Recibido: 24 de enero de 2018; : 11 de mayo de 2018; Aceptado: 11 de mayo de 2018
Desigualdades globales y políticas de atenuación de la desigualdad de ingresos: el caso de Chile, 1990-2015
Global Inequalities and Policies for Income Inequality Reduction: the Case of Chile, 1990-2015
Palabras clave
Ingreso Público, Distribución del Ingreso, Desigualdad Económica, Análisis Económico, Análisis Histórico, Chile.Resumen
La desigualdad de ingresos al interior de los países ha aumentado a escala global. Chile es uno de los países más desiguales en materia de ingresos disponibles de los hogares en América Latina. Esa desigualdad, medida por el coeficiente de Gini y de Palma, ha disminuido desde fines de los años 1990 en una tendencia que es más atribuible a la disminución de la brecha en los ingresos de mercado que a una mayor capacidad redistributiva del sistema de impuestos y transferencias.
Palabras clave
Ingreso Público, Distribución del Ingreso, Desigualdad Económica, Análisis Económico, Análisis Histórico, Chile.Resumen, traducido
Income inequality within countries has increased on a global scale. Chile is one of the most unequal countries in terms of disposable household income in Latin America. This inequality, measured by the Gini and Palma indexes, has decreased since 1990 in a trend that is more attributable to the narrowing of the market income gap rather than to a greater redistributive capacity of the tax and transfer system
Keywords
Public Income, Income Distribution, Economic Disparity, Economical Analysis, Historical Analysis, Chile.Introducción
La desigualdad de ingresos y patrimonios en el conjunto de las economías de altos ingresos se ha ampliado desde 1970, período en el cual el valor total de los capitales privados netos de deudas pasó de situarse entre dos y tres años y medio de ingreso nacional a entre cuatro y siete años del mismo 40 años después. De acuerdo con Piketty (2014: 173), asistimos en estos países de altos ingresos a la emergencia de un “nuevo capitalismo patrimonial” con rasgos de concentración semejantes al existente en la etapa previa a la Primera Guerra Mundial.
Medir la desigualdad económica con algún indicador sintético y su evolución en las diversas sociedades no es sencillo, pues cada una de ellas dispone de recursos variados utilizados por diferentes grupos de personas en diferentes períodos en el tiempo. Para distinguir qué recurso económico se distribuye en un período dado de tiempo y entre quiénes, usualmente se opta por medir la distribución del ingreso disponible de los hogares, o bien del consumo, estimado a través de encuestas representativas y resumir la desigualdad en esa distribución mediante el coeficiente de Gini. Este indicador mide la extensión de la desviación de la distribución del ingreso entre individuos u hogares respecto a una distribución perfectamente igualitaria. Se expresa en un número entre 0 y 1, en donde 0 corresponde a una perfecta distribución igualitaria (todos comparten los mismos ingresos) y 1 corresponde a una perfecta desigualdad (una persona acumula todos los ingresos)[1].
Cabe considerar que la sensibilidad del coeficiente de Gini no depende de la magnitud de los niveles de ingreso, sino del número de personas entre los extremos. Pero también vale señalar las limitaciones del coeficiente de Gini (Osberg, 2017). En efecto, con un mismo valor de este indicador la razón entre el 10% más rico y el 10% más pobre de la población puede variar por un factor de 12 o bien el ingreso del 1% más rico por un factor superior a 16. Diferentes curvas de Lorenz pueden corresponder a un mismo coeficiente de Gini. Si el 50% de la población no tiene ingresos y la otra mitad tiene los mismos ingresos, el coeficiente será de 0,5. Se encontrará el mismo resultado con una
distribución menos desigual, por ejemplo, con un 75% de la población que obtiene el 25% de los ingresos de manera igualitaria y con el 25% restante que obtiene del mismo modo el 75% restante del ingreso. El coeficiente de Gini no hace una diferencia entre una desigualdad entre los bajos ingresos y una desigualdad entre los altos ingresos.
Esto justifica considerar en el análisis el examen directo de segmentos de la distribución del ingreso y diversas relaciones entre ellos, como el coeficiente de Palma, además del coeficiente de Gini. Los datos por regiones del mundo en las últimas décadas y para Chile entre 1990 (año de recuperación de la democracia) y 2015 (último año con datos disponibles) serán reseñados en las secciones siguientes.
