Revista del CLAD Reforma y Democracia
1315-2378
Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo
Venezuela
https://doi.org/

Recibido: 11 de febrero de 2020; Aceptado: 13 de febrero de 2020

Gobernanza pública para la innovación

Public Governance for Innovation

F. Longo,

Es profesor de organización, dirección de personas y gestión pública en la Escuela Superior de Administración y Dirección de Empresas -ESADE (Barcelona, España), donde dirige el Centro de Gobernanza Pública. Entre 2010 y 2017 fue miembro del Comité de Expertos en Administración Pública de Naciones Unidas. Ha trabajado como consultor internacional, asesorando a gobiernos y organizaciones del sector público. En España, ha formado parte de comités de expertos para la reforma del empleo público, la gobernanza universitaria y la organización del sector público. Fue redactor y ponente de la Carta Iberoamericana de la Función Pública y creador de una metodología de análisis aplicada desde 2004 por el BID y otros organismos a la evaluación comparada de sistemas de empleo público en América Latina. Es autor de numerosas publicaciones sobre gobernanza, gestión pública, gestión de personas y colaboración público-privada. Forma parte de los consejos editoriales de diversas revistas científicas internacionales y colabora habitualmente en varios medios de comunicación. Las comunicaciones con el autor pueden dirigirse a: E-mail: francisco.longo@esade.edu Escuela Superior de Administración y Dirección de Empresas -ESADE España

Resumen

En el entorno de cambios acelerados que la globalización y la disrupción tecnológica han creado, y que afecta a todos los sectores de actividad económica, los sistemas públicos afrontan desafíos importantes. Una parte de esos desafíos dimanan de las externalidades negativas que algunos de esos cambios llevan consigo y de la necesidad de proveer, en lo posible, de estabilidad, certidumbre y protección a las personas y a las sociedades. Otra parte tiene que ver con las enormes oportunidades de progreso que los nuevos escenarios traen consigo y con el insustituible rol de liderazgo que el sector público está llamado a asumir para aprovecharlas. Ambos retos obligan a la Administración a asumir una agenda de innovación ambiciosa y radical. El alcance de esa agenda obliga al sector público a reconsiderar y rediseñar algunos de los arreglos institucionales básicos que caracterizan al statu quo actual. Este trabajo analiza las transformaciones básicas que resultan necesarias, el instrumental de intervención que exigen y los dilemas que necesitarán ser gestionados. También presenta los rasgos básicos de un nuevo enfoque de gobernanza capaz de permitir a los gobiernos y sus organizaciones adentrarse en la vía de la exploración, la experimentación y la apertura a la colaboración con actores situados fuera del sistema público, manteniendo al mismo tiempo altas las exigencias de responder y rendir cuentas ante la sociedad.

Palabras clave

Gobernanza, Innovación Administrativa, Sector Público, Responsabilidad Pública.
Resumen, traducido

Public administrations are facing major challenges in the environment of accelerated changes that globalization and technological disruption have created and that affects all sectors of economic activity. A part of these challenges arises from the negative externalities that some of these changes entail and the need to provide stability, certainty and protection to individuals and societies as far as possible. Another part of these challenges is related to the huge opportunities for progress that the new scenarios bring with them and the irreplaceable leadership role that the public sector is called to assume in order to take full advantage of them. Both challenges force the Administration to undertake an ambitious and radical innovation agenda. The scope of this agenda force the public sector to reconsider and redesign some of the basic institutional arrangements that characterize the current status quo. This paper analyzes the necessary basic transformations, the required intervention instruments and the dilemmas to be managed. It also presents the basic features of a new approach to governance capable of enabling governments and their organizations to pursue the path of exploration, experimentation and openness to collaboration with stakeholders outside of the public system, while also upholding high demands to respond and be accountable to society.

Keywords

Governance, Administrative Innovation, Public Sector, Public Accountability.

Gobernanza pública para la innovación

Dos fenómenos de alcance económico, tecnológico y psicosocial caracterizan a este tiempo: incertidumbre y aceleración. Los cambios que se viven carecen de precedentes históricos donde ambos fenómenos se mezclen de un modo tan dramático. El avance del conocimiento científico-técnico se combina con la globalización para producir transformaciones profundas y extensas a un ritmo inimaginable.

