Revista del CLAD Reforma y Democracia
1315-2378
Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo
Venezuela
https://doi.org/

Recibido: 17 de enero de 2019; Aceptado: 30 de agosto de 2019

Política y Administración Pública

A. Pérez Rubalcaba,

Profesor universitario de Química Orgánica en la Universidad Complutense de Madrid (UCM) y político miembro del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Ha sido ministro de Educación y Ciencia (1992-1993) y ministro de la Presidencia (1993-1996) durante el gobierno de Felipe González Márquez y ministro de Interior (2006) en el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, tomando posesión como Vicepresidente del Gobierno (2010). Entre 2012 y 2014 fue secretario general de su partido, por el que fue candidato a la presidencia del gobierno en las elecciones generales de 2011. Dejó su escaño en el Congreso en 2014 para volver a la universidad a impartir clases de Química Orgánica. UCM España

Resumen

Teniendo en cuenta la destacada trayectoria del Profesor Alfredo Pérez Rubalcaba en el ejercicio de responsabilidades propias del alto gobierno de su país, el Secretario General del CLAD, D. Francisco Velázquez López, le invitó a realizar la conferencia que aquí se presenta, tomando como tema central la exposición de su trayectoria y las experiencias acumuladas en el ejercicio de la función pública española. La exposición tiene la particularidad de estar despojada de los elementos convencionales del discurso académico, y presenta en primera persona las observaciones, reflexiones y aprendizajes realizados en los distintos ámbitos en los que tuvo intervención. En el relato se conjuga la visión de los problemas y la preocupación por la búsqueda de soluciones, sobre escenarios en los cuales destaca la necesaria articulación entre las responsabilidades propias del ejercicio de la función de representación y de dirección de los asuntos públicos, con la administración pública, con el funcionariado, al que reconoce por su idoneidad y profesionalismo como ingrediente principal para alcanzar los objetivos de la política pública. El Profesor Pérez Rubalcaba desgrana los que considera focos de su experiencia en la política pública: la construcción de la España de las autonomías que juzga como el proceso de descentralización más profundo y rápido de la historia moderna, las reformas educativas y la cuestión de la seguridad.

Palabras clave

Política Pública, Gestión Pública, Política y Administración, Autonomía, Reformas de la Educación, Seguridad Pública, España.

Introducción

Debo comenzar manifestando mi agradecimiento a los organizadores de este vigésimo tercer Congreso Internacional del CLAD, por su invitación para dirigirme hoy a todos ustedes.

El título de esta ponencia, “Política y Administración Pública”, surgió de forma natural el día que Francisco Velázquez me comunicó esa invitación. Me dijo, ¿Por qué no cuentas tus experiencias como político al frente de una parte tan significativa de las Administraciones Públicas como son la educación y la seguridad? Porque, como se ha expuesto aquí, tuve el honor de dirigir tanto el Ministerio de Educación como el de Interior en los gobiernos de Felipe González y de José Luis Rodríguez Zapatero. Me pareció una idea estimulante, que además forma parte de mis ocupaciones actuales. En efecto, siempre que me lo piden explico mis experiencias en la política; creo que forma parte de mi obligación. Durante muchos años ocupé puestos de responsabilidad en la Administración española, y ahora, repito, creo que mi obligación es poner a disposición de quién me lo solicita esas experiencias y hacerlo de forma crítica, con sus aciertos y sus errores. Y eso es lo que me propongo hacer esta mañana aquí.

Empezaré por completar un poco mi currículo. Como se ha apuntado me doctoré en Química Orgánica en 1978. Al igual que muchos jóvenes de mi generación compaginé mis estudios con la militancia antifranquista, lo que me llevó a ingresar en el PSOE en 1974. Hasta aquí mi historia no es excepcional: muchos de los dirigentes de la Transición española llegaron a la política para luchar contra Franco. Es muy probable que sin él mi peripecia vital hubiera sido bien distinta. Antes de mi ingreso en el Partido Socialista había coqueteado con distintos partidos de izquierda. Al final opté por la socialdemocracia, porque ya desde entonces tuve claro que libertad e igualdad son las dos caras de la misma moneda: sin igualdad la libertad conduce a la injusticia y sin libertad la igualdad, históricamente, ha acabado en dictadura. Se lo diré de otra forma: tienen hoy aquí a un reformista convencido. Lo fui y lo sigo siendo. Estoy seguro de que a estas alturas muchos de ustedes se plantearán la pregunta que me ha perseguido durante mis largos años de actividad política: ¿Qué pinta un especialista en mecanismos de reacción de química orgánica en la política, al frente, por ejemplo, de la Seguridad del Estado o como Secretario General del PSOE? O dicho de otra manera: su formación científica, ¿le ha servido para algo a la hora de desempeñar puestos de responsabilidad política? La respuesta invariablemente ha sido que sí. Les pondré un ejemplo: en química orgánica existen unas reacciones, las reacciones reversibles, que se pueden gobernar. Se pueden hacer en lo que se denomina “condiciones de control cinético” y entonces se obtienen los productos que se forman más rápidamente. Pero también se pueden hacer en “condiciones de control termodinámico”, y entonces los productos que se obtienen no son los que más rápidamente se forman sino los que son más estables.

