Revista del CLAD Reforma y Democracia
1315-2378
Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo
Venezuela
https://doi.org/

Recibido: 14 de febrero de 2018; : 20 de abril de 2018; Aceptado: 20 de abril de 2020

Gobernanza metropolitana en México: instituciones e instrumentos

A. Díaz Aldret,

Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Guadalajara, México. Profesora Investigadora de la División de Administración Pública del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) y miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel II del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). Cuenta con más de 20 años de experiencia como Profesora Investigadora en instituciones como la Universidad Autónoma de Querétaro y el Centro de Investigación y Docencia Económicas. Tiene numerosas publicaciones en temas como democratización, participación ciudadana y desarrollo metropolitano. Ha participado en diversos proyectos de investigación y consultoría para instituciones como ONU-Hábitat, PNUD, Secretaría de Desarrollo Social, Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) e Instituto Mexicano de la Juventud, entre otros. Se ha desempeñado como Coordinadora del Programa Internacional de Líderes de Alto Nivel en México (CIDE - Universidad de Yale) y como Directora del Premio Nacional “Innovación Tecnológica para la Inclusión Social” (INNOVATIS). Actualmente se desempeña como Coordinadora Académica del Consorcio Centro Interdisciplinario de Estudios Metropolitanos (CentroMet). Centro de Investigación y Docencia Económicas México

Resumen

Palabras clave

Gobernanza, Relaciones Intergubernamentales, Capacidad Gerencial, Administración Metropolitana, Gobierno Metropolitano, Zona Metropolitana, México.

Abstract

Metropolization is a global trend that results from a scale adjustment process in the context of globalization. The fragmentation inherent to metropolis always raises problems for intergovernmental coordination. This paper analyzes the existing institutional structures at the macro level in Mexico and from them the type of intergovernmental relations and the capacity for coordinating policies and sharing resources for metropolitan planning and management. The argument is that the unusual magnitude of transformations that Mexican cities have experienced have not been problematized from a metropolitan governance perspective but until very recently. Thus, the reforms undertaken since 1976 have come slowly from deep-rooted thinking logics that allows few spaces for innovation and always insufficiently, especially from the perspective of the instruments to seek a greater and more effective coordination of planning and implementation of metropolitan policies. One conclusion is that although the new General Law on Human Settlements, Urban Planning and Urban Development enacted in November 2016 represents a step forward towards metropolitan integration it will not unleash intergovernmental collaboration on its own. Better designed instruments are to be developed in order to produce the necessary incentives to achieve the agreements that constitute the cement of the collaboration envisioned by the law itself. The article ends with a proposal for a research agenda on these issues.

Keywords

Governance, Intergovernmental Relations, Managerial Capacity, Metropolitan Administration, Metropolitan Government, Metropolitan Area, Mexico.

Introducción

La metropolización es una tendencia global. Existe consenso en que la lógica espacial de la economía basada en el conocimiento explica en buena medida la propensión a que las grandes ciudades dominen de manera creciente el escenario mundial y a que se continúen expandiendo físicamente. De acuerdo con este razonamiento, el fenómeno de la metropolización sería el reflejo de un “proceso de ajuste de escala” de la organización político-administrativa, en tanto los Estados nacionales han dejado de ser los grandes protagonistas del desarrollo (Brenner, 2004; Cole y Payre, 2016).

Es cierto que hoy la riqueza se produce en las conexiones y flujos entre metrópolis, sin embargo, a los efectos de la globalización se suma el cúmulo de cambios estructurales y sociales que se viven al interior de las propias ciudades (Castells, 2002; Sassen, 2001). Así, en las regiones metropolitanas se generan sinergias para la creación de valor y de conocimiento, la competitividad y la innovación. Pero también se producen degradación ambiental y nuevas formas de exclusión y de segregación espacial y social. En cualquier caso, el hecho de que hoy la competitividad de los países se resuelva a escala metropolitana implica necesariamente un reto para repensar las políticas públicas y los modelos de gobernanza. Exige, asimismo, modificar las agendas urbanas, la naturaleza de las relaciones intergubernamentales, avanzar hacia una perspectiva más integral y reformular la importancia que se concede a los actores urbanos. En principio, todo ello estaría obligando a desarrollar reformas que deben incluir componentes técnicos -por ejemplo para resolver el problema de una prestación de servicios más eficaz- pero también atender consideraciones políticas, porque el fenómeno metropolitano siempre genera resistencias. De hecho, si se sigue el argumento de que la metropolización consiste en un proceso de cambio de escala hay que aceptar que incumbe a todos los niveles de gobierno (nacional, regional y local) y que implica necesariamente ganadores y perdedores (Cole y Payre, 2016: 5). De cara a este escenario, cabe interrogarse por la manera en la que los gobiernos de América Latina se están ajustando a nivel administrativo y político para adaptarse a esta nueva realidad de las ciudades y, de manera más específica, de las regiones metropolitanas.

México se enfrenta a estos retos de una manera amplificada. Entre 1980 y 2010, la población urbana creció 1,7 veces (Sobrino, 2011), mientras que en conjunto la superficie urbana se expandió en cinco veces su tamaño (SEDESOL, 2012). El problema del crecimiento fragmentado y difuso de las ciudades se refleja en datos como el siguiente: según el censo de 2010 hay un total de 4.998.000 viviendas abandonadas, de las cuales 4.579.000 (equivalentes al 91,6% del total) se encuentran en zonas urbanas (BBVA Research, 2011). Esto significa que buena parte de esas viviendas se construyeron lejos de los centros de trabajo y de infraestructuras urbanas como hospitales y escuelas, amén que muchas veces los fraccionamientos o unidades habitacionales carecen de los servicios urbanos más apremiantes (recolección de residuos, drenaje, transporte). ¿Cómo pudieron obtener permisos para instalarse? Sin lugar a dudas, el desarrollo urbano y la planificación territorial en México no son áreas de política en las que se aprecie una coordinación adecuada ni vertical ni horizontal. De hecho, si las tendencias no cambian pronto, problemas como la movilidad, la contaminación, la inseguridad pública o el suministro de agua serán cada vez menos manejables.

Ante este cuadro cabe preguntarse, ¿por qué ha sido tan difícil encontrar formas institucionales y organizativas que sean capaces de generar incentivos para planificar integralmente y para implementar políticas coordinadas?, ¿qué explica estas tendencias? La respuesta más común a estas preguntas es de carácter político. La transición en México se concentró en la democracia electoral. El diseño institucional ha favorecido las carreras políticas de alcaldes y gobernadores y no la planificación del territorio y del desarrollo urbano con una perspectiva de mediano y largo plazo. Por mucho tiempo se culpó a la imposibilidad de reelección inmediata de los alcaldes de esta falla, sin embargo, después de la reforma política llevada a cabo en 2013, esa reelección será posible hasta por un periodo. La reforma entrará en vigor a partir de las elecciones de 2018[1]. Aún queda por ver la medida en que la posibilidad de ampliar a seis años las administraciones locales genere incentivos reales para una mayor disciplina urbana.