El ritmo de este cambio fue bautizado hace cinco años por Brynjolfsson y McAfee (2014) como “exponencial”. Algunos autores (Dobbs ...[et al], 2016) han calculado que, comparado con la 1ª Revolución Industrial, está discurriendo 10 veces más rápido, a una escala 300 veces superior y con un impacto 3.000 veces mayor.

En este contexto, las demandas que la sociedad dirige a los sistemas públicos son crecientes, ruidosas, apremiantes y a menudo contradictorias.

Por una parte, algunos actores económicos, percibiendo las oportunidades que ofrecen los nuevos escenarios, diseñan nuevos negocios, ocupan espacios vacíos de regulación y abogan, en nombre del futuro, por la autolimitación y no interferencia del Estado. Otros, en cambio, viéndose perdedores en esos procesos de cambio, reclaman regulaciones, barreras y subsidios que les protejan de un entorno hostil.

A su vez, la ciudadanía, individualmente u organizada en colectivos o movimientos sociales, pide a los gobiernos protección frente a las numerosas externalidades negativas que la globalización y la revolución tecnológica están creando en bienes y servicios básicos como el empleo, el crédito, las pensiones, el medio ambiente o la vivienda. Y lo hace con las baterías de la confianza muy mermadas, porque el aumento de la desigualdad y los episodios de corrupción han deteriorado fuertemente la confianza en los poderes públicos, en su integridad y en su capacidad para afrontar los problemas comunes.

En contraste con todo esto, el análisis comparado muestra evidencias abundantes de que aquellas sociedades cuyos sistemas públicos son capaces de aprovechar las oportunidades ofrecidas por los cambios, entran en una senda de progreso y se sitúan en mejores condiciones para ganar el futuro. De las políticas públicas transformadoras en áreas como la educación, la ciencia, la salud, el clima, las infraestructuras o el desarrollo tecnológico, dependerán en buena medida la competitividad y el progreso de los países.

Todas estas presiones, múltiples y contradictorias, han estimulado en los últimos años las iniciativas de innovación en las administraciones públicas de todo el mundo y el interés de los organismos internacionales y las instituciones académicas. Sin embargo, como señala un informe reciente de la OCDE (2019), “el progreso es a menudo ad hoc más que confiable, reactivo más que deliberado y esporádico más que sistémico”. En definitiva, se presencia más un cúmulo de iniciativas y realizaciones dispersas que un cambio de paradigma instalado en los modos de hacer de los sistemas públicos.

Mientras tanto, los mercados y las empresas sienten el impacto de los cambios en todos los sectores: del transporte a la información, la manufactura o el audiovisual, pasando por la banca, la automoción, la distribución comercial, el turismo o el mismo sector educativo. Compañías consolidadas se reestructuran o desaparecen, surgen nuevos jugadores y modelos de negocio, procesos multimillonarios de inversión y desinversión cruzan las fronteras. Se explora obsesivamente el horizonte tecnológico en la búsqueda de fórmulas nuevas para crear valor.

En este contexto, parece oportuno preguntar: ¿en qué medida estas sacudidas del cambio exponencial están afectando o van a afectar en el futuro al sector público, a su papel y a sus modos de actuar? y ¿hasta qué punto van a obligarle a realizar un esfuerzo innovador de amplio alcance?

¿Debe la administración ponerse a innovar?

Decir que los sistemas públicos deben innovar, por mucho que la afirmación suene hoy familiar, no resulta del todo obvio. Podría defenderse la idea de que la Administración Pública moderna no nace para innovar, sino más bien para todo lo contrario, esto es, para aplicar normas y dotar a la acción colectiva de comportamientos estables y previsibles. El rol original de los poderes públicos es el de producir entornos jurídicamente seguros, capaces de reducir los costes de transacción y permitir que sean los actores privados los que innoven, en condiciones de mercado.