Esta distinción, entre cinética y termodinámica, es clave en la actuación política. ¿Quién no se ha enfrentado con un problema que admite soluciones rápidas pero inestables, u otras más complejas pero que acaban siendo más duraderas y más estables? Y hay que elegir: ¿Quién no ha tenido en sus manos un conflicto laboral que se puede cerrar rápidamente pero de forma incompleta o insuficiente -cierres en falso se llaman-, y que también admite soluciones más difíciles de conseguir pero mucho más estables y, por tanto, duraderas? La distinción en política, en los procesos de reformas políticas, entre la cinética y la termodinámica es clave

Les pondré otro ejemplo. Muchos de nuestros países se enfrentan a complejos problemas de corrupción. La política, sus acciones, son siempre de control cinético; las de la justicia, de control termodinámico. Eso hace muchas veces que, intencionadamente o no eso, es lo de menos, se tienda a confundir las responsabilidades políticas con las judiciales. La política rara vez puede esperar a los tiempos judiciales. Un último ejemplo, y ya abandono este campo de la química y la política. Yo tuve el honor de ser Ministro de Interior, lo fui durante casi seis años, cuando la democracia española derrotó a la banda terrorista ETA. La solución fue, esencialmente policial. Acabamos con los comandos. Pero era necesario también hacer política, desligar de forma definitiva a los terroristas de su partido, Batasuna, para evitar la reproducción de la banda. En este caso la acción policial era la cinética, acabar con la banda, y la política era la termodinámica: establecer las condiciones para que el fenómeno terrorista no se pueda reproducir. Acabar con ETA exigía una enérgica y efectiva acción policial y judicial pero no solo; también una firme y, si me lo permiten, inteligente actuación política. En conclusión: sí, la química, la ciencia, más general, me sirvió. Mucho. De forma que esta conferencia se podría denominar “Las aventuras y desventuras de un químico orgánico metido a político en la Administración”

He trabajado, pues, durante largos años en la Administración Pública. Siempre desde mi condición de político, aunque por mi profesión yo fuera funcionario; de hecho, como se acaba de comentar, lo sigo siendo. Los puestos que ocupé lo fueron por designación de alguien, ministro o presidente de Gobierno, y más allá de mis características profesionales -es evidente que mis primeros nombramientos están relacionados con mi condición de profesor universitario- para llegar a ellos tuvo un peso determinante mi adscripción al PSOE. Soy lo que Weber llamaría un político vocacional o profesional, que de las dos formas se ha traducido su famoso libro publicado en 1919.

Les dije que iba a hablarles de mis experiencias en este marco -Política y Administración Pública- y eso voy a hacer. Lo haré en cuatro apartados. Empezando por algunas reflexiones generales acerca de la relación entre políticos y funcionarios; después les comentaré mi experiencia en la construcción de la España Autonómica, que probablemente es el proceso de descentralización más profundo y rápido que se conoce en la historia moderna; repasaré, a continuación, algunas cuestiones relativas a las reformas educativas, para terminar, en cuarto lugar, con algunos apuntes sobre las políticas de seguridad.

Vamos, pues, con lo que he denominado reflexiones generales. He leído y discutido muy a menudo sobre las relaciones entre los políticos y los funcionarios. Tengo amigos muy capacitados que se dedican a teorizar sobre esas relaciones. Aquí veo algunos, como el profesor Manuel Villoria. He escuchado a muchos políticos quejarse amargamente del poder de los funcionarios y de su resistencia a los cambios. Y a muchos altos funcionarios reprochar a las autoridades políticas la puesta en marcha de medidas poco estudiadas, más cercanas a los intereses partidarios que a los generales. Todas estas afirmaciones pueden tener algún fundamento. Sin embargo, esa soterrada guerra entre funcionarios, entre altos funcionarios para ser más precisos, y responsables políticos es, al menos en lo que a mi experiencia concierne, mucho menos dramática de lo que uno podría colegir de la lectura de algunos textos académicos. Quizá el hecho de que se haya hablado tanto sobre ello, ha influido para que la relación entre elegidos y funcionarios venga regida por la prudencia. Ni unos ni otros desean una guerra. Solo cuando las cosas no van bien, por ejemplo cuando una reforma no sale o irrita socialmente tanto como para hacerla insostenible desde el punto de vista político, las cosas se pueden tensionar. Es entonces cuando aparecen las explicaciones acusatorias: los grandes cuerpos, los altos funcionarios o los funcionarios a secas -docentes, policías, jueces- acabaron con una reforma con la que no estaban de acuerdo porque atacaba sus intereses corporativos, se dirá de un lado. Y del otro surgirán explicaciones que justifican el fracaso por la incompetencia, la ignorancia de los políticos, “no escucharon a los que sabemos” o, a lo peor, “los intereses políticos, siempre bastardos, dieron al traste con la reforma”.

