Contradicción anarco-metropolitana: descentralización municipal y centralismo regional en Chile
Anarcho-Metropolitan Contradiction: Municipal Decentralization and Regional Centralism in Chile
En Chile coexiste un fuerte centralismo estatal y una notable descentralización municipal. Esta contradicción implica que las regiones son regidas por autoridades designadas por el Gobierno nacional, en cambio, las autoridades municipales son electas y cuentan con autonomía política y financiera. Esa contradicción administrativa se traduce, en parte, en Gobiernos regionales inexistentes -a pesar de la reciente elección de los consejeros regionales- puesto que son, en rigor, delegaciones del Gobierno central, incluidos los secretarios regionales ministeriales (los intendentes o gobernadores aun no son electos). Otra expresión de esta contradicción es la atomización municipal, con comunas que reproducen en sus capacidades y recursos la desigualdad y la segregación territorial y con asociaciones intermunicipales divididas y debilitadas.
La convergencia, en las conurbaciones multicomunales, de un radical centralismo en las divisiones administrativas superiores, junto a una atomizada descentralización en las numerosas municipalidades, hace crisis en las áreas metropolitanas pluricomunales, que resultan literalmente sin gobierno. Si bien el centralismo inhibe el desarrollo regional y la fragmentación municipal reproduce la desigualdad, la “contradicción anarco-metropolitana” es la más grave consecuencia de ambos. Sin gobierno, el resultado es inequidad para la mayoría e ineficiencia para la economía urbana y nacional.
A pesar de la gravedad y urgencia de esta “contradicción anarco-metropolitana”, las soluciones alternativas han sido políticamente inviables. La opción de un Gobierno metropolitano electo -con los riesgos de que quien lo presida devenga en un poderoso competidor político- contrapesado por un consejo de los alcaldes de la intercomuna pareciera ser una posible opción a evaluar.
Palabras clave
Gobierno Metropolitano, Descentralización, Centralización, Desigualdad Económica, Estudio de Casos, Chile.Resumen, traducido
In Chile, a strong state centralism coexists with a notable municipal decentralization. This contradiction implies that regions are governed by authorities designated by the national government, while municipal authorities are elected and have political and financial autonomy. This administrative contradiction results, in part, in non-existent regional governments -despite the recent election of regional councilors- since they are, strictly speaking, central government delegates, including regional ministerial secretaries (governors are not yet elected). Another expression of this contradiction is the municipal atomization, with communes that reproduce inequality and territorial segregation in their capacities and resources, with divided and weakened intermunicipal associations.
The conjunction of these two realities, centralism in larger administrative divisions, and atomized municipal decentralization in smaller areas, collapse in pluricomunal metropolitan areas, which are literally without government. Although centralism inhibits regional development, and municipal fragmentation reproduces inequality, the “anarcho-metropolitan contradiction” is the most serious consequence of both of these conditions. The lack of government results is inequality for the majority, and in inefficiency for the urban and national economy.
Despite the gravity and urgency of this “anarcho-metropolitan contradiction”, alternative solutions have been politically unviable. The possibility of an elected metropolitan government -with the risks that whoever presides over it turns into a powerful political competitor- counterbalanced by a council of intercommunal mayors seems to be a possible option to evaluate.
Keywords
Metropolitan Government, Decentralization, Centralization, Economic Disparity, Case Analysis, Chile.Introducción: Gobiernos metropolitanos, centralismo y descentralización en América Latina
El Secretario General del Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo (CLAD) advertía que “el tema de las ciudades en América Latina se torna cada vez más complejo”, concluyendo que “donde más incide el grado de complejidad de las ciudades es en el diseño del modelo de gestión” (Montero, 2017: 5-6). En efecto, la región es una de las que registran una más alta proporción de su población viviendo en ciudades y, además, en ella la tendencia a la metropolización ha sido cada vez mayor.