Desde la teoría económica han abundado las reticencias ante una Administración innovadora que vaya más allá de limitarse a cubrir las “fallas de mercado”. Los reparos han aludido a la necesidad de evitar el crowding out, es decir, la detracción de ahorro de la inversión privada, y también a la previsible baja calidad del gasto e ineficiencia que caracterizaría a las burocracias públicas. Sin embargo, como ha puesto de manifiesto Mariana Mazzucato (2014), el gobierno ha sido la fuente de las innovaciones más radicales y rompedoras. No solo ha corregido a los mercados, sino que los ha creado de forma activa: una buena parte de las innovaciones tecnológicas de mayor impacto y más conocidas (entre ellas, las que han dado lugar a los actuales smartphones) se han gestado en programas y centros públicos.

Para la autora, la explicación consiste en que en los eslabones iniciales de la cadena de innovación, cuando reina una altísima incertidumbre, el sector privado (las empresas, pero incluso el capital-riesgo) no es capaz de aventurarse a realizar las inversiones necesarias. Únicamente para el Estado era posible, por ejemplo, proveer la financiación paciente que requerían en esas primeras etapas internet, las nanotecnologías o los descubrimientos en biomedicina. Solo después, ya reducida la incertidumbre a límites aceptables para los planes de negocio, era posible que los más arriesgados capitanes de industria se subieran al tren de esas innovaciones y llegaran a poblar las leyendas de la iconografía empresarial de este tiempo.

La llamada a implicarse en la innovación llega al sector público desde esas fronteras del conocimiento científico-técnico invocadas por Mazzucato (2014), pero también desde otros frentes.

Subraya la OCDE (2019) que se vive un tiempo paradójico: la tecnología, la globalización y la turbulencia económica vuelven los retos modernos más difíciles y complejos que lo habían sido anteriormente. Al mismo tiempo, sin embargo, el mundo nunca había sido tan próspero y pacífico, tan capaz de crear increíbles oportunidades y hacerlas disponibles para los ciudadanos. Dos libros recientes, de Steven Pinker (2018) y Hans Roslin ...[et al] (2018), muestran abundantes evidencias de mejora en la mayor parte de los indicadores de desarrollo humano, desde la esperanza de vida a la seguridad, pasando por la reducción de la pobreza, la paz o la democracia.

La coexistencia de graves problemas y grandes avances, de enormes oportunidades y de amenazas muy serias, traslada a los gobiernos y sus organizaciones exigencias en un doble sentido. Por una parte, le incitan a liderar el progreso, a crear las condiciones para que las sociedades aprovechen las oportunidades que el desarrollo tecnológico está creando para todos. Por otra parte, le exigen afrontar las externalidades negativas que ese mismo desarrollo lleva consigo y a intentar gobernar los cambios, protegiendo a los ciudadanos de los impactos lesivos que se derivan de ellos. Sobre los sistemas públicos recaen dos grandes desafíos: el reto de progresar y el reto de proteger.

El reto de progresar

Hay una amplia coincidencia en reclamar que los gobiernos y sus organizaciones lideren el cambio y se impliquen activamente en los procesos de transformación social que la disrupción tecnológica hace posibles. Existe para ello, como se ha escrito en otro lugar (Longo, 2019), un conjunto de razones poderosas:

1) La necesidad de mejorar el diseño y la ejecución de las políticas públicas utilizando activamente la tecnología, para afrontar con éxito las cuestiones de alta complejidad que pueblan la agenda pública, como la pobreza, las migraciones, el calentamiento global o el fracaso escolar. Los mercados han demostrado a lo largo del tiempo su enorme capacidad para resolver retos difíciles y complicados, pero la complejidad de esos retos actuales los excede. Esa naturaleza compleja remite de lleno al terreno de los poderes públicos.

2) Atender a la demanda ciudadana de resultados y calidad de servicio en un contexto de mayor exigencia de los usuarios, acostumbrados a relacionarse con las empresas mediante mecanismos tecnológicamente avanzados y cada vez más críticos con la rigidez, lentitud e incomodidad de los procedimientos tradicionales de la Administración. Los masivos procesos de desintermediación que la “economía de plataforma” ha traído consigo, han creado ciudadanos más autónomos y apoderados, mejor informados y mucho más exigentes. La legión de intermediarios (médicos, maestros, trabajadores sociales, etc.) que pueblan los servicios públicos ya conocen bien esta evolución.