Por ser fiel a mi planteamiento inicial ahora me gustaría echar la vista atrás y resumir ante ustedes algunas de las cosas que he aprendido sobre la relación entre los políticos y los funcionarios. Defenderé, sin pretender ser exhaustivo, ante ustedes seis afirmaciones:

1) El político necesita más al funcionario que al revés

Es así, por una razón evidente: las reformas políticas necesitan una Administración eficaz para desplegarse. De hecho, la Administración Pública puede dar al traste con las mejores intenciones políticas. Una buena política necesita una buena Administración. La necesidad de que las reformas diseñadas por las autoridades políticas lleguen a buen puerto siempre ha estado ahí; lo que sucede es que ahora, después de la crisis económica que hemos vivido, que ha sido mundial pero sobre todo europea, por ser más preciso europea del sur, esta necesidad, la de obtener buenos resultados, es mucho más acuciante. Volveré sobre esta idea al final. Y, justamente, la distancia entre los anuncios y las realizaciones efectivas, el responsable político la tiene que recorrer de la mano de los administradores públicos. No quisiera que de esta afirmación ninguno de ustedes concluyera que defiendo una suerte de fatalismo a la hora de hacer frente a los intereses corporativos que pueden verse afectados por una determinada reforma. De ninguna manera, esos intereses no se pueden ni ignorar ni temer. En resumen: la relación entre políticos y funcionarios es clave para unos y para otros. De ella depende, en buena medida, los resultados de la acción de los primeros pero también el éxito profesional de los segundos. Aunque esta relación no sea exactamente simétrica.

2) Prefiero la funcionarización de la política que la politización de la Administración.

Del equilibrio entre ambas tendencias, entre lo que podríamos llamar la legitimidad democrática y la especialización técnica, dependen muchas cosas, entre otras la forma de selección de los altos funcionarios y su estabilidad. Un político no puede asumir responsabilidades sin preparación. Eso de que un político si es bueno vale como decimos en España igual “para un roto que para un descosido”, siempre me ha parecido un dislate. Ahora bien, no tiene porqué saber más que sus altos funcionarios; es más, me atrevería a decir que debe saber menos que ellos. Les contaré una anécdota: llevaba ya algún tiempo trabajando en el Ministerio de Educación, cuando Margaret Thatcher vino a visitar al ministro Maravall. ¿Cuántos años lleva usted aquí?, le preguntó la primera ministra británica. Algo más de cuatro, le contestó José María. Pues ya va siendo hora de que piense en cambiar de ministerio, está usted a punto de saber más que sus funcionarios, le replicó ella.

Así que no me preocupa nada que lo que podríamos llamar esfera de control técnico invada el ámbito político, siempre y cuando quede un espacio razonable y suficiente para la discusión y la decisión gubernamental. No les puedo ocultar que esta idea se ha reforzado aún más por la aparición de nuevas generaciones de políticos que, desde perspectivas populistas fundamentalmente, quieren revisarlo todo. Que practican una suerte de adanismo político.

Se lo diré de otra forma: por mi formación científica, a la que he hecho referencia varias veces hoy aquí, tengo serias reticencias hacia los que dicen saberlo todo. En la política y en la Administración me he encontrado gente así. Les diré, no obstante: temo más al político que cree que lo sabe todo que al funcionario que piensa de la misma forma. Y una cosa más; la frase que más me asusta es esa que oyes con mucha frecuencia de labios de quién viene a pedirte algo: “eso que te pido está en tus manos, es una decisión política”. Quién haya tenido la responsabilidad de decidir la ubicación de escuelas, institutos o comisarías, sabe perfectamente a lo que me refiero. Y no les cuento cuando esa capacidad de decidir ubicaciones, no la tienes que utilizar para poner sino para quitar; porque no hay niños a los que enseñar o vecinos a los que proteger. Es en ese momento cuando se agradece tener mapas de necesidades bien elaborados, con criterios técnicos objetivos y, desde luego, funcionarios capaces de explicarlos y defenderlos.

3) La imparcialidad no está reñida con la flexibilidad

Aunque no lo dije en el apartado anterior, es evidente que una de las cosas que me atraen del comportamiento del funcionariado es que está sometido a reglas de actuación de carácter general, imparciales y previsibles. Este sometimiento es una garantía de igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos. Recuerden a Bobbio: “el gobierno de las leyes y no de los hombres”. Este principio general, sin embargo, debe ser de alguna forma matizado cuando de lo que se trata es de reformar sectores que afectan directamente a muchos ciudadanos, y que implican a muchos funcionarios, como a profesores, jueces o policías. El éxito de ese tipo de reformas depende en gran medida de la capacidad de sus diseñadores para mantener esos principios generales de actuación imparcial, y al tiempo dotarlos de la flexibilidad necesaria para que los funcionarios los puedan adaptar a la variedad de situaciones con las que se van a topar en su actividad profesional diaria. Sobre esta idea, clave en las reformas educativas modernas volveré más tarde.

4) La Administración emite señales y hay que saber escucharlas

Como sucede con el cuerpo humano la Administración suministra permanentemente información; solo hay que estar atento y saber interpretarla. Esta atención es clave en el momento de aplicación de reformas o cambios en los servicios públicos. Los funcionarios se convierten en terminaciones nerviosas, por seguir con el ejemplo biológico, que bien interpretadas, proporcionan un magnífico instrumento de medición de lo que realmente está pasando “allá abajo”. No solo aplican, testan. Pero hay más, los Cuerpos, con mayúscula, poseen alma. Se emocionan, sienten, tienen estados de ánimo, emiten señales, en fin, que también hay que saber interpretar. Por todo lo dicho aquí, es fácil comprender que hacerlo, interpretar bien los estados de ánimo corporativos, es una tarea esencial de los responsables políticos. Y eso me lleva al siguiente punto.