La nueva configuración de las desigualdades globales
La desigualdad interna de los países en 2013 fue en promedio mayor que 25 años antes, aunque entre 2008 y 2013 el número de países en los que la desigualdad disminuyó fue el doble del número de países en los que esta aumentó. En los países de altos ingresos, clasificados como “países industrializados” por el Banco Mundial, el coeficiente de Gini aumentó levemente desde 1993 (ver el Cuadro 1). Las naciones clasificadas por el Banco Mundial como “países en desarrollo” se siguen destacando por su elevado nivel de desigualdad, especialmente en las regiones de América Latina y el Caribe y del África Subsahariana. Haití y Sudáfrica son los países más desiguales del mundo (para los que el Banco Mundial dispone de datos) con un coeficiente de Gini que en 2013 superó los 0,60 puntos. Junto con Rwanda y otros siete países de América Latina y el Caribe (Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Honduras, México y Panamá) conforman el grupo de los 10 países más desiguales del planeta, con índices de Gini que están cerca de los 0,50 puntos o los superan (Banco Mundial, 2016: 11-13).
No obstante, entre 1993 y 2013 la desigualdad promedio medida por el coeficiente de Gini ha disminuido en todas las regiones “en desarrollo”, con la salvedad de Asia Meridional. Entre 2008 y 2013 el aumento de los ingresos del 40% más pobre de la población fue superior al de la población promedio en 35 de 63 países no incluidos en la categoría de “países industrializados” del Banco Mundial, incluyendo China y la mayor parte de los países de América Latina. En la región de América Latina y el Caribe se han producido los mejores resultados de los últimos 10 a 15 años en materia de reducción del coeficiente de Gini, aunque ocurrieron después de un prolongado aumento entre los años 1980 y 1990. Solo hacia 2012 el coeficiente de Gini promedio de la región volvió al nivel registrado a inicios de los años 80.
Desde 1820 hasta los años noventa del siglo XX la desigualdad mundial aumentó en forma constante. A partir de la década de 1990 los datos indican una disminución de la desigualdad de ingresos o del consumo a nivel mundial, independientemente del lugar de residencia. Luego el índice de Gini cayó especialmente a partir de 2008, cuando alcanzó 0,67, hasta 0,63 en 2013.
De modo complementario al coeficiente de Gini el Banco Mundial (2016) ha establecido, utilizando la tradicional técnica de relacionar tramos de ingresos (ver Piketty, 1997 y Atkinson, 2016), un índice de “prosperidad compartida” comparando el crecimiento de los ingresos del 40% de la población de menos ingresos con el promedio. De 83 países analizados, que representan el 67% de la población mundial, 49 países declararon una prima de prosperidad compartida positiva: el aumento de los ingresos del 40% de la población más pobre fue superior en 2008-2013 al de los de la población promedio incluyendo China, los países nórdicos y la mayor parte de los países de América Latina. En cambio, en 23 países los ingresos del 40% más pobre disminuyeron durante el período, no solo respecto de los miembros más ricos de la sociedad sino también en términos absolutos.
La tendencia reciente al agravamiento de las desigualdades se observa en especial en algunos de los países de más alto PIB por habitante tradicionalmente más inequitativos. En Estados Unidos, aún principal economía del mundo, la brecha distributiva se ha ampliado considerablemente (OCDE, 2014 y 2016): el 1% más rico pasó de concentrar casi el 8% de los ingresos en 1979 a cerca de 20% en 2012, mientras en el otro extremo el 20% más pobre redujo su parte del 7% al 5% del total. Más aún, la parte de los ingresos acumulada por el décimo del percentil superior (0,1% del total) pasó de 2% a 8% en los últimos treinta años. Desde 1975 el 1% de la población más rica de Estados Unidos concentró cerca de un 45% del crecimiento, la de Canadá concentró un 37% y la de Australia y la del Reino Unido cerca de 20%.
La recopilación de datos realizada por los expertos de la World Wealth and Income Data Base (2018) sobre los ingresos de los muy ricos, que las encuestas de ingresos de los hogares no reflejan de manera precisa, ha utilizado las declaraciones tributarias para ampliar el panorama sobre la concentración de los ingresos y de la riqueza. En 2016, la parte del ingreso nacional obtenida por el 10% más rico de la población alcanzó 37% en Europa, 41% en China, 46% en Rusia, 47% en Estados Unidos-Canadá y alrededor de 55% en el África Subsahariana, Brasil e India. El Medio Oriente es la región más desigual del mundo con un 61% del ingreso capturado por el 10% más rico de la población. De acuerdo con este indicador, desde 1980 la desigualdad de ingresos ha aumentado más rápido en América del Norte, China, India y Rusia que en Europa, donde lo ha hecho moderadamente.