3) La posibilidad de obtener grandes ganancias de eficiencia, objetivo apremiante en un contexto de dificultades crecientes de sostenibilidad de algunos servicios públicos. Ciñéndose a lo más básico, se ha calculado que el coste promedio de una transacción digital puede ser 20 veces inferior al de una por vía telefónica y 50 veces inferior al de una interacción cara a cara.

4) La activación del crecimiento económico y la prosperidad mediante políticas que apliquen recursos a la innovación, ya sea invirtiendo directamente desde el sector público en I+D+I o mediante la creación de entornos regulatorios, ecosistemas científicos y tecnológicos, hubs de trabajadores del conocimiento y otros mecanismos que estimulen y faciliten la inversión privada.

En síntesis, se puede decir que el sector público recibe en estos días ingentes presiones para innovar: hacia adentro, utilizando la disrupción tecnológica para transformar sus productos, procesos, estructuras y reglas y, hacia afuera, ejerciendo el liderazgo de las estrategias de innovación de los países, territorios y ciudades y facilitando la acción de los emprendedores e innovadores sociales. Los retos en este sentido son enormes. Basta citar el caso de la inteligencia artificial, donde se están librando actualmente las batallas más importantes de la economía global. Solo en los dos últimos años, el amplio desarrollo de laboratorios de innovación, experiencias de crowdsourcing, colaboraciones sobre datos, spin-offs y otras experiencias innovadoras muestran que esta percepción empieza a abrirse paso en los sistemas públicos.

El reto de proteger

Pero ese mismo cambio tecnológico que abre avenidas de prosperidad y desarrollo humano inimaginables hasta hace poco tiempo, tiene también un lado oscuro. Crea nuevos costes, riesgos y problemas sociales y produce colectivos de perdedores que reclaman la atención de los poderes públicos. Las áreas de esa vulnerabilidad sobrevenida ocupan un amplio espacio en el debate público más reciente. Se señalan solo algunas:

- Los flujos de capital financiero, apoyados en la instantaneidad de las interacciones digitales a escala global y los avances del fintech, sortean las regulaciones existentes y a menudo se hacen opacos a la acción de las instituciones supervisoras. El Consejo Europeo de Riesgo Sistémico calcula que la llamada “banca en la sombra” representaba ya en 2018 un 40 por ciento del sistema financiero en la Unión Europea. Y ya se experimentaron durante la gran recesión los peligros de este déficit de supervisión pública de las transacciones financieras.

- La revolución tecnológica, apoyada en la globalización, ha creado fuertes tendencias a la concentración empresarial. Los nuevos conglomerados tecnológicos aprovechan las externalidades de red para crear monopolios, investidos de un gigantesco poder de mercado. Las amenazas a la libre competencia son mayores que las de cualquier período histórico anterior y se benefician de la debilidad de las instituciones de gobernanza global y los poderes regulatorios supraestatales.

- El desarrollo exponencial de la inteligencia artificial, asociada a la expansión de la robótica, amenaza con dejar sin empleo a grandes contingentes de trabajadores en todo el mundo. Aunque los expertos difieren, hay coincidencia en que las tareas realizables por máquinas son de cualificación creciente y que millones de ocupaciones se verán afectadas por este nuevo “desempleo tecnológico”. La OCDE (2019) calcula que un 9 por ciento de los empleos de los países miembros corren un alto riesgo de ser automatizados y que un 25 por ciento verán radicalmente transformadas sus tareas.

- El manejo de la enorme cantidad de datos que la tecnología ha vuelto disponibles constituye otra fuente de lo que el World Economic Forum (2019) ha llamado “vulnerabilidades tecnológicas”. Los riesgos de pérdidas de privacidad se unen a las brechas de seguridad, los ciberataques, los robos de identidades digitales y las filtraciones masivas de datos.

- La “economía de plataforma” ha venido a desregular procesos de mercado y dinamitar la organización productiva de sectores de actividad completos (por ejemplo, en la movilidad urbana). Esto hace necesario rediseñar las bases regulatorias y ordenar los costosos procesos de transición a la competencia que serán necesarios para minimizar los conflictos sociales.