5) La Administración no se ocupa, se dirige

Las motivaciones que llevan a los políticos a intentar una suerte de ocupación de las Administraciones Públicas en sus niveles más altos pueden tener distintos orígenes. Desde los más espurios, colocar a correligionarios, hasta los más entendibles, contar con equipos cercanos política, incluso emocionalmente, para llevar a cabo sus compromisos electorales. El problema es que si esa “ocupación” no es mesurada y entendible por los funcionarios, la traducción inmediata, la más ponderada, es que quienes han llegado a dirigir la Administración no confían en los profesionales que trabajan en ella. Un desastre, porque, como es lógico, para contar con el concurso de los funcionarios hace falta, en primer lugar, que ellos sientan que vas a contar con ellos. Por eso entre un colaborador competente de “fuera” y uno de “dentro” siempre conviene elegir al de dentro.

6) Y, finalmente, cuando el auditor sale por la puerta, la corrupción entra por la ventana

En los últimos años los episodios de corrupción se repiten en España. No son nuevos, algunos vienen de muy atrás, pero se están conociendo ahora. Muchos desvelan un funcionamiento anómalo de las Administraciones Públicas, aunque las responsabilidades recaigan, fundamentalmente, sobre los responsables políticos. Las reacciones para combatir esa corrupción suelen venir de la mano del código penal, endurecimiento de penas, o del derecho administrativo, revisión de procedimientos e incompatibilidades. Durante muchos años los gestores públicos huyeron del derecho administrativo para buscar las normas, siempre más flexibles, por las que se rigen las instituciones privadas. En particular, la figura del interventor, que visa los gastos con carácter previo, fue repudiada; su trabajo era lento y lastraba la eficacia requerida por una Administración moderna, se argumentaba. Yo mismo, defendí en muchas instancias, sobre todo en las universitarias, la necesidad de pasar del control “ex ante” al control “ex post”. Pues bien, hoy defiendo los dos. Las nuevas tecnologías facilitan, además, que esos controles se hagan de forma rápida y eficaz, de manera que el control previo no sea un lastre para la eficacia de las actuaciones públicas. No me opongo a sancionar con dureza a quien corrompe o se corrompe, faltaría más; lo que sostengo es que una vez que la fechoría se produce y tenemos que recurrir al código penal, el coste político ya lo estamos pagando. Dicho de otra manera: hay que tratar de evitar el delito, hay que poner los mecanismos precisos para dificultar al máximo la actividad de aquellos vividores de la política que, desgraciadamente, existen y existirán en nuestras instituciones. Como decimos en mi país “más vale prevenir que curar”.

Paso al segundo apartado, el que se refiere a la creación de la España autonómica. La vigente Constitución Española se aprobó en 1978, en diciembre. Está a punto de cumplir 40 años, convirtiéndose en la más longeva de todas las que los españoles hemos tenido. 40 años que coinciden con los más largos de convivencia en paz y en democracia de la convulsa historia moderna de España. Esta magnífica longevidad se debe sin duda a que es la primera Constitución en España que no hicimos unos españoles contra otros; no, la hicimos por consenso entre las “dos Españas”, las que se enfrentaron cruelmente en nuestra guerra civil. Nuestra actual Constitución nos ha permitido acometer de un modo razonable la solución de los cinco grandes conflictos de nuestra historia constitucional: el de las relaciones entre el Rey y el Parlamento, entre la Iglesia y el Estado, entre las autoridades civiles y el aparato militar, entre el Estado y la sociedad civil y, en fin, entre el centro y la denominada periferia. Esos conflictos que han enfrentado durante muchos años a los españoles monárquicos con los republicanos, a los laicos contra los confesionales, a los conservadores contra los progresistas, a los autonomistas contra los centralistas.

De este último conflicto, el territorial, quiero hablar brevemente hoy aquí. Probablemente, uno de los elementos más novedosos de nuestra Constitución es la definición de lo que se conoce como Estado de las Autonomías. Con ese modelo de Estado se trataba de dar solución al problema histórico territorial al que me acabo de referir. No era posible construir la arquitectura democrática de España sin atender la demanda del autogobierno que exigían las nacionalidades que ya conquistaron la autonomía en el período republicano -Cataluña, Euskadi y Galicia-, y sin contemplar un modelo territorial que pudiera ofrecer una descentralización política semejante al resto de los territorios. Algunos de ellos también habían iniciado un proceso hacia la autonomía en aquel período, y manifestaban iguales o parecidos deseos de autogobierno, con sus propias motivaciones políticas, económicas o identitarias. Dicho en otras palabras y de forma más breve, al ser el régimen de Franco dictatorial y centralista es fácil imaginar que su sustitución natural debía ser democrática y descentralizadora.

La Constitución Española solo apuntaba, no podía hacer otra cosa, algunas de las características de este nuevo Estado Autonómico. Su desarrollo, especialmente en los Estatutos de Autonomía de cada una de las Comunidades, ha permitido configurar un Estado que hoy tiene estas tres características:

1) Se trata de un Estado políticamente descentralizado; una especie singular dentro de los llamados Estados compuestos o federales.

2) Esta descentralización, que afecta fundamentalmente al poder legislativo y al ejecutivo, y algo menos al judicial, es de las más altas del mundo. Mucho mayor incluso que la de países que se definen a sí mismos como federales.

3) La descentralización es general y simétrica, aunque existen los llamados hechos diferenciales que varían de una comunidad a otra.