Al respecto, Rodríguez y Velásquez (1994) planteaban tempranamente que el rol de los Gobiernos locales en América Latina se enmarcaba en un contexto de tres procesos contemporáneos: el crecimiento demográfico urbano y con él las crecientes demandas de servicios públicos a los Gobiernos locales; las tendencias en pro de la descentralización del Estado y el traspaso de competencias y recursos a los municipios; y, en parte relacionada con dicha descentralización, la redefinición del rol del Estado y de sus funciones económicas y sociales, incluyendo la reducción de su tamaño y la privatización de servicios tradicionalmente propios del sector público. Así, varias de las iniciativas de descentralización, surgidas a partir de los años 80 y 90 en países de la región, resultan no solo coetáneas con los procesos de neoliberalización, sino también a veces funcionales a estos.
En el escenario de la hiperurbanización y metropolización latinoamericanas, Grin (2017: 35) afirma sugerentemente que “São Paulo es una ciudad-nación”, con una población mayor a la de varios países europeos, y que “todo lo que implica modificar su forma de administración presenta una complejidad con esas dimensiones”. Es pertinente, a propósito del término “ciudad-nación”, la relectura de la descentralización que propone Rancier (2016), evocando la reivindicación de autosuficiencia y autogobierno de la antigua “ciudad-Estado”.
Destacando la relevancia no solo demográfica sino también económica de las grandes metrópolis, Fernández (2011) expone el rol que juega la Región Metropolitana de Buenos Aires (RMBA), como megaciudad, en la economía del Cono Sur latinoamericano, a la vez que advierte sobre la configuración de una sociedad más desigual. En este contrapunto entre lo económico y lo social, entre crecimiento y equidad o, en términos más generales, entre crecimiento y desarrollo, se juegan ciertamente tanto la gestión gubernamental como la gestión metropolitana, afectando esta última a una alta proporción de la economía y la sociedad de un país.
Sobre la relación entre descentralización y metropolización -esta, por cierto, altamente concentradora y muchas veces centralizadora-, relación sin duda clave en la definición de los Gobiernos metropolitanos, Carrión (2012) distingue tres órdenes de descentralización: la horizontal, que contrapesa las funciones estatales ejecutiva, legislativa y judicial; la vertical, que busca equilibrar los niveles de acción del Estado, tales como el nacional, regional y local; y la descentralización territorial, que tiene por objetivo la democracia territorial entre las regiones ricas y pobres, o entre las ciudades grandes y pequeñas. Esta última, de carácter más solidario, se vincula ciertamente con la descentralización vertical, poniendo en relieve que, junto a la distribución de facultades políticas, la equidad emerge como un objetivo primordial tanto al interior de las metrópolis latinoamericanas -con una visible desigualdad intraurbana- como entre estas y los demás territorios.
A partir de lo expuesto, es conveniente revisar someramente algunas de las experiencias de descentralización en América Latina y su vínculo con la conformación de diversas modalidades de Gobiernos metropolitanos.
En Brasil, los procesos sucesivos pero fluctuantes de descentralización (1985, 1988 y 1993), que involucraban la gestión urbana y que tendían a Gobiernos más locales a través de subprefecturas (Lameirão, 2017) -procesos que Grin (2017) define como de “construcción y desconstrucción”, o que Cravacuore (2016), con otros términos y acentos, llama procesos de “recentralización”-, constituyen el contexto del reciente Estatuto de Metrópolis, que da las pautas para la planificación, gestión y ejecución de las funciones públicas y otros instrumentos de gobernanza interfederativa de desarrollo urbano de las áreas metropolitanas (Pires, Olenscki y Mancini, 2016).