- La desigualdad corre el riesgo de ampliarse como consecuencia de la polarización de rentas creada por la disrupción tecnológica. Nunca hubo un tiempo mejor -escriben Brynjolfsson y McAfee (2014)- para los trabajadores más cualificados y nunca lo hubo peor para los demás. Algunos expertos, como Milanovic (2018), creen que los mecanismos de redistribución a través del sistema fiscal, utilizados tradicionalmente por los gobiernos, no serán suficientes para hacer frente a la desigualdad en esta época.

- La enorme prolongación de la esperanza de vida -que los avances científico-técnicos mantendrán al alza en las próximas décadas- y el descenso de la natalidad que acompaña al desarrollo, crean tendencias demográficas que amenazan -como ya se ve claramente en Europa- la sostenibilidad de los sistemas de previsión social. El envejecimiento de la población es, además, uno de los factores que dispara el gasto sanitario, creando en los sistemas de salud desequilibrios que reducen la capacidad de los presupuestos públicos para mantener las prestaciones.

- El primer Nobel de Economía, Jan Tinbergen, explicaba la desigualdad como el resultado de la carrera entre tecnología y educación. El tsunami tecnológico agrava los desajustes en este combustible básico del “ascensor social”. Aumenta el riesgo de discordancia entre los perfiles profesionales demandados en cada momento por la economía y las empresas y las capacidades para producirlos de las instituciones educativas con tradiciones propias de entornos más estables. Estos desajustes se añaden a la crisis de los sistemas educativos, extendida a muchos países y constatable en los indicadores comparados.

- Las grandes ciudades, cuya expansión y crecimiento serán en este siglo un fenómeno planetario, son los núcleos territoriales básicos de la innovación tecnológica y nodos insustituibles en las redes de la economía global. Pero son también víctimas de importantes fenómenos negativos asociados a los cambios; entre ellos: carestía del acceso a la vivienda para los jóvenes y las clases medias, “gentrificación” (expulsión de residentes) de los centros urbanos y las áreas revitalizadas, congestión de la movilidad, aparición de zonas degradadas, inmigración ilegal, expansión de la economía informal, deterioro del espacio urbano, convivencia por la presión del turismo masivo, etc.

Estas y otras consecuencias negativas del cambio tecnológico trasladan a los sistemas públicos la demanda para que asuman ante todo su misión original de estabilizar las sociedades, proteger frente a las nuevas vulnerabilidades y convertir el futuro en algo más previsible.

A primera vista, esta demanda parecería apuntar a un cierto repliegue o “retorno a lo básico”. A recuperar para el Estado su papel de regulador distante e incorruptible, alejado de la promiscuidad del sector privado, garante de derechos, filtro cuidadoso de cambios sociales y dique frente a iniciativas arriesgadas. En otras palabras, llevaría a reivindicar el modelo burocrático de Administración pública para defender un statu quo amenazado por cambios incontrolables e inmanejables.

El problema es que los supuestos que fundamentan el paradigma burocrático tradicional lo incapacitan para ser la respuesta adecuada a los desafíos actuales. Hay tres razones que explican esa incapacidad:

- En primer lugar, el modelo burocrático presupone la existencia de contextos estables que permiten a la norma desarrollar todo su potencial predictivo, pero hoy se presencian, por el contrario, entornos dinámicos y acelerados, donde la realidad social muta velozmente bajo el impulso del cambio tecnológico.

- En segundo lugar, presupone que el regulador conoce bien la materia regulada, requisito imprescindible para poder estandarizar comportamientos. Sin embargo, en la realidad actual, los flujos de conocimiento discurren sobre el terreno a mucha mayor velocidad que en los despachos. Como en el punto anterior, el déficit cognitivo del Estado actual le obliga a correr una y otra vez por detrás de los cambios.

- En tercer lugar, la administración burocrática se basa en el alejamiento de los supervisados, como requisito de una aplicación impersonal e imparcial de la norma. Pero actualmente, conocer la realidad exige adentrarse en las realidades cambiantes de nuestro tiempo y obliga al gestor público a bajar al terreno e implicarse en relaciones diversas y frecuentes con los demás actores implicados.