La concentración de los ingresos y la de la propiedad de los activos interactúan entre sí. Los hogares con menor riqueza son típicamente los hogares con menores ingresos y a la inversa en los de mayor riqueza. La propiedad de activos financieros explica la mayor parte de las diferencias de riqueza (OCDE, 2015). El pasivo constituido por el stock de deuda de los hogares representa en promedio un 94% del ingreso familiar anual (con diferencias que van desde un 11% en el Reino Unido a un 160% en Canadá, Noruega y Holanda). El impacto de la crisis financiera de 2008 medido por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) para 2012-2013 en seis países revela que la riqueza neta de los percentiles más altos aumentó en cinco de ellos (Australia, Canadá, Italia, Holanda y Estados Unidos)[2]
Los incrementos de los precios de las acciones y de la vivienda en el largo plazo en relación con los bienes de consumo ha sido uno de los principales factores de incremento de la riqueza y del capital económico privado. Los hogares encabezados por personas con un título universitario poseen una riqueza mucho mayor que la de los hogares encabezados por personas con educación secundaria y más que triplican la de los hogares encabezados por personas con educación primaria. El capital económico promedio más alto se observa en Luxemburgo, Estados Unidos, Canadá, Australia, Reino Unido y España y la mayor diferencia entre el promedio y la mediana en Estados Unidos, Holanda, Alemania y Austria, indicando una mayor desigualdad de la propiedad del capital. La relación entre capital e ingresos, que representa el número de años en que un hogar puede mantener su nivel de vida gastando su riqueza acumulada, varía entre tres y nueve veces el valor del ingreso del hogar.
El núcleo de economías centrales de más altos ingresos arrastró a la economía global a una Gran Recesión en 2008-2009, la mayor en setenta años. Esta crisis fue provocada en gran medida por la liberalización en 1999 de la legislación aprobada en 1933 en Estados Unidos, el principal centro financiero mundial, que separó la banca comercial de la banca de inversión para evitar las consecuencias de la especulación financiera y la ausencia de regulaciones suficientes en la Zona Euro. Los efectos de la Gran Recesión, en especial el lento crecimiento de las economías de altos ingresos y el menor dinamismo de China, se han prolongado por una década luego que los peligros de colapso financiero sistémico en 2008 llevaron a la generalización de planes de estímulo fiscal y monetario en magnitudes nunca antes vistas y a nuevas regulaciones. Pero no parece detenerse la tendencia a una fuerte concentración de los ingresos en un grupo muy reducido de la población provocada por las nuevas tecnologías que no cesan de aumentar la “prima de calificación” en las retribuciones salariales, de transferir ingresos a las empresas que están en la frontera tecnológica -y a sus gestores y dueños- y de consolidar a escala mundial nuevos cuasi-monopolios en mercados de bienes y servicios.
En una evaluación de más largo plazo de las tendencias distributivas, cabe subrayar que el sistema de economía mundial que se ha consolidado desde la parte final del siglo XX consagra la expansión de un régimen global de acumulación ilimitada de capital con base en intercambios de mercado con sus respectivos centros y periferias y patrones de consumo dominantes, así como una oferta de bienes y servicios principales crecientemente concentrada, con frecuente obsolescencia programada de los bienes producidos y una subordinación intensiva y selectiva del territorio y de los recursos humanos y naturales a la acumulación ilimitada. Este tipo de régimen económico no internaliza las crecientes externalidades negativas que genera, incluyendo las desigualdades de riqueza e ingreso y la depredación de los recursos naturales. Se interrelaciona con espacios y sociedades de muy diverso nivel productivo, cuya periferia ha sufrido distintos modos de inserción en la economía global y el impacto de sucesivas revoluciones tecnológicas que han modelado las cadenas de abastecimiento de materias primas y abarcado tempranamente todo el globo (Beckert, 2015). La primera fue la de la mecanización de la manufactura del algodón y el hierro forjado, la segunda la del vapor y los ferrocarriles, la tercera la del acero, la electricidad y la ingeniería pesada, la cuarta la del petróleo, el automóvil y la producción en gran escala. La actual se describe como la de la información y las telecomunicaciones junto a un modelo gerencial que privilegia la flexibilidad y la externalización (Pérez, 2010).
El tipo de régimen de acumulación vigente ha acentuado rasgos desestabilizadores de las economías nacionales, a partir de las estrategias de desregulación iniciadas en las economías centrales de Occidente con el fin del régimen de tipos de cambio fijo y del patrón dólar-oro en 1971 y las políticas de liberalización en materia financiera, comercial, de inversiones, de transportes y telecomunicaciones que le siguieron en las décadas siguientes.