En cuarenta años hemos creado 17 Comunidades Autónomas, con su institucionalidad completa -gobiernos, parlamentos, funcionarios-, lo que ha supuesto, entre otras cosas la transferencia a esas Comunidades de cientos de miles de funcionarios, pertenecientes a los denominados cuerpos generales, sobre todo de los cuerpos docentes y sanitarios. Funcionarios que han pasado a depender orgánica y funcionalmente de las nuevas instituciones autonómicas.

Es evidente que después de cuarenta años el Estado autonómico tiene que ser revisado, pero no para retroceder, sino para completarlo, para dotarlo de los elementos federales que en su momento no fuimos capaces de incluir en la Constitución. Ese proceso de profundización es el que, a mi juicio, deberíamos aprovechar para resolver las tensiones que, entre Cataluña y el resto de España, se manifiestan en estos días. Pero que nadie lo dude: por primera vez en nuestra historia los españoles nos hemos reconocido como somos de verdad, ciudadanos de un mismo Estado con iguales derechos y obligaciones, pero también diferentes. Sin el Estado de las Autonomías hay Comunidades que no habrían alcanzado jamás el nivel de desarrollo que tienen ahora; Comunidades históricamente maltratadas por el centralismo.

Durante este proceso en general, los funcionarios han tenido un comportamiento ejemplar. Sé de lo que hablo porque estuve implicado en las primeras transferencias importantes que se hicieron: las de las universidades. Es verdad que ha habido a quienes no les ha gustado pasar de depender del Estado a hacerlo de una Comunidad Autónoma. Pero han pasado. Es cierto que los grandes cuerpos de la Administración del Estado han defendido sus competencias a veces con uñas y dientes, aunque, por decirlo todo, los nuevos cuerpos autonómicos no han defendido las suyas con menor ferocidad.

Cuando escribía estas líneas me puse a pensar: ¿Qué le aconsejaría yo a alguien que estuviera pensando en desarrollar un proceso de descentralización de este tipo? Pues le diría cinco cosas:

1) Ha merecido la pena.

La primera y más importante: ha sido un proceso largo y difícil, que como ya he apuntado, necesita ajustes, en ningún caso para recentralizar, pero que, como también he mencionado, ha merecido la pena: hoy los españoles disponen de unas Administraciones Públicas cercanas y, por tanto, más atentas a la resolución de sus problemas. Algo especialmente importante en servicios públicos esenciales como son la sanidad o la educación.

2) En España hay un dicho que reza, Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita

Ese principio ha estado muy presente en todo el proceso de construcción del Estado Autonómico en España, un proceso que ha fluido en una sola dirección: del Estado a las Comunidades Autónomas. Creo hay que huir de él. Es decir, creo que es razonable que lo que el Estado ceda hoy a una Comunidad lo pueda recuperar si es que esa recentralización es buena para la vida de los ciudadanos, que de eso se trata al fin y al cabo: de servir mejor a los ciudadanos. Por volver a la química: la descentralización no puede ser un proceso irreversible. Les pondré un ejemplo fácil de entender: las competencias de medio ambiente.

3) Que no confundan descentralizar con centrifugar

En un proceso de descentralización, el Estado siempre se tiene que reservar las competencias necesarias para garantizar la cohesión social. De lo contrario, lo que se estaría haciendo no sería descentralizar, sino centrifugar drásticamente el poder político, y ese es el principio de la ruptura territorial.

4) Evitar la reproducción recentralizadora.

Que traten de evitar que en el proceso de descentralización aparezcan nuevas instancias centralizadoras. Una de las críticas fundadas que se hacen a la creación del Estado Autonómico es que el proceso ha conducido a la aparición de 17 Administraciones clónicas con la del Estado. Desde el punto de vista funcional es una exageración; pero desde el punto de vista de la cultura administrativa tiene mucho de cierto. Y en esa cultura administrativa está instalada una mentalidad centralista que se puede ver reproducida en las actuaciones de alguna de nuestras actuales capitales autonómicas.

5) La España Autonómica es España

Y, last but not least, durante todo el proceso de descentralización, que ya dura casi cuarenta años, ha habido una legitimación muy relevante de la nueva realidad autonómica. Quizá deberíamos haber estado más atentos a fortalecer lo común, el Estado democrático que se define en nuestra Constitución, a mantener con la misma intensidad la legitimación del Estado español. Después de todo, la España Autonómica es España.

Todo lo que hasta ahora he comentado tiene una relación muy estrecha con mi participación en las reformas educativas que acometió el Gobierno de Felipe González, con el objetivo de superar los rasgos de la desgraciada historia educativa en España: una sistemática inhibición del Estado en favor de la enseñanza privada, la escasez de puestos escolares, la ideologización extrema de la enseñanza, y la ausencia de políticas a favor de la igualdad de oportunidades.

Es el tercer apartado del que quería hablarles hoy, de las reformas educativas. Disponíamos para hacer estas reformas de un marco: el auténtico pacto escolar alcanzado durante el debate constitucional, que acabó recogiéndose fundamentalmente en su artículo 27. Quizá no sea ocioso resumir en este momento el contenido esencial de este pacto escolar: el derecho de todos a la educación, que en sus niveles básicos debía ser obligatoria y gratuita; el derecho a la creación de centros docentes privados; la ayuda o el sostenimiento por parte de los poderes públicos de aquellos centros privados que cumplan ciertos requisitos; el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus convicciones, y, en materia de educación superior, la autonomía de las universidades.