En México, el Distrito Federal (DF) -que desde 2016 corresponde a la Ciudad de México- era parte integrante de la Federación, tal como los demás estados de la república; sin embargo, “los órganos de gobierno del DF han sido distintos, ya que su poder Ejecutivo no es un gobernador, y tanto él como el Legislativo y Judicial comparten facultades con el gobierno federal” (Carrera Hernández, 2017: 180). Esta institucionalidad, de una de las mayores metrópolis de América Latina, “enfrenta graves problemas para lograr una buena gobernabilidad. El primer obstáculo son las limitaciones que impone la ley al gobierno del DF al dejar facultades estratégicas (…) en manos de los poderes Ejecutivo y Legislativo de la federación”, y el segundo es “la extrema centralización de facultades en el gobierno del DF en detrimento de los Delegados, quienes también son autoridades electas democráticamente” (Carrera Hernández, 2017: 200). Es decir, un doble centralismo: federal y distrital.
Analizando la gestión neoliberal urbana en el caso de México, Olivera (2011: 157) afirma que “la gestión urbana representa las relaciones de poder entre los actores estructuralmente diferenciados en el territorio en cuestión”, agregando que las políticas neoliberales se aplicaron autoritariamente “a través del gobierno central el cual permeó su influencia en el ámbito de los estados y municipios”, otra manifestación de centralismo, incluso en un régimen federal. Arocena (2012: 241), reconociendo que históricamente en América Latina los Estados de mayor superficie, entre otros factores, se organizaron en forma federal en tanto los demás lo hicieron con una estructura política unitaria, concluye que “lo más significativo es que, más allá de su organización formal, todos se han caracterizado por un claro centralismo”.
En Colombia, y específicamente en el caso de Bogotá, Hernández (2017) recuerda que esa metrópoli ha contado por décadas de un estatuto especial de administración y gobierno y que, desde 1991, con un propósito de descentralización territorial, se constituyó -polémicamente hasta hoy- como Distrito Capital, disponiéndose la creación de 20 localidades o alcaldías menores con funciones solo administrativas y dependientes de ese Distrito y de su Alcalde Mayor. De hecho, ese Alcalde Mayor -electo a partir de 1988- puede pedir la renuncia a los alcaldes menores designados. En el caso de Medellín, Sanabria (2017), sosteniendo que no existe una autoridad para el Área Metropolitana del Valle de Aburrá, expone que sus nueve municipios -cada uno con autonomía política y alcalde electo- se han integrado en una estructura intermunicipal homónima, que coadministra y en cierta forma coproduce bienes y servicios públicos.
En Ecuador, el Distrito Metropolitano de Quito (DMQ) es una jurisdicción especial sujeta a una dualidad de regímenes institucionales superpuestos: organismos desconcentrados del Ejecutivo central nacional, de un lado, y de otro, organismos del régimen seccional autónomo descentralizado (Barrera y Novillo, 2017). Estos autores señalan además que el Municipio del Distrito Metropolitano de Quito “tiene las mismas competencias de los gobiernos cantonales, provinciales y regionales, de tal manera que se transforma en una “ciudad-distrito-región” (Barrera y Novillo, 2017: 154). Algo similar, guardando todas las diferencias, sucede en Lima y Callao que están afectas a un régimen especial. En la primera “se superponen en un mismo gobierno las funciones de gobierno regional y municipal metropolitano”, en tanto en Callao “el gobierno regional y provincial asumen la misma jurisdicción” (Bensa, 2017: 242).
En Costa Rica, Ureña (2016), refiriéndose a la planificación en “cascada”, afirma que “existen serios problemas para articular las metas locales con las metas país, pues la planificación regional no se ha desarrollado eficientemente”. Este vacío o salto de escala reposiciona la tensión asimétrica entre lo nacional y lo local, afectando la descentralización. Al contrario, Pírez (1994) señalaba para el caso argentino que el nivel municipal no se definía por la Constitución Nacional sino, en un Estado federal, por las constituciones provinciales que delegaban en los municipios.
Respecto de El Salvador, Melara (2016) releva un concepto sugerente: “territorialización del Estado”, que incluye objetivos tales como territorialización de las políticas públicas, gestión asociada de los territorios, descentralización de competencias, desconcentración de funciones y servicios, entre otros. Es decir, incluye pertinencia además de descentralización. En Guatemala, la Constitución prescribe que en cada departamento debe haber un Consejo Departamental presidido por el gobernador -designado por el Presidente de la República con las mismas calidades de un Ministro de Estado- e integrado por los alcaldes de todos los municipios y representantes de los sectores público y privado (Barillas, 2016).