La tesis planteada es que los incentivos políticos desempeñan un papel importante, pero no son los únicos determinantes de la falta de cooperación entre las autoridades cuyas competencias se solapan en una región metropolitana. El asunto tiene otras aristas, una de ellas es que la gobernanza metropolitana no entró en la agenda sino hasta muy recientemente. Sencillamente no se la reconocía como un problema de política pública. La necesidad de que los municipios que formaban parte de una aglomeración urbana se coordinaran fue reconocida recién en la década de los noventa, de manera muy gradual, enmarcada como un problema físico de conurbación y con una escasa instrumentación.

En este documento se presenta una parte de los resultados de un proyecto de investigación más amplio que analiza el problema metropolitano en México. De acuerdo con la Secretaría de Desarrollo Social (SEDESOL), el Consejo Nacional de Población (CONAPO) y el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI)[2], México tiene 74 zonas metropolitanas en las que reside aproximadamente un 60% de la población. No obstante, no existen ni estructuras de gobierno a nivel metropolitano ni agencias creadas expresamente para impulsar la coordinación metropolitana salvo en dos casos: el Área Metropolitana de Guadalajara (AMG) en donde a partir de 2014 se ha venido institucionalizando tanto en su estatuto orgánico como en su funcionamiento una instancia para la coordinación metropolitana, el Instituto Metropolitano de Planeación (IMEPLAN)[3], y el caso de Puebla donde desde el gobierno del estado se aprobó en diciembre de 2017 la creación de un Instituto Metropolitano de Planeación que aún no entra en operación. Puesto que en las zonas metropolitanas convergen las facultades de los tres niveles de gobierno, el fenómeno resulta un buen laboratorio para entender el marco institucional y las capacidades de reforma y cambio en el campo de las políticas urbanas en este país.

Hasta ahora las evidencias sugieren que persisten escasas capacidades para generar políticas públicas eficientes en el área de planeación territorial[4]. Esto debilita aún más la posibilidad de promover una gobernanza metropolitana que conduzca a una expansión controlada de la superficie urbana y a una distribución más equitativa de cargas y beneficios con el fin de procurar un desarrollo urbano sostenible.

Una consecuencia de la evidente fragilidad en los tres niveles de gobierno para enfrentar el tema del desarrollo urbano es que este ha quedado fundamentalmente en manos de las fuerzas del mercado. Otra es que, en los últimos años, se ha vivido un ciclo negativo en materia de desarrollo de capacidades que deja poco equipados a los gobiernos locales para enfrentar estrategias efectivas para la coordinación metropolitana. Además, por lo general los intentos por establecer estructuras para la colaboración intergubernamental con una perspectiva metropolitana han fracasado o han resultado insuficientes. Todo ello ha abierto un espacio para que organismos internacionales como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo u ONU-HABITAT introduzcan ciertos temas y modelos de políticas para ser transferidos a la realidad mexicana.

Ante la necesidad de enfrentar los retos de la metropolización en enero de 2013 se creó la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (SEDATU). Después de treinta años de estar prácticamente ausente de la planificación territorial, la respuesta del gobierno federal al debate metropolitano fue una reforma a nivel institucional y organizacional. En los últimos años, importantes grupos de expertos (think tanks) han estado llamando la atención sobre el tema, en buena medida porque los problemas derivados de la indisciplina urbana empezaban a afectar los índices de competitividad de algunas ciudades. En noviembre de 2015 se promulgó una nueva Ley General de Asentamientos Humanos, Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbano. En su apartado VI, esta nueva ley incluye un capítulo completo sobre “gobernanza metropolitana”. Se entiende que a partir de la reforma se pretende adaptar las instituciones a las transformaciones económicas y demográficas de la metropolización.

El propósito de este trabajo es abordar las relaciones interinstitucionales analizando hasta qué grado los cambios que se han producido recientemente son capaces de promover la colaboración y la coordinación a escala metropolitana en México y, con base en ello, proponer una agenda de investigación que pueda permitir avanzar en tal sentido.

Con tal propósito, el artículo contiene una primera sección de índole teórica. Luego, realiza un análisis de la evolución institucional en materia de coordinación metropolitana en México. A continuación, desarrolla un abordaje más detallado del principal instrumento para fomentar la coordinación. Le sigue una sección acerca del impacto del federalismo sobre las relaciones intergubernamentales. Finaliza con algunas conclusiones y una propuesta de agenda de investigación.

1. El problema metropolitano y las vías para enfrentarlo

Ya sea por el territorio, las competencias, el tipo de financiación o de representación (Tomàs, 2015), la fragmentación es inherente al fenómeno metropolitano y, por lo tanto, siempre plantea problemas para la coordinación intergubernamental. En el mundo occidental se ha respondido a este reto de diversas maneras. Durante las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta del siglo pasado se optó preferentemente por la creación de agencias e instancias de gobierno a nivel metropolitano, bajo el supuesto de que el sistema de autoridad debía coincidir idealmente con el área metropolitana y con el interés común. Sin embargo, pocos de esos intentos de creación de instancias o de gobiernos metropolitanos “desde arriba” resultaron exitosos y en su mayoría fueron difíciles de implementar o sufrieron el boicot de los gobiernos locales afectados (Lefèvre, 2005). Gran parte de esas autoridades metropolitanas padecieron un déficit de representatividad y de respuesta democrática al no corresponderse con las demarcaciones electorales ni con las identidades locales.

Más adelante emergió una segunda generación de arreglos institucionales para promover la cooperación y para coordinar la construcción de infraestructuras y la prestación de servicios. Dichos arreglos adoptaron formatos con distintos grados de regulación que iban desde modalidades de coordinación “suave” e informal entre alcaldes hasta acuerdos/contratos interjurisdiccionales, pasando por estrategias de amalgamamiento de municipalidades pequeñas como sucedió en Francia (Gingembre, 2015).

Desde otra realidad, en los Estados Unidos se optó por la descentralización y la promoción de la competencia entre gobiernos locales, dejando en ellos la responsabilidad de la adopción de sus propias combinaciones de impuestos y servicios. Esto dio lugar a escenarios de alta polarización espacial y social/racial. Así, apartarse de la idea de conformar gobiernos metropolitanos llevó a la definición de áreas de servicios que debían atenderse a un nivel supralocal (como las vías de comunicación y autopistas principalmente) y al desarrollo de fórmulas organizativas para que la planeación de esos servicios públicos se realizara a una escala metropolitana, dejando el resto de las funciones a los gobiernos locales (Briffault, 1996).