En definitiva, el reto de proteger y estabilizar no puede ser asumido con los instrumentos tradicionales y sin alterar el statu quo. Obliga a innovar. También para ejercer su papel regulador y proporcionar estabilidad y seguridad, el Estado necesita incorporar a sus modos de hacer la exploración y la experimentación. Y debe hacerlo pisando un terreno más comprometido, manteniendo alta la guardia en la defensa de lo público, pero envolviéndose en interacciones múltiples con otros actores.

Un ejemplo de esto, experimentado ya en varios países, son los sandboxes regulatorios. Un sandbox (literalmente, caja de arena, expresión procedente de los proyectos informáticos) es un entorno cerrado de pruebas para nuevos modelos de negocio que, no contemplados en las regulaciones vigentes, enfrentan un “vacío regulatorio”. En él se experimentan productos y procesos innovadores, durante un período especificado y en un entorno real, bajo la supervisión de las autoridades regulatorias. Hay ejemplos documentados en Suecia en materia de vehículos autónomos, en Singapur sobre innovación energética y en diversos países en el campo de las tecnologías financieras. En una línea similar, iniciativas como el Innovation Deal de la Comisión Europea promueven la colaboración entre innovadores y reguladores. Este tipo de exploraciones serán cada vez más frecuentes en la esfera pública compleja de las sociedades actuales.

Más allá de la burocracia y el gerencialismo

Todas estas demandas y retos que impulsan al sector público a innovar obligan a cambios que van más allá del diseño de nuevas políticas, de la creación de nuevos servicios o de la redefinición de los procesos existentes. Afectan al núcleo básico de los modos de hacer de la Administración y entran en colisión con los paradigmas dominantes. En otras palabras, exigen atreverse a dar el paso de producir soluciones innovadoras a considerar la misma gobernanza pública como objeto de la innovación.

Como se ha dicho, el modelo burocrático tradicional de Administración pública no constituye el hábitat institucional adecuado para un sector público innovador. En algunos países la contradicción entre ese orden burocrático y las necesidades de introducir eficacia y eficiencia en los servicios públicos ha dado lugar a reformas más o menos vigorosas y radicales (a las que se aplica frecuentemente la etiqueta “nueva gestión pública”), que se han centrado en la profesionalización de la gerencia pública, la planificación y control por resultados y la separación entre política y gestión mediante marcos contractuales de relación diseñados con arreglo al formato “principal-agente”.

Pues bien, ni el viejo orden burocrático ni tampoco el orden contractual propio de las reformas gerencialistas se adaptan bien al contexto de disrupción exponencial descrito. La razón es que los dos están pensados para entornos más estables y previsibles. El primero, porque necesita esos entornos para que la norma cumpla su papel estandarizador y produzca estabilidad y certeza. El segundo, porque su énfasis en la planificación y control de los outputs convive mal con procesos dinámicos, proclives a métodos de prueba y error y abiertos a múltiples actores, donde tanto el objeto como los sujetos de la responsabilidad contractual tenderían a quedar desdibujados.

Se necesita ir más allá de ambos modelos. Dicho lo cual, esta afirmación necesita ser matizada. Las reformas inspiradas por el discurso gerencialista no se han materializado en muchos países como debieran y, como consecuencia de ello, existen importantes asignaturas pendientes en el fortalecimiento de la gerencia pública. Esas reformas siguen vigentes y responden a menudo a necesidades insoslayables, pero no serán suficientes para asegurar que el sector público responda a los desafíos del cambio exponencial.

Hacia una gobernanza exploratoria

Se propone llamar “exploratoria” a la modalidad de gobernanza pública con la que los sistemas públicos deben afrontar su agenda de innovación. La complejidad, la alta incertidumbre, los conflictos de intereses y valores que caracterizan a esta agenda requieren de los gobiernos y sus organizaciones aproximaciones ambiciosas, pero al mismo tiempo modestas, pragmáticas, experimentales, dispuestas a ensayar, a avanzar y a evaluar. Dispuestas también a retroceder, si es necesario, cuando las evidencias muestran que las cosas no funcionan o deben corregirse. Es con esta orientación y en este sentido que, en palabras de Víctor Lapuente (2015), los países con más calidad de gobierno se están caracterizando por “laboratorizar” sus sectores públicos.