A desarrollar este marco constitucional dedicamos, además de ingentes recursos materiales, tres leyes importantes: la Ley de Reforma Universitaria (LRU), la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE), y la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE). La primera, una reforma en profundidad de la universidad española, fue durante más de treinta años el marco normativo que ha permitido, entre otras cosas, el mayor crecimiento de la enseñanza superior en España de nuestra historia.

La LODE, sigue en sus aspectos esenciales en vigor. Es una ley que, como su nombre indica, establece la forma en la que el Estado garantiza el derecho a la educación de los españoles, aprovechando una red de centros sostenidos con fondos públicos, integrada por centros de titularidad pública y otros de titularidad privada, con conciertos económicos para asegurar la gratuidad de la enseñanza básica a aquellos alumnos cuyos padres los elijan.

Finalmente, la LOGSE, cuyos objetivos principales eran: extender la educación obligatoria y gratuita de los 14 a los 16 años, crear la etapa de educación infantil, entre los 0 y los seis años, reformar la Formación Profesional y los cuerpos de profesores, y adaptar los currículos escolares a la nueva distribución competencial nacida de la España de las Autonomías, en la que la enseñanza se define como una responsabilidad de las Comunidades. Una responsabilidad compartida con el Estado, dada la existencia de títulos con validez en todo el territorio nacional.

En paralelo con la elaboración y puesta en marcha de estas tres leyes, y como desarrollo también de la Constitución, se transfirieron a las Comunidades Autónomas las universidades, los centros educativos de titularidad estatal, profesores, inspectores y administrativos…

Hasta aquí mis experiencias. Permítanme ahora que, como hice cuando les hablé del desarrollo del Estado autonómico, deje sobre la mesa algunas de las conclusiones a las que he llegado fruto de mi participación en los procesos de reforma que someramente acabo de describir:

1) Los cambios educativos son muy lentos

Son como los paisajes que se conforman en períodos de tiempo larguísimos, tiempos geológicos. Entre otras cosas porque el mejor parámetro para la predicción del fracaso escolar -expresión horrible donde las haya, nadie fracasa a los trece o catorce años- es el origen social de los alumnos. Por eso, aunque no solo por eso, se necesitan grandes acuerdos políticos y sociales. Y también por eso, es bueno no levantar expectativas que rara vez se ven cumplidas en el mandato normal de un determinado gobierno. Los sistemas educativos deben estar bien diseñados, sus parámetros generales bien definidos. Son diseños y parámetros que deben perdurar en el tiempo, que no deben “manosearse”. La educación agradece mucho más las pequeñas reformas, la ingeniería educativa fragmentaria, por emplear el término popperiano, que los grandes cambios.

2) El BOE (Boletín Oficial del Estado) no cambia lo que sucede en el aula.

O mejor, no cambia por sí solo, lo que sucede en el aula. Una vez más se trata de enfriar las expectativas: si te limitas a escribir leyes y decretos, poco vas a cambiar. El derecho administrativo llega hasta donde llega. Ya apunté hace un rato que las reformas necesitan a los funcionarios. En el caso de la educación esa colaboración es fundamental. Porque lo que pasa en el aula, en el que se desarrollan los procesos de enseñanza/aprendizaje, depende de quienes están allí: del profesor y del alumno. Y a los alumnos los motiva antes que nada su profesor. No se puede llevar adelante una reforma educativa si no se cuenta con la participación de los profesores. Y esta depende de muchas cosas. Desde luego de sus condiciones laborales, pero sobre todo de las condiciones educativas: su margen de autonomía, el número de alumnos que tiene que atender, los apoyos de los que dispone.

3) Educar cada día es más difícil

No hay expresión que me irrite más que esa de “los alumnos de hoy saben menos que nosotros”. Tengo un amigo, catedrático de Historia de la Educación que se la atribuye a Platón. Platón fue, según mi amigo, el primer profesor que se puso delante de sus alumnos y les espetó eso de “ustedes no saben nada”; no como yo, añadió, que a su edad ya había pasado varias reválidas. Desde entonces millones de profesores se lo han repetido a sus alumnos; aunque repudie a la inteligencia, porque si eso fuera cierto no habríamos salido de la rueda. Lo que sí es cierto es que educar es cada vez más difícil. La sociedad es consciente del papel que la educación de los jóvenes va a jugar en la vida de cada uno de ellos y más allá, en el conjunto de la propia sociedad, y quiere que los alumnos estén cada vez más tiempo en la escuela. Unos jóvenes que son más autónomos, también para rechazar la enseñanza formal, lo que complica extraordinariamente la enseñanza secundaria obligatoria. Jóvenes que, por otra parte, son nativos digitales, lo que los coloca en una situación de superioridad en relación con sus profesores, en el dominio de un lenguaje, el digital, imprescindible en la enseñanza actual. Sí, educar es cada vez más difícil, y los profesores necesitan cada vez más apoyo. Y en la sociedad del conocimiento educar es cada día más necesario. Como lo es fortalecer la igualdad de oportunidades; garantizar que cada joven llegue tan lejos en el sistema educativo como le permitan su capacidad y sus intereses.