A diferencia de tales enfoques, en la actualidad la gobernanza metropolitana se aborda básicamente como un problema de coordinación de políticas más que de creación ex profeso de gobiernos/agencias o de búsqueda de una escala adecuada de las unidades administrativas para la gestión de los servicios públicos (Sager, 2005 y 2006). Desde esta perspectiva centrada en políticas públicas y procesos colaborativos, el problema metropolitano no se reduce a la provisión eficiente de servicios[5]. Para incrementar las condiciones de competitividad y de equidad, también es preciso controlar el crecimiento fragmentado de la mancha urbana y la degradación ambiental y procurar la integración social.

Gobernanza es un concepto paraguas. Se ha aplicado de tantas formas diversas que es difícil que adquiera un significado único o bien acotado. Sin embargo, continúa siendo importante porque da cuenta de la manera en la que se orientan las decisiones institucionales respecto a la asignación de recursos, el rol y las responsabilidades de los actores, las actividades operativas y los objetivos de las propias instituciones (Miller-Stevens …[et al], 2016: 151). Todo esto resulta especialmente significativo en el caso de las metrópolis debido a que, al superar los límites jurisdiccionales y administrativos de las localidades o municipios que las componen, no existe un solo actor que posea el poder para obligar a los otros a cooperar que sea el único responsable de la acción coordinada o que cuente con todos los recursos para responder de manera integrada a los problemas y servicios (Briffault, 1996). La realidad multi-jurisdiccional de las áreas metropolitanas implica una alta fragmentación, una profunda interdependencia y una inevitable disminución de la capacidad burocrática al interior del territorio. En este sentido, Tomàs (2015) plantea la existencia de cuatro modelos de gobernanza metropolitana de acuerdo a su grado de institucionalidad. Por un lado, están los gobiernos metropolitanos, es decir, aquellos creados explícitamente para resolver problemas intrínsecos a las metrópolis. En el extremo opuesto, están los modelos de cooperación voluntaria entre municipios en el que los municipios o alcaldías se organizan de manera libre y por propia voluntad. Entre los anteriores modelos se encuentran las llamadas Agencias Metropolitanas y la coordinación vertical, mientras las primeras se caracterizan por únicamente gestionar un servicio que afecte a la metrópolis en cuestión, la segunda no se lleva a cabo por un organismo específico sino por estructuras gubernamentales preexistentes.

Hablar de gobernanza a nivel metropolitano implica reconocer la necesidad de relaciones y acuerdos colaborativos basados en la cooperación de todos los actores implicados (Sager, 2006). Un ejemplo de esta relación son los países de la OCDE, en donde dos terceras partes de las áreas metropolitanas cuentan con una organización responsable de su gobernanza, pero únicamente una cuarta parte de las mismas tiene la capacidad de imponer normativas legalmente vinculantes (Ahrend …[et al], 2014). Esta realidad plantea desafíos importantes a los gobiernos locales, a las diferentes agencias involucradas en la gestión de las ciudades y a las políticas urbanas en general, pero el re-escalamiento de la lógica espacial que implica el fenómeno metropolitano desafía no solo a las instituciones locales sino también a las regionales y nacionales. Ningún área metropolitana se rige por un único gobierno general o que lo abarque todo (Briffault, 1996: 1117).

En términos generales, como ya se ha mencionado, la discusión sobre la gobernanza metropolitana no hace énfasis en las formas de gobierno o en la escala adecuada para producir los mejores resultados en términos de la gestión de servicios. Los esfuerzos se centran en los arreglos que mejor contribuyan al desarrollo e implementación de políticas coordinadas como estrategia para la planificación espacial (Heinelt y Kübler, 2005: 2-28). Factores como la eficiencia e igualdad en el servicio, los costos de los propios servicios, el acceso que los ciudadanos tienen al gobierno y la rendición de cuentas, cobran especial importancia en la formación de las estructuras de gobernanza metropolitana (Andersson, 2010). Lo anterior significa aceptar que, aunque no existe una única fórmula, los modelos jerárquicos, unilaterales y centralizados requieren ser sustituidos por esquemas de planificación y de gestión más horizontales, flexibles y multinivel. En ellos las instituciones e instrumentos de coordinación resultan de especial importancia a ambos lados del espectro. Del lado de la demanda, a fin de promover la incorporación de diversas partes interesadas (gubernamentales y no gubernamentales) en la planeación metropolitana; desde la oferta, para proveer esquemas que favorezcan la colaboración entre los diferentes gobiernos implicados (Agranoff, 2007).

El diseño institucional tiene un impacto significativo en el tipo de colaboración que se favorece y sobre las capacidades para la gobernanza que se generan. También debe tenerse en cuenta que los cambios institucionales no solo responden a las presiones externas. De hecho, son el resultado del ensamblaje de un conjunto de factores más complejos y, por lo mismo, existe una pluralidad de resultados posibles en términos de prácticas de cooperación metropolitana a pesar de la voluntad del Estado de unificarlas a través de la legislación (Négrier, 2005). En este sentido, la gobernanza metropolitana se constituye en una transacción o en una serie de transacciones entre varios recursos y actores cuyo principal reto consiste en la acción pública en un territorio determinado: la metrópoli.

De acuerdo con Miller-Stevens ...[et al] (2016: 152-153), las estructuras para operar y gestionar de manera colaborativa se establecen en tres niveles: el nivel de las políticas y los procedimientos, la colaboración intersectorial entre instituciones gubernamentales y sectores no gubernamentales que están presentes sobre todo a escala subnacional, y finalmente en las estructuras micro de participación ciudadana que actúan en lo local. En esta clasificación de estructuras para la colaboración, los conceptos macro y micro no implican jerarquía sino que refieren únicamente a los ámbitos en los que se resuelven problemáticas diversas. Mientras que las relaciones “macro” se desarrollan para compartir la toma de decisiones tanto vertical (entre gobiernos de los distintos ámbitos local, regional y nacional) como horizontalmente (entre gobiernos del mismo nivel local o regional), la colaboración con actores extra-gubernamentales se resuelven sobre todo en el ámbito de lo local o a escala metropolitana, siempre y cuando existan estructuras para ello. Para analizar los ajustes a los modelos de gobernanza que buscan adaptarse a los retos que imponen la globalización y la metropolización resulta muy útil distinguir estos niveles.

