protección social, tales como Prevención Social y Situacional, Presencia y Control Policial, Justicia, Víctimas y Resocialización, Cultura de la Legalidad y Convivencia, y Ciudadanía Activa y Responsable. De esta forma, como la política de protección y seguridad social estaba distribuida entre programas de distintos ministerios, la Alta Consejería para Convivencia y Seguridad Ciudadana orientaba su actuación articulando desde la Presidencia a los diferentes ministerios involucrados con la ejecución de esa política. De acuerdo con Querubín y Dorado (2013), se celebraban reuniones periódicas de acompañamiento de las políticas con la participación del presidente. Todo ese proceso se sustentaba institucionalmente en un espacio de coordinación político-administrativa integrado por el DNP, el Ministerio de Hacienda y la Presidencia de la República, denominado Comité Integrado de Monitoreo del Presupuesto Público.

El sistema descrito revela que el gobierno de Santos intentó articular el proceso político y la estructura administrativa de forma más institucionalizada que su antecesor, bien por medio de instancias estratégicas de coordinación política insertadas en la Presidencia, o bien mediante mecanismos procedimentales flexibles de participación y movilización de los miembros de la alta burocracia estatal, fuesen estos de carrera o de libre nombramiento y remoción. Un ejemplo fue el nuevo uso que se le dio a los Consejos Comunales, heredados del gobierno de Uribe y uno de los principales soportes político-electorales de aquel gobierno. A pesar de que el presidente reconocía el papel político que estos desempeñaban, al punto de mantener a Miguel Peñalosa como Alto Consejero para las Regiones y la Participación Ciudadana, modificó la nomenclatura de esa práctica social, que pasó a denominarse Acuerdos para la Prosperidad, y le imprimió un énfasis más vinculado a la dinámica de las políticas sectoriales, restringiendo su naturaleza de reuniones políticas abiertas orientadas hacia la agregación de demandas sociales y comunicación política del gobierno. El proceso de rendición de cuentas del gobierno se concentró en instrumentos administrativos y tecnológicos, como el Portal de Transparencia Económica (http://www.pte.gov.co), integrado en el sistema de informaciones financieras del Ministerio de Hacienda, accesible a cualquier ciudadano.

También debe señalarse que hubo un nexo político-administrativo común entre los gobiernos de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos: el proceso de institucionalización de la Presidencia teniendo como soporte el refuerzo político y administrativo de las consejerías. Esa tendencia común indica que los dos últimos presidentes colombianos optaron por institucionalizar sus oficinas por la vía del refuerzo de las instancias que permitían significativos grados de flexibilidad política en la coordinación de las políticas y el aparato administrativo del gobierno. De esta forma, el tipo de articulación entre el proceso político y las estructuras administrativas se fundamentó en una lógica elástica que preservaba tanto la libertad política de los presidentes como las funciones de algunas instancias administrativas estratégicas del Ejecutivo, principalmente el sistema de Planificación dirigido por el DNP.

Consideraciones finales

El presente artículo no pretende afirmar que el modelo colombiano posea plena eficiencia política y operacional o que no represente riesgos a la integridad administrativa de los órganos del Ejecutivo. Pero teniendo en cuenta la existencia de permanentes tensiones entre política y administración en el ámbito de los sistemas presidencialistas, este modelo tiene el mérito formal de proporcionar a la Presidencia una base política estratégica dotada de flexibilidad operacional y ramificaciones administrativas, sin hacer necesario desmontar estructuras ya consolidadas en el centro de gobierno. Por supuesto, el grado de institucionalización y estabilidad de las instancias incluidas depende del estilo de cada gobierno y del estilo de liderazgo del presidente. Este diseño institucional posibilita a los presidentes ejercer sus respectivos estilos, pero sin que necesidad de desmontar las estructuras gubernamentales previas, dotadas de memoria administrativa y de pericia técnica.

En el ejemplo colombiano el proceso de consolidación institucional de la Presidencia fue muy limitado bajo los gobiernos bipartidistas y de base oligárquica durante buena parte del siglo XX, con arreglos políticos que contemplaban resistentes puntos de veto. Sin embargo, la erosión parcial del bipartidismo colombiano en la definición organizacional del Ejecutivo a comienzos del nuevo siglo posibilitó a los gobiernos de Uribe y Santos mayor libertad de acción en la organización del Ejecutivo. Si este último modelo continúa proporcionando a los futuros presidentes condiciones satisfactorias de gobernabilidad interna, la Presidencia colombiana podría alcanzar niveles sólidos de institucionalización, a pesar de las eventuales coyunturas de incertidumbre política y los estilos personalistas de algunos presidentes.

Por otra parte, en un contexto regional en el que las discusiones sobre las reformas del Estado como requisito para la adaptación del Ejecutivo a la globalización y la liberalización económica son hegemónicas, el caso de Colombia revela que este país, a diferencia de sus vecinos, ha orientado sus reformas teniendo en consideración el problema del conflicto armado interno, la adaptación político-administrativa del Estado a estas tensiones y el estilo presidencial. La trayectoria histórica del Estado colombiano difiere de la de países como Brasil, Argentina y México en términos de amplitud de la intervención estatal, grado de industrialización y urbanización y fuerza de la base organizacional corporativista. Así, partiendo de una base estatal minimalista asentada en el dominio político de partidos oligárquicos, los cambios se concentraron sobre todo en el centro de gobierno y no tanto en los ministerios, jugando un papel fundamental los estilos de gobierno de los presidentes.

En ese sentido, las reformas político-institucionales del centro de gobierno colombiano expresan un caso singular en el contexto latinoamericano ya que no estuvieron significativamente inspiradas en los modelos de reformas orientadas hacia el mercado. Por el contrario, fueron la expresión de la singularidad política de un país sumergido en un conflicto armado interno permanente, que hizo que los actores políticos presidenciales tuvieran como prioridad la resolución del mismo. Los dilemas más generales sobre las alternativas de las grandes áreas de actuación estratégica del Estado ya estaban resueltos, por lo que los cambios en el Ejecutivo, concentrados principalmente en el diseño de los centros de gobierno, fueron muchas veces una expresión del estilo presidencial, sin que ello implicase a otros actores del sistema político involucrados sobre todo en el problema del conflicto. El caso colombiano se presenta, de este modo, como un ejemplo privilegiado de la influencia del estilo presidencial sobre el diseño del gobierno en América Latina.