4) La calidad del sistema educativo la establece la calidad de su profesorado

He hablado en varios momentos del profesorado, si lo vuelvo a hacer es para remarcar su importancia y para hacer énfasis en algo a lo que no se suele prestar mucha atención: su formación inicial. Muchas veces he repetido que a los que trabajamos en la LOGSE, quizá por nuestra extracción profesional, mayoritariamente profesores universitarios, nos faltó arrojo para hacer una revisión en profundidad de la formación inicial de nuestros docentes, no tanto de los maestros cuanto de los profesores de secundaria. Los países con sistemas educativos reputados, por ejemplo Finlandia, suelen tener sistemas de formación inicial y permanente muy bien diseñados, muy experimentados, lo que además le da a la profesión de docente un merecido prestigio.

5) Una palabra clave: autonomía.

Si hay algún sector de la Administración Pública que agradece la descentralización, ese es el sector educativo. Una descentralización que debe llegar, en forma de autonomía, hasta los centros y hasta las mismísimas aulas. Los centros educativos deben tener una amplia autonomía para adaptar los planes de estudio a las necesidades de su alumnado. Y los profesores deben disponer también de autonomía, para que esa adecuación llegue a cada alumno. Se llama educación personalizada, y es la clave para luchar contra el abandono escolar temprano.

6) La escuela ha perdido el monopolio de la educación

Hace ya tiempo que el sistema educativo ha perdido el monopolio de la adquisición de conocimientos. Muchas son las fuentes de información a las que tienen acceso los niños, Internet, las redes sociales, los medios de comunicación, cada vez más interactivos, etc. Pero nadie puede reemplazar a la escuela en cometidos tales como proporcionar la capacidad de abstracción, asegurar el dominio de los lenguajes que permiten comunicarse, estructurar el pensamiento y conformar un juicio autónomo. Su función es aún más decisiva que nunca para ejercitar los valores que ordenan la vida colectiva, para alcanzar la madurez social; para poner en valor actual la ética del esfuerzo, de la cooperación y de la responsabilidad. En resumen: el papel de la escuela, lejos de disminuir, cada día es más relevante. A la escuela le corresponde reordenar la gran cantidad de información a la que acceden los alumnos, darle un sentido crítico y orientarla a un fin moral.

Dedicaré los últimos minutos de esta conferencia a hablar de mi experiencia como ministro del Interior, el cuarto apartado, que lo fui desde marzo del año 2006 hasta julio de 2011. Más de cinco años apasionantes, duros, durísimos, y sobre todo absorbentes, durante los cuales solo tuve un objetivo: que España fuera, día a día, un país más seguro frente a todas las amenazas a las que, como todas las sociedades desarrolladas y avanzadas, debíamos hacer frente:

Más seguros frente al terrorismo y la criminalidad organizada.

- Más seguros en nuestras calles, en nuestros pueblos, en nuestras ciudades y en nuestros hogares.

- Más seguros al circular por nuestras carreteras.

- Más protegidos frente a los riesgos inherentes al medio en el que los ciudadanos se desenvuelven; riesgos que puedan provenir de catástrofes o desastres naturales, climáticos, industriales, nucleares, etc.

Del Ministerio del Interior dependen en España más de ciento cincuenta mil funcionarios, pertenecientes a los dos cuerpos estatales de seguridad, Policía y Guardia Civil, y el Cuerpo de Funcionarios de Prisiones. No son los únicos policías que existen en España. Hay tres policías integrales en Cataluña, País Vasco y Navarra, y muchas policías locales en los ayuntamientos de tamaño mediano y grande. Como sucede en muchos países del mundo, yo diría que en la mayoría, la coordinación de esa multiplicidad de cuerpos de seguridad es una tarea prioritaria de las autoridades estatales. No es fácil por razones de todo tipo, en las que no voy a entrar aquí en este momento. No lo es ni siquiera en el ámbito del propio Ministerio del Interior, con dos grandes cuerpos como acabo de exponer, Policía Nacional y Guardia Civil que aunque tiene sus competencias delimitadas, esencialmente de forma territorial, en la práctica “compiten”, entiéndase la palabra de forma positiva, en muchos campos de la tarea diaria. Hace mucho que la mayoría de los delitos más relevantes se han globalizado. El debate sobre la fusión de los dos cuerpos es recurrente en mi país. Yo nunca he sido partidario de esa integración, entre otras muchas razones porque son muy distintos entre sí: uno, la Policía, desde hace décadas es un cuerpo civil, mientras que la Guardia Civil siempre ha tenido carácter militar. Dos culturas corporativas inmiscibles.

Pensé hablar de mi experiencia en seguridad ciudadana, en la lucha contra el crimen organizado o contra el terrorismo nacional e internacional. Al final, sin embargo, he optado por hacerlo en un campo ajeno a lo que podríamos llamar núcleo duro de la seguridad, he decidido hablar de seguridad vial. La razón es triple: fue una política que desarrollamos con un éxito reseñable durante mis años de ministro; la experiencia es fácilmente extrapolable, cosa que no se puede decir de forma tajante del resto de las políticas que corresponden a un Ministerio como el de Interior y que mencionaba antes. Y, finalmente, es un buen ejemplo de una política pública desarrollada por las Administraciones, en este caso básicamente del Estado aunque no solo, y sus funcionarios. Una política pública: el punto de intersección entre la política y la Administración Pública.