En sistemas federales como el mexicano, o en aquellos donde a pesar de ser unitarios los niveles regionales y/o locales gozan de amplios márgenes de autonomía, las relaciones intergubernamentales influyen significativamente en el entorno metropolitano. Cabe señalar que, al existir múltiples combinaciones posibles del sistema de estructuras en los tres niveles, resulta prácticamente imposible definir categorías estrictas. Sin duda, a pesar de existir grandes formatos de modelos de gobernanza la resolución de las fórmulas a nivel metropolitano tiene un carácter altamente contextual. No obstante, es necesario llamar la atención sobre el nivel de cooperación (o falta de cooperación) que las diversas combinaciones promueven (Souza, 2005: 342). La noción de gobernanza metropolitana sirve para impulsar la colaboración cuando logra apoyarse en un marco institucional que realmente genere capacidad, respuesta y apoyo para la adopción de estrategias adecuadas en diferentes conjuntos de políticas coordinadas

Por otra parte, es necesario considerar cómo afectan los diferentes contextos institucionales metropolitanos a las capacidades para la gobernanza. Sager (2005) ha sometido a prueba las cuatro características institucionales que según Lefèvre (1998) definen un modelo metropolitano de gobierno (centralización, consolidación, profesionalización y autonomía) en el contexto de un fuerte federalismo colaborativo como el suizo. El autor encuentra que las políticas públicas coordinadas se desarrollan con mayor facilidad en entornos institucionales centralizados, en zonas metropolitanas fragmentadas más que consolidadas y dentro de estructuras con una separación clara entre las esferas política y técnica.

Al extender el estudio a otros entornos institucionales (es decir, a otros tipos de federalismo) y a la fase de implementación (y no solo a la formulación) aparecen resultados mucho más contradictorios. Por lo tanto, Sager (2006) confirma que no existe una única receta institucional para optimizar la coordinación a nivel metropolitano. De hecho, las diferentes combinaciones de al menos dos posibilidades por cada dimensión analizada tienen efectos distintos dependiendo de la configuración en la que se presenten. A pesar de ello, cuando se trata de implementación, los ajustes centralizados y consolidados parecen ayudar mucho más. Este mismo autor propone clasificar los modelos de coordinación metropolitana en función de su grado de centralización, consolidación, profesionalización y autonomía (Sager, 2005).

2. El sistema macro de la coordinación metropolitana de México: evolución institucional y configuración actual

La evolución institucional y organizativa de la gestión metropolitana en México está fuertemente ligada a los cambios en la estructura del sistema político que han tenido lugar en las últimas cuatro décadas. Durante la mayor parte del siglo XX, y en especial en la fase autoritaria, el gobierno federal controló fuertemente la mayoría de los esfuerzos de planificación y gestión urbanas. Por lo tanto, la formulación de una política urbana desde el nivel federal fue vista como un ejercicio de regulación territorial que debía administrarse desde el centro sin la participación de otra clase de actores, incluyendo los gobiernos estatales y municipales (Garza, 1989). Una vez que la gestión urbana encontró su lugar en la agenda política, en el año de 1976, se la consideró una cuestión de planificación central y jerárquica que requería de supervisión y regulación federal. No fue sino hasta la década de los noventa y como resultado de los procesos de descentralización administrativa y el aumento de la diversidad política (Díaz Aldret, 2011) que el problema urbano se volvió mucho más complejo con la aparición de nuevos actores interesados en los estados, en los municipios y entre grupos de la sociedad civil.

La Ley de Asentamientos Humanos y la instrumentación para la coordinación metropolitana

El primer esfuerzo regulatorio se llevó a cabo en 1976 con la promulgación de la Ley de Asentamientos Humanos. Esta ley perfiló un modelo centralizado de planificación urbana mediante la homogeneización de la legislación y de la administración urbana en las entidades federativas (estados). Desde esta perspectiva, y de cara al crecimiento de las ciudades, se definió el fenómeno de la conurbación para reconocer la necesidad de coordinación entre dos o más ciudades asentadas en el territorio de varios municipios de un estado o de dos o más de ellos (Ramírez Sáiz, 1983). Con el fin de atender el desarrollo y la planeación de las ciudades en expansión se definió a la conurbación como una unidad geográfica, económica y social, pero en los hechos fue concebida principalmente sobre la base de la continuidad física y geográfica, dejando de lado las características sociales y económicas de las propias aglomeraciones urbanas. En ese tiempo, las conurbaciones constituían casos excepcionales; por eso se establecieron sólo seis declaraciones de conurbación: Valle de México, Puebla-Tlaxcala, Tampico, Orizaba, Monterrey y La Laguna (CONAPO, INEGI y SEDESOL, 2007).

Así, aunque se reconoció el fenómeno, la expansión de las ciudades no se formuló como un problema ni se le conceptualizó en términos metropolitanos. Al menos dos consecuencias se derivan de este hecho: por un lado, las cuestiones metropolitanas quedaron en un vacío político y administrativo (Souza, 2005), en segundo término y derivado de ese vacío de facto, se abrieron pocos espacios para la innovación en los temas de colaboración y coordinación metropolitanas. En los hechos, esto significó que las fórmulas y las estrategias colaborativas se correspondían con formatos más “suaves” e informales como los acuerdos entre alcaldes o bien se daban formalmente a través de programas estatales y/o por medio de arreglos prescritos por la ley estatal, siempre y cuando éstos no contradijeran la Constitución Política del país (Ward y Robles, 2012: 148). De acuerdo con Souza (2005: 344), en un contexto de este tipo, la capacidad de resolución de los problemas metropolitanos depende mucho más de las relaciones informales (intergubernamentales) que de las estructuras y procesos formales.

En el caso de México las relaciones intergubernamentales se transformaron profundamente tras el proceso de descentralización iniciado en 1983, pocos años después que la necesidad de una política urbana más integrada fuera reconocida con la promulgación de la Ley de Asentamientos Humanos. Con la reforma al artículo 115 de la Constitución, el gobierno federal transfirió gran parte de sus facultades y atribuciones en materia urbana a los municipios, a saber: la gestión y planeación del uso del suelo, la recaudación de los impuestos sobre la propiedad y la plena autonomía sobre la definición de sus gastos. Posteriormente, en la reforma de 1999 se le reconocieron al municipio las funciones legislativa, ejecutiva y jurisdiccional, reforzando así la autonomía del nivel local de gobierno.

En 1993 México emprendió una nueva fase en la construcción y consolidación de la política urbana, debido a la promulgación de una nueva Ley de Asentamientos Humanos. Con esta reforma se actualizó el sistema de competencias jurisdiccionales en materia de desarrollo urbano, alineándolo con las transformaciones derivadas de los procesos de descentralización política y administrativa emprendidos durante la década anterior. En la nueva ley se contempló por primera vez de manera explícita la coordinación entre el gobierno federal, los estados y los municipios en materia de planificación, regulación y gestión de las aglomeraciones urbanas, con el fin de definir conjuntamente las acciones e inversiones necesarias para satisfacer los requerimientos comunes de reservas territoriales. Se estableció un conjunto de directrices mínimas para garantizar la gestión eficaz de las ciudades y se mencionó por primera vez la noción de “área metropolitana” a la que se entendió como “el espacio territorial dominante de influencia en un centro de población” (artículo 2). Pero al no definirse en términos de interdependencias o de cooperación, no tuvo implicación alguna en términos de política pública.