Una gobernanza exploratoria debería reunir un conjunto de atributos que exigen cambios relevantes en la configuración actual de los sistemas públicos:

Foco en la estrategia

Innovar radicalmente exige una gobernanza pública convencida de que lo distintivo de lo público se asienta en el propósito y no en la elaboración; más dispuesta a liderar el cambio que a producir directamente; centrada no tanto en hacer cosas como en hacer que las cosas pasen; orientada a la obtención de impactos transformadores en las áreas de política pública donde existen retos prioritarios. Estas son casi siempre áreas de alta complejidad en contextos inciertos, donde las respuestas no suelen conocerse previamente, sino que deben ser elaboradas en procesos experimentales, lo que implica contemplar escenarios y analizar los riesgos lo mejor posible.

Inteligencia

Precisamente por eso, el talento es el combustible básico de esta nueva gobernanza. Para cumplir su misión en los escenarios actuales el sector público está obligado a concentrar el mejor talento de la sociedad. Debe acostumbrarse a pensar la Administración, más que como un gran sistema verticalmente integrado, como una red de núcleos de conocimiento altamente especializado que deberá cubrir tanto las áreas de política como los campos conectados con las tecnologías emergentes y que demandará altas dosis de inteligencia. Una parte de esta inteligencia deberá estar internalizada en las estructuras públicas, pero no necesariamente toda ella. La apertura a comunidades epistémicas que van más allá de las fronteras organizativas del sector público forma parte de los rasgos del modelo.

Esto apunta a un nuevo profesionalismo público anclado en una noción moderna y flexible del mérito y dotado de una autonomía significativa. Esta mayor autonomía de los profesionales (como subraya Lapuente) no debe ser temida como un riesgo tecnocrático, sino verse como un requisito de su capacidad de aportación, un requisito que debe ser manejado de manera también inteligente. Por eso, cuando se habla de talento, se debe pensar también en un liderazgo sofisticado, en un talento directivo de alta calidad, necesario para moverse con éxito en estos entornos de conocimiento y para hacerlo tanto dentro como fuera de las organizaciones públicas.

Heterogeneidad y descentralización

Desde el ángulo organizativo, el sector público deberá conciliar una diversidad creciente. Sus roles de administrador de potestades públicas y de productor de servicios públicos mantienen toda su vigencia, pero deberán articularse con la dimensión innovadora y experimental a la que se viene aludiendo. Las diversas lógicas organizativas y reglas profesionales que corresponden a estos roles deben formalizarse como diferentes y reconocerse recíprocamente en un hábitat institucional necesariamente plural. Se debe pensar en una Administración de geometría variable y muy descentralizada, dotada de una constelación de entes innovadores (Clayton Christensen -2011- los llama “mutantes”), abiertos y dotados de una autonomía significativa, en claro contraste con las tradiciones burocráticas y verticales. Reconciliarse con la apariencia inevitablemente caótica de este modelo de gobernanza no es el menor de los desafíos culturales que afronta un enfoque así.

Rigor basado en evidencias

Habrá que extremar el rigor en los procesos de evaluación de los cambios. Estos consumirán un volumen importante de recursos públicos. Además, la experimentación solo tiene sentido cuanto se orienta al aprendizaje y aprender obliga necesariamente a evaluar sobre bases sólidas. Cuando se habla de evaluar impactos, la medición de los logros no tiene un carácter mecánico, sino más bien analítico e interpretativo lo que vuelve más difícil la tarea y exige capacidades más sofisticadas. La buena noticia es que nunca se dispuso de más y mejor información que en el tiempo actual. La revolución de los datos y el avance de la inteligencia artificial suministran a quienes exploran la realidad más recursos que nunca para obtener evidencias.