Especial mención cabe a la aceleración de la interacción de los mercados mundiales a partir de la apertura y expansión económica china desde 1979 y del fin del régimen soviético en 1991. Para enfrentar los menores crecimientos de la productividad constatados desde los años setenta, la reconfiguración de las economías centrales buscó alternativas a la regulación “fordista” de las condiciones de consumo y producción prevalecientes de 1950 a 1970 que articuló con éxito incrementos de productividad, ganancias salariales y aseguramiento colectivo de riesgos. Esta reconfiguración incluyó la progresiva deslocalización productiva de las principales cadenas industriales y de creación de valor en escala global. Al iniciarse el siglo XXI se intensificó el uso de tecnologías de la información y un modelo productivo con procesos basados en programas informáticos y robots que absorben las tareas rutinarias y repetitivas, cualquiera sea su grado de sofisticación, y que descentran la producción de gran escala y la distribuyen espacialmente buscando el mínimo costo salarial y la más amplia desregulación social y ambiental. Se ha desestructurado la articulación de las condiciones fordistas de producción y de consumo en las economías nacionales y se han disminuido las capacidades redistributivas de los sistemas de impuestos y transferencias. A inicios del siglo XXI están en competencia cuatro modelos de reconfiguración del capitalismo central (Boyer, 2004): un modelo “mercantil” (países anglosajones), un modelo “mesocorporativista” (Japón), un modelo “socialdemócrata” (países escandinavos) y un modelo con “impulso estatal” (Francia y otros países latinos de Europa), también compitiendo con un modelo chino de economía mixta emergente (Naughton, 2017).
La clave en materia distributiva es que el avance tecnológico y de capacidades productivas no se acompaña en la nueva fase de incrementos sistemáticos del nivel de vida de la mayoría de la población en países como Estados Unidos. Estimaciones comparativas para Estados Unidos, China y Francia indican que el ingreso nacional por adulto (antes de ingresos y transferencias excepto pensiones y seguro de desempleo) se ha incrementado en 811% en China, 59% en Estados Unidos y 39% en Francia entre 1978 y 2015 (Alvaredo …[et al], 2017). Usando la metodología de Cuentas Nacionales Distributivas (con datos de las cuentas nacionales, encuestas de ingresos y tributarios), el desempeño de estas economías ha mostrado un patrón común de incremento de la desigualdad en el que los grupos de altos ingresos se benefician privilegiadamente del crecimiento, pero con grandes diferencias para los grupos de más bajos ingresos. En China, los grupos más ricos han experimentado un fuerte crecimiento de sus ingresos (el 1% más rico pasó de concentrar el 5% del ingreso en 1978 al 13% del ingreso en 2015) pero el crecimiento agregado ha sido de tal magnitud que incluso el aumento del ingreso del 50% más bajo fue de 401% para el mismo período. Por el contrario, en Estados Unidos el 50% más pobre vio caer sus ingresos en -1% entre 1978 y 2015, pasando del 20% al 12% del total (lo que los autores de las estimaciones califican como “completo colapso”) mientras el 1% más rico vio pasar su participación en el total de un 11% a un 20%. Francia ilustra otro tipo de arreglo colectivo en la materia en el que los ingresos de los más ricos aumentaron más que el promedio (el 1% más rico pasó de concentrar del 9% al 10% del ingreso total), pero con consecuencias limitadas para el grueso de la población: el 50% de menos ingresos experimentó el mismo crecimiento de los ingresos que el promedio, lo que contrasta fuertemente con Estados Unidos. Tanto en China como en Francia, el 50% de más bajos ingresos suma una participación en el total mayor que la del 1% más rico (15% contra 13% en China y 39% contra 10% en Francia) a diferencia del caso de Estados Unidos (12% contra 20%).
El “modelo mercantil” norteamericano parece estar produciendo resultados distributivos diferentes al “modelo de impulso estatal europeo” y al “modelo mixto” chino. En la interpretación de Palma (2017), esto no refleja la inexistencia de leyes de hierro en materia distributiva, sino más bien subraya los resultados que producen las opciones tomadas por los distintos sistemas políticos en la orientación de sus economías.