Respecto a los instrumentos de coordinación, en esta reforma legislativa se institucionalizó una comisión permanente que debería instalarse en cada zona donde se diera una declaratoria de conurbación. La Comisión estaría integrada por representantes del gobierno federal y por funcionarios de los estados y municipios involucrados. Estas comisiones se crearon con el fin de controlar el crecimiento urbano y facilitar una coordinación administrativa esencial (Graizbord, 2009: 223). Su responsabilidad principal consistía en formular y aprobar el programa de conurbación para posteriormente supervisar el cumplimiento de los compromisos establecidos. Teniendo en cuenta este desarrollo institucional, la década de 1990 fue testigo de un establecimiento acelerado de las Comisiones de Conurbación encargadas de la coordinación intergubernamental en las regiones metropolitanas de México, algunas de las cuales todavía operan mientras que otras se volvieron intrascendentes con el tiempo. Junto con ellas surgieron otros instrumentos, aunque bajo el mismo tipo de modelo: como instancias técnicas de carácter público que carecen de capacidad ejecutiva para llevar a cabo sus propuestas o para hacer cumplir sus programas (Ziccardi y Navarro, 1995: 35). Entre tales instrumentos figuran los Consejos Metropolitanos, como los que se desarrollaron por primera vez en la Región Metropolitana de Guadalajara, que operan a través de subcomisiones sectoriales de un solo propósito (desarrollo urbano, vivienda, uso del suelo, agua potable y drenaje, vialidades, transporte y tránsito, protección ecológica y bienestar social) y que están integrados por funcionarios del gobierno municipal y estatal. Otro instrumento corresponde a los Comités de Planeación del Desarrollo Metropolitano, que cumplen en su mayoría funciones articuladoras con los comités estatales y municipales que forman parte del Sistema Nacional de Planificación Democrática (Coplade -a nivel estatal- y Copladem - a nivel municipal-) y que, por tener una base asociativa, sirven como mecanismos de consulta en torno a cuestiones de planeación y desarrollo.

Las áreas metropolitanas se institucionalizaron en el año 2004 cuando la Secretaría de Desarrollo Social (SEDESOL), el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) y el Consejo Nacional de Población (CONAPO) emprendieron un proceso de delimitación de áreas metropolitanas para proporcionar un marco general estadístico que pudiera servir para la planeación, la coordinación y la gestión de las ciudades (Orihuela …[et al], 2015). Entre 2004 y 2007 se estableció un total de 55 áreas metropolitanas, otras cuatro se agregaron en la última delimitación en el año 2012. Estas zonas metropolitanas están integradas por un total de 367 municipios en los que se concentra el 56,8% de la población total del país. Los criterios para establecer un área metropolitana se relacionan principalmente con la continuidad física y los indicadores urbanos y funcionales.

Con base en todo lo anterior, se puede afirmar que las Leyes de Asentamientos Humanos de 1976 y de 1993 proporcionaron un marco limitado para la coordinación metropolitana. De hecho, como se mostró, no la problematizaron en estos términos. Tampoco se incorporó el concepto de zonas metropolitanas con un sentido estratégico sino que, para abordar el tema de la coordinación, se prefirió la noción más física de conurbación. Desde esta perspectiva, la gobernanza metropolitana no se constituyó en una preocupación relevante en términos de política pública y, por lo tanto, no se crearon espacios e instrumentos de gestión con el fin de promover la colaboración efectiva entre los diversos actores implicados. El principal mecanismo de coordinación propuesto fue la Comisión de Conurbación que estructuró un modelo de gobernanza en el que los funcionarios gubernamentales juegan el rol principal en la formulación de las políticas para la conurbación, pero con importantes limitaciones para su implementación. Esta forma de colaboración constituye, en el mejor de los casos, tan solo un primer paso. Las conversaciones entre los funcionarios públicos del (los) estado(s) y los municipios tenían como objetivo producir un programa para la zona. Teniendo en cuenta que el objetivo principal de la creación de estas Comisiones fue el de controlar el crecimiento urbano y que la expansión más desordenada y fragmentada de las áreas urbanas tuvo lugar precisamente en los últimos treinta años, es claro que las Comisiones de Conurbación no resultaron suficientes ni efectivas.

La Nueva Ley General de Asentamientos Humanos, Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbano

En noviembre de 2016 se promulgó una nueva Ley General de Asentamientos Humanos, Ordenación del Territorio y Desarrollo Urbano. Esta nueva reforma pretende revertir las tendencias a la dispersión y a la expansión urbana, mediante la armonización forzada de normas e instrumentos de desarrollo urbano en todos los niveles de gobierno. La ley contempla también una estructura institucional que busca fomentar la colaboración y la coordinación a nivel metropolitano.

Como el problema metropolitano no era formalmente reconocido en México, cualquier esfuerzo de colaboración y coordinación metropolitana debía ser informal o formalizado a nivel estatal, siempre que no contradijera la Constitución. La ley incluye un nuevo capítulo sobre “Gobernanza Metropolitana” que establece, a diferencia de las leyes anteriores, la acción institucional coordinada como una obligación. Ello supone el establecimiento de mecanismos de coordinación metropolitana para asegurarla y también para garantizar que se incorpore la participación de actores extra-gubernamentales. La nueva ley mantiene intacta la Comisión de Conurbación, pero agrega cuatro categorías más de instrumentos que, aunque no constituyen una innovación, institucionalizan los mecanismos, organismos o prácticas que ya existían para promover la acción colaborativa: los Consejos Consultivos -se especifica su composición favoreciendo la participación de actores no gubernamentales pero con un perfil fundamentalmente técnico-, los Institutos Municipales (IMPLAN) y Metropolitanos de Planeación (IMEPLAN) -organismos técnicos y relativamente autónomos- u Observatorios, las agencias de servicios públicos metropolitanos y diversas formas de financiamiento (incluyendo los Fondos Metropolitanos). Los instrumentos que se contemplan en detalle y con su respectivo objetivo son los siguientes:

1) Comisiones de Planificación Metropolitana o de Conurbación para coordinar la formulación y aprobación de programas metropolitanos así como su gestión, evaluación y cumplimiento.