Apertura y conectividad

Finalmente, hay un amplio consenso en que la innovación es una actividad que se realiza con las puertas de la organización abiertas y en contacto con otros. El modelo de open innovation que popularizó hace más de una década Henry Chesbrough (2008) se ha convertido en un paradigma generalmente aceptado. El carácter permeable y colaborativo de la tarea de innovar es la característica más repetida en el recuento de las experiencias de innovación en el sector público y contempla tanto las iniciativas que se desarrollan al interior de la organización, superando los silos internos, como la colaboración entre gobiernos y organizaciones públicas y las experiencias colaborativas con organizaciones privadas, empresas, comunidades de innovadores y start-ups. La incorporación de los ciudadanos a la coproducción de innovaciones es también una tendencia al alza. La digitalización permite que estos procesos de cocreación puedan desarrollarse a distancia, en tiempo real y sobre una base global, dinamitando como nunca antes las barreras espacio-temporales. Se ha hablado de “gobernanza inductiva” para referirse a estos procesos “bottom-up” de creación de valor público.

En resumen, se propone una gobernanza exploratoria que implica rediseñar los arreglos institucionales que definen la estructura del sector público, sus procesos de decisión, sus cajas de herramientas y sus mecanismos de evaluación y rendición de cuentas para adaptarlos a la innovación y la experimentación. Asume que, en la era del cambio exponencial, el rol del sector público debe ser más ambicioso y plural, más experimental y arriesgado, más resiliente y tenaz, capaz de asumir horizontes de largo plazo y aceptar que la secuencia de la innovación se produce ordinariamente en ciclos que implican altibajos. Lleva también a alejarse un paso más de la vieja y cómoda separación entre administradores y administrados y a aceptar que los procesos de creación de valor público adoptan modalidades diversas y compartirán a menudo paternidades múltiples.

Por supuesto, este escenario no puede abordarse al precio de hacer más débiles los mecanismos de rendición de cuentas. Por el contrario, al convertir la gobernanza en más líquida y compartida, obliga a hacerlos más fuertes y exigentes. Eso sí, perderán peso los mecanismos basados en la regularidad de las conductas y lo ganará la valoración de los impactos de las políticas y decisiones públicas. Esta evaluación más inteligente, sofisticada y compartida exige dar un salto adelante en la capacidad interna de análisis de la Administración y, al mismo tiempo, impulsar un amplio desarrollo de los instrumentos de escrutinio y control social. El diseño de los pesos y contrapesos institucionales, internos y externos, del sistema es uno de los grandes desafíos que el modelo afronta.

Por otra parte, la evolución hacia este modelo de gobernanza no es imaginable sin cambios importantes que afectan a los servidores públicos. Pero esto exigiría otro artículo.

Schumpeter y el elefante

Si miramos al pasado, podemos constatar cómo los gobiernos y sus organizaciones han asistido, en general a considerable distancia, a las cruentas batallas que la destrucción creativa -utilizando la expresión de Schumpeter- ha instigado una y otra vez en los mercados. Protegido de la competencia, el sector público ha sido como el elefante que, adaptado a su hábitat propio y confiado en la peculiaridad que le confieren su naturaleza y tamaño, contempla desde lejos las luchas que protagonizan en la sabana los depredadores. Esto no quiere decir que no haya cambiado, que lo ha hecho y en muchos campos. Lo que quiere decir son dos cosas: la primera, que los cambios han sido, en general, graduales, dispersos y adaptativos y no discontinuos, concentrados y deliberados; la segunda, que, aunque esos cambios hayan modificado la apariencia de muchas cosas, no han afectado a los modelos básicos de funcionamiento, las culturas instaladas y las estructuras de poder de los sistemas públicos.

Sin embargo, en la era del cambio exponencial es ilusorio pensar que la Administración pueda cumplir su misión manteniendo los patrones de conducta del pasado. Confrontada con escenarios de disrupción desconocidos hasta ahora, no es difícil anticipar que se verá obligada, más pronto que tarde, a afrontar transformaciones de contundencia similar a las que ya hoy son inevitables para los demás actores económicos y sociales. Sobre el alcance de esas transformaciones se ha querido compartir aquí unas cuantas ideas.