En el año 2003, último del gobierno de José María Aznar murieron en las carreteras españolas un total de 5.399 personas (víctimas mortales en las 24 horas siguientes al accidente). En el año 2011, cuando nos fuimos del gobierno, la cifra había bajado a 2.060. Son 3.399 víctimas mortales menos. Para ver la importancia de esas cifras permítanme traer a colación otra: la del número de asesinatos que hubo en España, por ejemplo en el año 2011: 385. Diez veces menos. Se podría hacer otro cálculo, aún más ilustrativo: lo que habría pasado en España si no hubiéramos hecho nada, es decir, si se hubieran mantenido los accidentes de 2003… la cifra que sale es escalofriante.

Les enunciaré, a continuación rápidamente, el porqué de este éxito. Aunque añado que cuesta hablar de éxito cuando en el año 2011 fallecieron más de 2.000 personas en las carreteras españolas. Las razones son las siguientes (el orden no marca su importancia):

1) El Gobierno al máximo nivel, su presidente, convirtió la seguridad vial, en un objetivo político prioritario. La prioridad pasó a ser una Política de Estado, con mayúsculas, cuando se alcanzó un consenso completo en el Parlamento. Como ministro del Interior asumí esa prioridad: presentaba los datos semestralmente, comparecía con regularidad en el Parlamento, mantenía reuniones frecuentes, no me lo quitaba de la boca en mis entrevistas…

2) Ese carácter prioritario tuvo su reflejo en la movilización de recursos: se aumentaron las plantillas de Guardia Civil de Tráfico, se multiplicaron los medios, por ejemplo los radares, se automatizaron los procesos sancionadores, se desarrollaron operaciones, digamos especiales (velocidad, alcohol, cinturón). En resumen: reforzamos el principio de autoridad.

3) Se implicó al Poder Judicial mediante las oportunas modificaciones del Código Penal, la formación de jueces y fiscales y la creación de una fiscalía especial para la seguridad vial.

4) Se contó con los sectores afectados, con todos. A través de la creación de un Consejo Específico, pero sobre todo de reuniones, actos públicos, muchos, con las asociaciones de conductores, con las mutuas de seguro, con los fabricantes de automóviles y, sobre todo, con las asociaciones de víctimas.

5) Se trabajó con los medios de comunicación, públicos y privados. Publicidad, pero no solo. Debates, programas específicos, entrevistas…

6) Se llevó la lucha contra la inseguridad vial al sistema educativo, creando módulos específicos para la educación obligatoria, colaborando con las universidades en programas de investigación, reforzando la formación de los nuevos conductores.

7) Se aprobaron planes estratégicos para el Estado, planes específicos para las Comunidades y Ayuntamientos, planes de empresa para estimular la seguridad vial en los traslados de sus trabajadores, etc. El Estado cumplió su papel de impulsar una política de interés general.

8) Y se puso en marcha el carnet por puntos. La aplicación de esta medida permite disuadir al infractor reincidente que ve cómo se agotan sus puntos, valorar las infracciones como pérdida del crédito concedido por su incidencia social, favorecer la formación vial mediante la realización de los cursos para la recuperación parcial y total de puntos, responsabilizar al conductor por sus actuaciones y fomentar la cultura de la seguridad vial.

Me gustaría resaltar aquí que la fórmula del carnet por puntos no es original. De hecho, varios países de Europa la habían puesto en marcha antes que nosotros. Es decir, la copiamos. Eso sí, corregimos lo que en otros países había funcionado mal. Se habla mucho sobre la dificultad de transponer las reformas de un país a otro. No se puede hacer automáticamente, es preciso adaptarlas, pero qué duda cabe que examinar lo que han hecho otros y si ha dado buenos resultados importarlo, es lo más inteligente que se puede hacer. En Italia he oído hablar alguna vez de la “innovación imitativa”.

El resultado cualitativo de todas estas políticas es sencillo: los conductores españoles se responsabilizaron de su seguridad. Y los accidentes bajaron, año a año.

Quisiera, ahora sí, acabar con una reflexión que en parte ya está apuntada. Al menos en mi país la política no pasa por sus mejores momentos. No es únicamente el resultado de la Gran Recesión que empezó en 2008 -hay algunas cosas que se venían haciendo mal desde hacía tiempo- pero el caso es que muchos ciudadanos dudan de sus políticos, incluso de la propia democracia. Aquí y allá aparecen rasgos “iliberales” en democracias asentadas, hipernacionalismo, xenofobia, proteccionismo… La democracia representativa se enfrenta en solitario a la reválida cotidiana de sus resultados. Desaparecido el comunismo tras la caída del Muro de Berlín en 1989, ya no le vale con ser el menos malo de los sistemas conocidos, hace falta que sea capaz de resolver los problemas de los ciudadanos. Es ahí donde aparece la virtualidad de la cooperación entre política y funcionarios, entre la política y las Administraciones Públicas. Porque de esa cooperación ganan, como he tratado de apuntar, unos, los políticos, y los otros, los servidores públicos. Y con ellos los ciudadanos y la democracia liberal. Y una cosa más que no debo dejar de decir, que también forma parte de mi experiencia: al final, no lo olvidemos, la política es lo que permite resolver los problemas de quienes no tienen la posibilidad de resolverlos por sí mismos. Eso es lo que la convierte en imprescindible.