Los modelos de redistribución
Los diversos tipos de países han construido dispositivos de política pública y programas redistributivos más o menos amplios de acuerdo a su historia política y social. Los gobiernos suelen tener políticas de alivio de la pobreza de aquella parte de la población peor situada en la escala distributiva -sin perjuicio de la influencia sobre esa escala de las regulaciones laborales y del mercado de capitales así como las regulaciones antimonopólicas- mediante transferencias públicas en especie (alimentos, vivienda, salud, educación) o en dinero (asignaciones familiares y subsidios monetarios diversos). La opinión pública tiende en muchas partes a preferir las políticas de apoyo a los pobres mediante entrega de recursos en especie, para supuestamente evitar el eventual mal uso de los aportes en dinero en la adquisición de bienes prescindibles. No obstante, se produce un efecto de sustitución: si un hogar pobre gasta recursos propios en alimentos, por ejemplo, previamente a recibir cualquier ayuda, su posterior entrega gratuita o subsidiada libera de todas maneras el uso de los recursos monetarios antes destinados a adquirir dichos alimentos. Estos recursos liberados pueden entonces ser gastados en otros fines, con el mismo resultado de la ayuda en dinero, pero normalmente con costos administrativos adicionales. A la inversa, la entrega de servicios en especie puede beneficiarse de importantes economías de escala, como en el caso de la educación, la salud y la vivienda. Muchos modelos de Estado de bienestar combinan redistribuciones en dinero y provisiones universales de servicios públicos en estas áreas.
El cambio hacia una menor disparidad distributiva supone en primer lugar actuar más activamente sobre la apropiación de renta (de los recursos naturales y por falta de competencia en los mercados), las instituciones financieras y la organización de la relación salarial y su codificación institucional. Estos tres factores determinan lo fundamental de la estructura de los ingresos y constituyen lo que Boyer (2014) denomina “regímenes de desigualdad” en materia de retribuciones primarias de ingresos en la actividad económica. A mayor apropiación concentrada por grandes empresas de las rentas de los recursos naturales y la generación de rentas monopólicas en los mercados por falta de competencia o falta de regulaciones apropiadas (especialmente en el caso de los monopolios naturales, de las industrias de red y de los patentamientos de innovaciones y de propiedad intelectual), mayor es la concentración del ingreso a favor de los dueños de las mencionadas empresas en detrimento de otras empresas y/o de los consumidores finales. A mayor diferenciación en el acceso y las condiciones de financiamiento de la producción a favor del capital de trabajo de las grandes empresas que operan con economías de escala y de los proyectos con historia y de mayor envergadura (y por tanto con “menor riesgo financiero”) y de las personas de más altos ingresos en materia de crédito al consumo, mayor es la concentración de los activos y los ingresos. A menor codificación correctora de las asimetrías de poder entre los empleadores, las gerencias y los asalariados formales e informales en las empresas (mayor o menor importancia de los salarios mínimos, normas de despido, condiciones de jornadas y horas extraordinarias, negociación colectiva por empresa, rama y sector, participación en las utilidades, entre otros aspectos del derecho del trabajo) y los contratantes y contratados de servicios externos de apoyo a la producción, mayor es la concentración del ingreso en beneficio de los dueños del capital y de los grupos gerenciales en detrimento del resto de los asalariados y de los trabajadores autónomos prestadores de servicios externos. En términos macroeconómicos las políticas de pleno empleo también favorecen la disminución de las asimetrías de poder en los mercados de trabajo y el incremento de los salarios reales que, en condiciones de capacidades excedentarias de producción y de disponibilidad de divisas, contribuyen a la creación de círculos virtuosos de redistribución-crecimiento menos desiguales.
OCDE (2011) y Larrañaga y Rodríguez (2015) desarrollan evaluaciones que indican una importante capacidad redistributiva cuando se valoran monetariamente los servicios públicos gratuitos. No obstante las evaluaciones sobre el impacto de la redistribución en especie son aún incompletas y presentan problemas metodológicos en la homologación de datos. Las evaluaciones comparativas más amplias disponibles se remiten, por el momento, a la redistribución a través de impuestos y transferencias monetarias (OCDE, 2016)[3]. Estas disminuyen la desigualdad en 27% en promedio en los países de la OCDE, con un tercio explicado por impuestos y dos tercios por transferencias monetarias. Desde 2010 esta capacidad redistributiva se ha debilitado o estancado, con la excepción notoria de Islandia y Francia, en especial gracias a incrementos de la tasa aplicable al tramo más alto del impuesto a la renta y el fortalecimiento de los beneficios sociales.
Destaca en el largo plazo el “modelo nórdico” que, además de dar una base económica y financiera estable al Estado de bienestar, mantiene economías con altas capacidades redistributivas (aunque estas han disminuido levemente en los últimos 20 años). En los cuatro países nórdicos el coeficiente de Gini era de 0,45 en promedio hacia 2014, luego que opera el sistema de impuestos y transferencias públicas es llevado a 0,26. Estas cifras son de 0,50 y 0,30 para cinco países europeo-continentales y de 0,48 y 0,35 para cinco países anglosajones, lo que refleja que si bien la distribución del ingreso de mercado es similar, la capacidad de redistribución en estos países es menor a la de los Estados de bienestar nórdicos (aunque Bélgica presenta indicadores muy próximos).