2) Consejos Consultivos de Desarrollo Metropolitano para promover procesos de consulta pública e interinstitucional en las diversas fases de formulación, aprobación, ejecución y seguimiento de programas. Se conforman con representantes de los tres órdenes de gobierno, además de representantes de grupos sociales, asociaciones profesionales, instituciones académicas y expertos en la materia. Se estipula que los “expertos” deben ser la mayoría de los miembros, lo que abre nuevamente la posibilidad de que la constitución de estos consejos sea por invitación.

3) Mecanismos técnicos a cargo de los estados y municipios bajo la figura correspondiente que funcionará permanentemente (institutos de planeación, observatorios, etc.).

4) Agencias u organismos que permitan la prestación de servicios públicos comunes.

5) Mecanismos y recursos financieros para las acciones metropolitanas que incluyen, entre otros, el Fondo Metropolitano.

La ley incluye también temas transversales, obligados por la reciente creación del Sistema Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales y por la política de fortalecimiento de la transversalidad de la perspectiva de género en las políticas públicas. Además, hace obligatorio tener en cuenta otros planes o programas sectoriales como los de movilidad, gestión del agua, ordenación de los recursos naturales y espacios públicos en la elaboración de Programas Metropolitanos.

Aunque todos estos aspectos son muestra de un avance en la perspectiva para abordar el fenómeno metropolitano y en la búsqueda de la integración en esta escala, los principales instrumentos para dirigir la coordinación y la planeación metropolitanas corresponden a formatos ya probados y utilizados en el pasado como la Comisión de Conurbación y la Comisión de Planeación Metropolitana. Por otra parte, aun cuando se manifiesta una intención para avanzar hacia estructuras de gobernanza intersectorial, esta se traduce en cuerpos eminentemente técnicos que contemplan a actores no gubernamentales en su composición, pero solo en condición de “expertos” y no de habitantes de la ciudad.

En suma, a partir de 1976, que es cuando el tema entró en la agenda de políticas públicas, se han venido realizando esfuerzos para reconocer y abordar el problema de la metropolización. Sin embargo, como se muestra en la Tabla 1 los cambios han sido lentos, insuficientes y no han marcado grandes hitos innovadores con el potencial de transformar la manera en la que se instrumenta la colaboración.

Tabla 1

Tabla 1

elaboración propia.

Hasta ahora, la colaboración ha sido muy dependiente de la voluntad de los alcaldes y ha carecido de continuidad. Además de los acuerdos intermunicipales, el gran instrumento creado para promover la colaboración y la realización de proyectos conjuntos entre municipios ha sido el Fondo Metropolitano que se analiza a continuación.

3. El Fondo Metropolitano como instrumento de coordinación: un ejemplo de fallas en el diseño institucional

El Fondo Metropolitano fue creado en 2005 como una propuesta de presupuesto especial para el Área Metropolitana de la Ciudad de México. Desde entonces el monto ha aumentado cada año y ha ido ampliándose para incorporar a un número importante de zonas metropolitanas (Moreno, 2010).

El Fondo fue diseñado como un instrumento para incentivar la planeación coordinada en las metrópolis. Para ello, sus reglas de funcionamiento establecen que las zonas metropolitanas deben instalar un Consejo para el Desarrollo Metropolitano (u otro organismo similar de coordinación) presidido por los gobiernos estatales. Dicho Consejo determina la participación de los municipios y establece un fideicomiso para administrar e invertir los fondos. Esto significa, en la práctica, que los recursos federales se transfieren a las entidades federativas para que los gobernadores puedan encabezar los esfuerzos de coordinación metropolitana y definir las formas en las que debe llevarse a cabo. En muchos casos, los gobernadores establecen que los alcaldes tengan derecho de voz pero no de voto en el seno del Consejo, cuestión que resulta discutible si se considera que los municipios gozan de considerable autonomía frente a los estados en materia de desarrollo urbano. Lo cierto es que actualmente las reglas de operación del Fondo Metropolitano siguen la lógica de un federalismo de dos niveles. Esto refleja una postura clara respecto a que la coordinación metropolitana debe ser promovida desde los estados. Esta lógica es, en principio, adecuada bajo el supuesto de que los gobiernos estatales tendrían una perspectiva más amplia de las problemáticas que los gobiernos locales. Sin embargo, también puede operar como un incentivo negativo a la colaboración, si es que la gobernanza metropolitana es vista por los estados y los municipios como un juego de suma cero desde el punto de vista de la preservación de los respectivos poderes políticos.

Por otra parte, en general, la definición de proyectos y acciones a ser ejecutados con recursos provenientes del Fondo Metropolitano no ha sido resultado de procesos de una planeación metropolitana efectiva. De hecho, suele ocurrir que los Consejos de Desarrollo Metropolitano se crean e instalan únicamente para cumplir con los requisitos de acceso a los fondos (Iracheta e Iracheta, 2014)

Cuando hay más de un estado implicado en la región metropolitana, como es el caso del Área Metropolitana de la Ciudad de México, la evidencia sugiere que una vez que un proyecto se presenta en colaboración y se accede a los recursos del Fondo, los gobernadores distribuyen los recursos uniformemente y no colaboran después (Díaz Aldret y Zabaleta, en prensa). En otras palabras, a lo largo de sus diez años de funcionamiento, el Fondo Metropolitano no ha contribuido a generar una planeación metropolitana integrada con una visión a largo plazo. De hecho, se ha convertido más bien en una bolsa de recursos adicionales para obras que los gobiernos estatales ya tenían en mente o que el gobernador personalmente había prometido llevar a cabo durante su mandato.

La idea original del Fondo era la de constituir una instancia que transcendiera la de un foro de conversaciones entre gobernantes y funcionarios de las jurisdicciones involucradas en las zonas metropolitanas (Comisiones de Conurbación) agregando recursos para llevar a cabo los proyectos prioritarios identificados por el Consejo. Sin embargo, el Fondo muestra que la existencia misma de los recursos no contribuye por sí sola a desencadenar procesos de coordinación. Incluso cuando se requiere que las obras sometidas a concurso estén justificadas, ello no necesariamente se traduce en la existencia de una lógica funcional a nivel metropolitano ni estimula que las obras propuestas sean un producto de una planificación urbana integrada.

Cuando se deja a los gobiernos estatales la definición del papel de los gobiernos municipales y del Consejo Metropolitano, prima la lógica vertical y se multiplican los incentivos para que los gobernadores capturen el Consejo. Las normas siguen siendo vagas para imponer un acuerdo regional, los medios para lograr la cooperación no están firmemente establecidos y hay mucho espacio para las decisiones ad hoc de los actores individuales. Los municipios centrales de las grandes áreas metropolitanas (usualmente las capitales estatales) gozan de los mayores grados de autonomía financiera, de manera que el Fondo Metropolitano suele servir de fondo extra para que el gobernador intervenga con relativa discrecionalidad en dichas ciudades a costa de la coordinación y de la planificación integral (Chaín, 2016). Si el Fondo Metropolitano ha podido promover un cierto grado de coordinación a nivel de ciudad es un sistema frágil de cooperación, que a menudo se limita al planteamiento de una solicitud conjunta de fondos que difícilmente se traduce en proyectos realmente integrados (Cabrero y Díaz Aldret, 2013).