En la frecuente comparación entre Suecia y Estados Unidos (principal expresión del modelo mercantil anglosajón), de partida Suecia muestra una desigualdad de ingresos que resulta del funcionamiento del mercado inferior a la de Estados Unidos mientras que el ingreso disponible de las familias suecas, luego de que operan el sistema tributario y las transferencias públicas redistributivas, termina siendo sustancialmente mejor distribuido con un coeficiente de Gini de 0,274 y 0,390 respectivamente. La disminución de la brecha distributiva es de 36,1% en el caso de Suecia y de 22,9% en el caso de Estados Unidos.
Al otro lado de la escala, Sudáfrica aparece en las estimaciones ampliadas de la OCDE como el país más desigual. El coeficiente de Gini es especialmente alto, de 0,715, la que se reduce a 0,620 mediante los sistemas de impuestos y transferencias con una disminución de 13,3%. China ostenta, según la información más reciente recogida por la OCDE, una muy alta desigualdad medida por el coeficiente de Gini con un 0,556 para los ingresos disponibles y una baja tasa de redistribución.
En los pocos países latinoamericanos incluidos en la base de datos de la OCDE (el caso de Chile será tratado en la sección siguiente) se constata que las capacidades redistributivas son de muy baja intensidad aunque han mejorado, pasando de un promedio de 3,7% en Brasil, México y Chile a mediados de los años noventa a 10,1% en 2015. Es especialmente notorio el caso de Brasil que alcanzó un 18,3% de capacidad redistributiva a través de impuestos y transferencias. Pero la situación sistémica en América Latina es que los regímenes de acumulación en economías con fuerte heterogeneidad estructural y baja diversificación, acentuada por los procesos de liberalización y apertura de la década de los ochenta y noventa, mantuvieron el carácter dual y polarizado de la estructura productiva, lo que ha dado históricamente poca consistencia y base material a la conformación de Estados de bienestar con excepción parcial de los procesos tempranos de establecimiento de algunos derechos sociales. Los sistemas de impuestos-transferencias monetarias son estructuralmente débiles en la región y poseen una baja capacidad de corrección de la gran desigualdad en la posesión de los recursos productivos (la tierra, el capital físico y el trabajo humano calificado), a lo que se agrega una fuerte diferenciación en las productividades según tipo de empresa y sector de actividad. La parte del sistema productivo conectada a la provisión de materias primas para el mercado mundial, al crédito externo, a los mercados y a las tecnologías globalizadas -especialmente a través de la inversión extranjera directa- se articula con rentabilidades del capital y retribuciones salariales y no salariales sustancialmente mayores que en los sectores tradicionales de baja productividad, incluyendo diversos servicios, con bajo poder de mercado y/o bajo acceso al crédito y a fuerza de trabajo calificada.
Un caso de atenuación reciente de la elevada desigualdad de ingresos: Chile, 1990-2015
Chile se encuentra entre los países más desiguales del continente latinoamericano y es el más desigual entre sus vecinos. Según el Banco Mundial el coeficiente de Gini alcanzó un valor de 0,48 en 2015 mientras en los países latinoamericanos de mayor desigualdad -Brasil, Colombia y Panamá- este valor fue de 0,51. Los de menor desigualdad fueron Costa Rica con un coeficiente de 0,48, Bolivia y Ecuador con 0,46, Perú con 0,44, Argentina con 0,43 y Uruguay el menos desigual con un coeficiente de 0,42.
El PIB de Chile se multiplicó por 3,3 entre 1990 y 2015. En un contexto de alto crecimiento de la actividad económica (incluyendo recesiones en 1999 y 2009) el coeficiente de Gini medido por el gobierno de Chile sobre la base de la encuesta de ingresos CASEN disminuyó de 0,56 en 1990 a 0,48 en 2015. La tendencia a la disminución es más marcada desde el año 2000. Utilizando la misma serie de encuestas de ingresos, organismos internacionales como el Banco Mundial y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo reseñan una evolución en el mismo sentido obteniendo prácticamente el mismo resultado con la encuesta de ingresos más reciente de 2015. No obstante, las series de tiempo exhiben algunas diferencias incluyendo los distintos resultados de las series oficiales (en especial luego del cambio de coalición gobernante en 2010-2014, como se observa en el Cuadro 3) básicamente por diferencias metodológicas en la imputación de ingresos y las compatibilizaciones con los datos de ingresos provenientes de las cuentas nacionales. El Banco Mundial, cuya base de datos global es la de mayor cobertura y continuidad en la materia, reseña para Chile leves incrementos del coeficiente de Gini entre 2006 y 2009, a raíz de la recesión de la economía chilena en 2009, y entre 2013 y 2015, a raíz del menor crecimiento, con el consiguiente aumento del desempleo y/o del empleo informal.
La OCDE presenta diferencias más importantes en sus estimaciones de desigualdad a través del coeficiente de Gini, porque no utiliza el ingreso familiar per cápita como base de cálculo como sí lo hacen el gobierno de Chile, el Banco Mundial y el PNUD. En cambio, no hace imputaciones de ingreso por arriendo para los que son propietarios de su vivienda y, sobre todo, realiza un ajuste por equivalencia a los miembros del hogar para reflejar una menor necesidad de ingresos de los menores de edad. Dado que en promedio tienen más hijos los hogares de menos ingresos, el coeficiente de Gini de los ingresos disponibles baja de 0,48 en las otras estimaciones mencionadas a 0,45 en la medición de OCDE 2015. Los datos de este organismo para Chile, siempre a partir de la encuesta de ingresos CASEN, reflejan una disminución del coeficiente del ingreso disponible desde 0,48 en 2009 a 0,47 en 2011 y 0,45 en 2015 (ver Cuadro 3).
En el Cuadro 3 puede observarse que el índice de Palma relaciona el nivel de ingreso promedio del 10% más rico de la población y el 40% más pobre, a partir de la observación según la cual el 50% intermedio restante suele obtener en la mayoría de los países una proporción equivalente de los ingresos y por lo tanto mide mejor el nivel de desigualdad de ingresos (Palma, 2017), también refleja que la desigualdad de ingresos ha disminuido (ver Cuadro 3). Por su parte, una serie de tiempo desde 1990 que considera la proporción del ingreso concentrada por el 10% más rico a partir de las encuestas de ingreso de los hogares CASEN procesadas por el Banco Mundial, registra una disminución de la participación de este segmento en el ingreso total de 47% en 1990 a 38% en 2015. El Banco Mundial (2015) realizó, además, una estimación más amplia para 2013 utilizando junto a la encuesta de ingreso CASEN los datos de recaudación de impuestos. Esta arrojó un resultado de concentración de los ingresos de gran magnitud: el 5% más rico concentra el 51,5% de los ingresos devengados totales, el 1% más rico el 33,0% y el 0,1% más rico el 19,5%. Los ingresos devengados incluyen las utilidades no distribuidas que los dueños dejan en sus empresas. Estas son las cifras de concentración de ingresos más altas registradas en estimaciones de este tipo. El carácter concentrador del crecimiento chileno en detrimento de los ingresos del trabajo se expresa en que entre 1990 y 2015 el aumento de los salarios promedio, en la estimación del PNUD a partir de las encuestas de ingresos (2017), fue de 120% y el del percentil 25 (representativo de los bajos salarios) de 141%, mientras que el PIB aumentó en el mismo período en 231%.
Para evaluar las capacidades redistributivas los datos de la OCDE (OCDE, 2016) que distinguen el ingreso de los hogares antes y después de la aplicación de impuestos y transferencias permiten constatar que Chile está lejos del promedio de la disminución de la desigualdad monetaria de mercado por la acción gubernamental que es de 25% en la OCDE. Mientras el rango de corrección de la desigualdad va desde algo menos de 9 puntos en el coeficiente de Gini en Suiza, Estados Unidos y Canadá a 13 puntos en los países nórdicos, Polonia y Chequía, en Chile es de solo 3 puntos. Junto a México y Turquía, se sitúa al final de la tabla en materia de profundidad redistributiva[4].
El proceso redistributivo en Chile corrige solo entre 6,2% y 6,4% el nivel de desigualdad medido por el coeficiente de Gini (ver Cuadro 4). La desigualdad de la distribución primaria del ingreso (ingreso de mercado) medida por el coeficiente de Gini ha disminuido desde 1996 (OCDE, 2011) y especialmente desde 2009 explicada por todas las fuentes de ingresos que contribuyeron a la reducción de la desigualdad, considerando el período 2000-2013, con un aporte tanto de los ingresos independientes (que son los más concentrados y subestiman los ingresos del capital) como de los ingresos salariales (que representan dos tercios de los ingresos promedio de los hogares) (Larrañaga y Rodríguez, 2015). Las encuestas de ingresos CASEN registran una disminución de la desigualdad salarial de cinco puntos en el coeficiente de Gini entre 2003 a 2015. La mitad de esa reducción se explica por el aumento de la dotación de trabajadores con mayor escolaridad (el gasto en educación pasó de un 2,5% del PIB en 1990 a un 4,7% en 2015), a la vez que incide la disminución de la desigualdad salarial al interior de los grupos clasificados por nivel de escolaridad (PNUD, 2017). Sapelli (2016) sostiene en el mismo sentido que esta tendencia se vincula a la expansión de la cobertura educacional desde 1990 que ha reducido las diferencias en años de escolaridad y de ingresos laborales en las cohortes más jóvenes. En 2015 solo el 31% de los asalariados de 40 a 60 años había cursado estudios de nivel superior, mientras el 36% no había completado la enseñanza media. En contraste, el 48% de los asalariados de 25 a 39 años había cursado estudios superiores y solo el 15% no había completado la enseñanza media. No obstante, la desigualdad salarial permanece muy elevada y se explica por la baja cobertura de los acuerdos de negociación colectiva entre los asalariados (6% contra 54% promedio en la OCDE).