Esta fragmentación y competencia por los recursos del Fondo Metropolitano se basa en el diseño mismo del instrumento: en lugar de promover la negociación de proyectos y obras públicas en un contexto intergubernamental de coordinación metropolitana, anima a las autoridades estatales involucradas a desarrollar proyectos urbanos de manera autónoma. Los proyectos se evalúan según criterios técnicos y de viabilidad económica y las autoridades que componen el Consejo los aprueban. Así, en los hechos, el Consejo es juez y parte interesada y, por otro lado, la lógica del Fondo no incorpora una estrategia territorial para los proyectos que financia.

En suma, si bien es cierto que los estudios, proyectos y obras públicas financiados por el Fondo podrían tener efectos positivos sobre la dinámica urbana, es evidente que la competencia (tanto horizontal como vertical) y la falta de cooperación es la lógica predominante.

Por otra parte, aunque la coordinación metropolitana ha avanzado hacia una mayor descentralización e inclusión de los gobiernos estatales en la toma de decisiones sigue habiendo un déficit de participación de las autoridades locales (municipios y distritos políticos en el caso de la Ciudad de México) que conforman el área metropolitana.

Además de esta tendencia a nivel macro el sistema de gobernanza en su conjunto tiene un déficit al nivel de las estructuras de base, es decir, de las que regulan y conducen las relaciones para la planeación urbana en el nivel local. En este sentido, a pesar de que existen esfuerzos para incorporar la participación y colaboración de actores privados y sociales, estos son aún muy débiles. En la mayoría de los casos, la participación de los actores sociales sigue siendo rígida e institucionalmente vinculada al Sistema Nacional de Planificación Democrática y a sus instrumentos (COPLADEMUN).

4. Federalismo económico y relaciones intergubernamentales: otra asignatura pendiente

Los municipios metropolitanos de México, al igual que el resto, dependen en gran medida de los recursos federales. Esto es un reflejo del desequilibrio del federalismo fiscal mexicano, que es altamente centralizado del lado de los ingresos y muy descentralizado del lado del ejercicio del gasto público. De hecho, como lo resalta Cabrero (2008), el gobierno federal recauda más del 90% de los impuestos totales, una proporción muy probable en países unitarios como Gran Bretaña o Chile, y respecto del gasto funciona más acorde con lo registrado en sistemas federales consolidados como Alemania y Canadá. El indicador promedio de autonomía financiera de las zonas metropolitanas no se comporta de forma diferente al del resto de municipios (29% y 27% respectivamente) lo que refrenda las profundas desigualdades horizontales existentes en las áreas metropolitanas. Como se ha dicho, los municipios centrales de las zonas metropolitanas (habitualmente ciudades capitales de las entidades federativas) pueden llegar a ser fiscalmente más autónomos que los propios gobiernos estatales, por lo que es común que exista una fuerte rivalidad entre el gobernador de un estado y un alcalde de una ciudad grande e importante (que suele ser la capital estatal).

Debido a la dependencia financiera existe una creciente importancia de las aportaciones asignadas o condicionadas a los niveles subnacionales. Ellas provienen de una sección del presupuesto federal destinada a “apoyar la capacidad (…) financiera y pagar los compromisos federales transferidos a los estados y municipios” (Graizbord, 2009: 216). Sin embargo, resultan en una considerable reducción de la autonomía de los estados y gobiernos municipales para diseñar e implementar acciones y políticas propias (Cabrero, 2008) y ni siquiera están supeditadas a evaluaciones del impacto real de los proyectos a nivel metropolitano.

Por su parte, las transferencias no condicionadas (participaciones) federales y estatales alimentan básicamente el mantenimiento e incluso la expansión de las burocracias municipales (Arellano …[et al], 2011). Así, los recursos propios y no condicionados tienden a ir a gasto corriente, mientras que las transferencias condicionadas se destinan más a los gastos de inversión y de infraestructura, con lo que los municipios tienen cada vez menos injerencia sobre aquellos gastos. Esta situación, además de profundizar las diferencias entre regiones ricas y pobres, hace que la negociación política por recursos sea un campo circunscrito a los actores más poderosos, es decir, los gobernadores y los alcaldes de los veinte municipios más grandes del país, que son los que disponen de un mayor margen de maniobra (Cabrero, 2008)

Esto también se refleja en la distribución de los recursos del Fondo Metropolitano, pues las zonas metropolitanas con mayor población han sido las más beneficiadas. Históricamente alrededor de un 70% de la bolsa anual se ha destinado a la Ciudad de México y al Estado de México (municipios conurbados a la Ciudad de México) casi en una proporción de 50-50, alrededor del 15% ha ido a Jalisco (ZM de Guadalajara), 4% a Nuevo León (ZM de Monterrey) y recientemente Guanajuato alcanza otro 4%, mientras que zonas metropolitanas como Puebla y Querétaro han aumentado su participación en los últimos años con un 3% cada una. El restante 1% de los recursos se distribuye más o menos uniformemente entre las 56 zonas metropolitanas restantes (Chaín, 2016).

Una vez más, la falta de reglas firmemente establecidas deja espacio para decisiones ad hoc a expensas de la planificación y la coordinación metropolitanas. En este sentido, como lo ha expresado Cabrero (2008), es altamente posible que las distorsiones del federalismo fiscal en México tengan como trasfondo un acuerdo implícito entre todos los actores de preservar ciertos espacios de poder. Por una parte, el nivel federal asume el costo de los desequilibrios fiscales a cambio de cierta capacidad de control mediante la negociación y la dependencia de los gobiernos subnacionales. Por otra parte, los niveles estatal y municipal asumen el costo de ceder su autonomía fiscal y política a cambio de maximizar el gasto público y minimizar el costo político que conlleva la recaudación de impuestos a la población.

Así, en lo que concierne al federalismo económico y las relaciones intergubernamentales, como en el caso del Fondo Metropolitano, también hay una falta de diseño de instrumentos que permitan una intervención más estratégica del gobierno federal para promover que el gasto público favorezca la coordinación a nivel metropolitano.

A manera de resumen del análisis de las instituciones e instrumentos para la gobernanza metropolitana en México, y siguiendo la propuesta de Sager (2005), se puede afirmar que se trata de un diseño centralizado (en los gobiernos estatales) con áreas metropolitanas fragmentadas y con estructuras que no presentan una clara separación entre las esferas técnica y política, tal y como se mostró en el análisis del funcionamiento y diseño del Fondo Metropolitano y en la escasa autonomía financiera de los gobiernos locales (ver Tabla 2).

Tabla 2

Tabla 2

elaboración propia basada en la propuesta de Sager (2005).

De acuerdo con este modelo de análisis, las condiciones para la gobernanza metropolitana parecen encontrarse en una suerte de combinación venturosa entre las capacidades organizacionales (profesionalización y autonomía) y el diseño institucional (centralización / descentralización y fragmentación / consolidación). Las capacidades aparecen en escena asociadas con la posibilidad de implementar políticas desarrolladas de manera coordinada y colaborativa (Chudnovsky …[et al], 2018). Así, cabe considerar esta dimensión pero también los instrumentos que se adoptan para promover una efectiva gobernanza metropolitana. Este trabajo se detiene básicamente en el estudio de estos últimos.

A modo de conclusión: la necesidad de una nueva agenda de investigación

¿Qué tanto la reforma urbana recién emprendida contribuye a combatir las inercias, déficits y vicios del pasado y se orienta efectivamente a la construcción de capacidades para la gobernanza metropolitana? Como se ha mostrado, el contenido de la nueva Ley General de Asentamientos Humanos, Ordenación del Territorio y Desarrollo Urbano está más orientado al control del crecimiento urbano desordenado y de la indisciplina urbana que a la promoción de la gobernanza metropolitana. De modo que, como también lo ha señalado Iracheta (2016), queda un camino por recorrer en temas como los siguientes:

i) El diseño de mecanismos innovadores de coordinación, así como de incentivos orientados expresamente a promover la cooperación metropolitana.

ii) El fortalecimiento de la participación de los municipios en los mecanismos y en los procesos de decisión de planificación metropolitana. En el contexto de un federalismo como el mexicano, donde los municipios son autónomos del nivel estatal, la gobernanza metropolitana supone el impulso de su colaboración voluntaria. Como en cualquier política pública, la coordinación metropolitana supone compromisos. Por eso, para ser aceptable para todas las partes, se requiere de acuerdos de colaboración que produzcan suficientes beneficios para compensar las posibles pérdidas (Sager, 2005).

iii) Una definición más precisa de las cuestiones y problemáticas que es necesario tratar y resolver a escala metropolitana. En este sentido, cabe considerar que cuando mayor es el bien público en juego, como por ejemplo las cuestiones ambientales o la dotación de infraestructura, la vivienda o el manejo de los recursos sólidos, debe haber una mayor colaboración para planear las políticas públicas de manera integrada.

Por tanto, aunque es importante que la nueva Ley reconozca la necesidad de colaboración a nivel metropolitano, esta no se va a producir automáticamente. Para que ello suceda hacen falta también los instrumentos adecuados. El Fondo Metropolitano, que es probablemente el instrumento clave, tal como está diseñado crea incentivos para desarrollar los proyectos y obras públicas que estén en línea con las prioridades de cada gobierno estatal, en lugar de los derivados de un consenso coordinado entre los gobiernos estatales y municipales involucrados en las zonas metropolitanas.

Como se afirmó al principio, el crecimiento urbano en México no ha sido problematizado desde una perspectiva metropolitana y tanto el diseño institucional como los instrumentos generados para la coordinación están lejos de constituir incentivos reales para la colaboración. Es claro que a los actores políticos de todos los niveles de gobierno no les ha interesado avanzar en este sentido. Las recientes reformas y la inclusión del concepto metropolitano en la nueva Ley resultaron más de la presión de ciertos actores interesados, particularmente de la academia. Los ciudadanos, por su parte, padecen cotidianamente las consecuencias de una falta de planeación integral, pero tampoco están sensibilizados sobre la importancia de impulsar la cooperación entre los distintos niveles de gobierno.

De todo lo señalado, emerge una primera agenda de investigación que requeriría ser abordada. Pero, además, es necesario incluir como asunto de estudio las capacidades locales para la gobernanza urbana/metropolitana.

Los gobiernos locales se enfrentan a sociedades más demandantes, intereses cada vez más diversos y contrapuestos, y problemas más complejos (calentamiento global, crimen organizado) a los que deben responder con escasos recursos de todo tipo. Si forman parte de una región metropolitana se multiplica la necesidad de establecer relaciones de cooperación -tanto verticales como horizontales- con otros niveles e instancias de gobierno. Además, para cubrir sus déficits de gestión requieren nuevas formas de colaboración con actores privados y sociales. El éxito de todos estos intercambios depende, en buena medida, de la capacidad organizativa e institucional de las propias autoridades tanto como de que los gobiernos locales sean un catalizador/conductor de la acción pública local (Kickert, Klijn y Koppenjan, 1997). Así, al tiempo que las metrópolis se siguen expandiendo para adaptarse a las nuevas condiciones, las localidades que las forman requieren realizar de manera simultánea acciones y políticas muchas veces orientadas por fuerzas contrapuestas. Por un lado, deben generar las condiciones que las hagan competitivas hacia fuera -con el fin de atraer inversiones e insertarse en los procesos globales- y por otro, deben ser capaces de desarrollar un contexto favorable al mantenimiento de la cohesión social al interior. La conjunción de las presiones externas e internas tendría que derivar, a su vez, en profundas transformaciones de los modelos de gobernanza urbana y en las capacidades locales.

Enfocarse en las capacidades es explicar la provisión de bienes públicos desde una perspectiva de la oferta y destacando las características de los gobiernos que los hacen más o menos aptos para implementar sus políticas (Ziblatt, 2015).

Cuando no hay reglas formales o institucionalizadas que puedan trascender la pura discrecionalidad de los actores, la permanencia de la burocracia puede ayudar a “estabilizar” las políticas y es aquí donde las capacidades de los gobiernos entran directamente en escena. Estructuras burocráticas estables ayudan tanto al desarrollo de reglas informales como a estabilizar comportamientos que van generando aprendizajes. En este sentido, frente a la debilidad de las instituciones formales que crea problemas de coordinación por la inseguridad y la falta de expectativas que produce, una burocracia profesional y estable a nivel subnacional puede ayudar a apuntalar la coordinación metropolitana (Chudnovsky, 2014).

Cómo generarla, o sea construir capacidades técnicas, es otra puerta abierta para la investigación teniendo en cuenta que los datos de los Censos de Gobiernos Municipales (2011-2015)[6] indican que no hay burocracias subnacionales -al menos no en el nivel municipal- que actualmente contribuyan a estabilizar la política de planificación metropolitana, cuestión que resulta otro paso necesario para construir una gobernanza metropolitana más justa, incluyente y efectiva.