La capacidad redistributiva de impuestos y transferencias monetarias, en cambio, ha permanecido estancada. El enfoque predominante, con excepción del utilizado por el segundo gobierno de Michelle Bachelet de 2014-2018 que realizó una reforma que aumentó moderadamente la tributación de las utilidades de las empresas, considera que la redistribución solo debe llevarse a cabo a través del gasto público y no de los tributos (una ilustración de este enfoque se encuentra en Arellano, 2011). Una hipótesis aplicable a Chile es que la tributación del ingreso personal permanece relativamente baja en muchos países a pesar de los avances democráticos, dada una sobre-representación parlamentaria “de los partidos alineados con la élite” que “pueden bloquear los intentos legislativos de introducir impuestos progresivos” (Ardanaz y Scartascini, 2011: 11).
Por el lado de las transferencias estas son limitadas y están condicionadas por la baja tasa de presión tributaria. Dos tercios de las transferencias monetarias a los hogares son explicadas por la pensión básica solidaria introducida en 2008, que transfiere un subsidio a los adultos de más de 65 años y personas discapacitadas del 60% de la población de menores ingresos no cubiertas por el sistema contributivo de pensiones, junto a un complemento para las pensiones contributivas más bajas. La OCDE (OCDE, 2014) consigna que el gasto en protección social en Chile es sustancialmente inferior al promedio de los países miembros, lo que repercute en la baja capacidad redistributiva de la acción pública en los ingresos monetarios de las familias. Este gasto representó en 2015 el 11,2% de su PIB (contra un 11% en 1990), es decir el tercer porcentaje más bajo detrás del de México (7,3%) y Corea del Sur (10,4%) y frente a un 21% de media en la organización. En proporción al tamaño de su economía, el gasto en protección social en Chile debiera cuasi duplicarse para alcanzar el promedio OCDE y contribuir más activamente a la disminución de la desigualdad.
Conclusiones
En el contexto de ampliación de la desigualdad de ingresos y patrimonios en el conjunto de las economías industrializadas de altos ingresos desde 1970 y de una cierta disminución de las mismas desde el año 2000 en diversos países de América Latina, la desigualdad de ingresos en Chile ha retrocedido consistentemente pero se mantiene en niveles elevados. Aunque se ha producido un importante crecimiento de los ingresos promedio desde 1990, las capacidades redistributivas del sistema de impuestos y transferencias monetarias son muy inferiores al promedio de los países de la OCDE y se mantienen estables desde 2009. La atenuación de la desigualdad es atribuible a su disminución en la esfera de los ingresos de mercado. La eventual ampliación de esta tendencia no deberá perder de vista los cambios necesarios desde las políticas públicas de las modalidades primarias de retribución a las diversas formas de capital y las diversas formas de trabajo asalariado y en especial los mecanismos de negociación salarial colectiva. A su vez, los diseños de política habrán de abordar el incremento del impacto de los procesos redistributivos de ingresos mediante la tributación y sistemas de transferencias monetarias y no monetarias de mayor amplitud. En conjunto, éstas determinan parte importante del acceso diferenciado al consumo y las dinámicas de ahorro y acumulación de capital. Posteriores investigaciones habrán de ahondar en el estudio de las fuentes de la disminución de la disparidad de los ingresos de mercado en Chile y en especial dimensionar los efectos de los aumentos en el gasto público y privado en educación sobre el mejoramiento de la distribución de los ingresos salariales. Adicionalmente, nuevas investigaciones habrán de evaluar los impactos distributivos de la reforma tributaria de 2015, cuya entrada en vigencia en régimen fue prevista para 2018, reforma centrada en el incremento de la tributación a las utilidades de las empresas y que fue diseñada para producir efectos redistributivos y para financiar mayores gastos públicos en educación.