De la experiencia venezolana, y en particular de Caracas, Ornés (2011: 279) concluye que “el marco jurídico venezolano (…) demanda la necesaria cooperación y trabajo colectivo de las instituciones públicas (…) a los distintos niveles de gobierno”, aunque “pareciera que las particularidades de cada ente y quizás las no muy activas herramientas de comunicación, han estado por encima del interés colectivo”. Se replantea así, una vez más, al menos los problemas de coordinación interinstitucionales o, lo que sería más grave, la preeminencia de los intereses propios de cada entidad. No casualmente el título de la publicación de Ornés (2011) es Caracas fragmentada y segregada: una construcción desde la normativa y la política urbana.
A propósito de fragmentación y segregación, la desigualdad, tan común en las sociedades de América Latina y tan tangible en sus grandes ciudades, emerge como uno de los mayores y más recurrentes desafíos para los Gobiernos metropolitanos, más aún cuando sus municipios y las respectivas autoridades locales, por las brechas de recursos entre ellos y por sus disímiles capacidades, tienden a reproducir la segregación y la desigualdad. En efecto, refiriéndose a la pobreza, desigualdad e inversión municipal en Bolivia, Pereyra (2012) diferencia cuatro grupos de municipios: con pobreza generalizada y baja desigualdad; con alta pobreza, pero mayor desigualdad; con menor pobreza y mayor desigualdad; y con bajos niveles de pobreza y baja desigualdad. Sin duda, tras esta clasificación subyace la segregación urbana intra e intercomunal. Pero también se infiere de ella la muy disímil disponibilidad de recursos propios de los distintos municipios presentes en las grandes urbes.
Respecto del ámbito municipal financiero y de los requerimientos de recursos para su gestión, Irarrázaval y Lehmann (1994) precisan algunos elementos de diagnóstico en la realidad latinoamericana: descentralización financiera insuficiente puesto que el gasto local es solo una proporción menor del gasto público total; ineficiencia en la captación de recursos propios; fuerte dependencia de los aportes del Gobierno central; nula capacidad de endeudamiento… En este diagnóstico general, la falta de recursos sin duda es más crítica para los municipios más pobres, que terminan siendo los más dependientes económica y, por ende, políticamente.
La incapacidad de las municipalidades frente a las mayores demandas inherentes al desmesurado crecimiento de la población urbana (en Bolivia) llevaba a Vargas (1994: 51) a afirmar que “tal incapacidad es reveladora de una crisis estructural general, que se manifiesta en las ciudades como una crisis urbano-municipal”. Una cuestión similar era formulada por Nunes (1994: 73), quien, ante la pregunta acerca de la capacidad de respuesta de las municipalidades brasileñas, expresaba que ella “denota también que esa base de igualdad (social) debe ser obtenida por intermedio de las instituciones políticas, inclusive municipales”, planteando la posibilidad de que el poder local pudiese contribuir a consolidar una democracia política efectiva.
Chile: la contradicción entre centralismo regional y descentralización municipal
En el contexto latinoamericano descrito, la realidad institucional chilena presenta a la vez características propias y otras similares a las de los países de la región, las que se manifiestan de modo especial en las áreas metropolitanas.
“Chile será descentralizado, o no será desarrollado”, aseveración de Prats i Catalá (2009: 86) que el autor explica afirmando que “el salto al desarrollo requerido para que Chile se instale estructuralmente entre los países avanzados del mundo, se encuentra bloqueado por un haz de desigualdades anudadas por la concentración económica, política y territorial del poder”.
La sentencia del autor citado se inscribe en el contexto chileno de “un sistema electoral híbrido en cuanto al origen de sus autoridades subnacionales: alcaldes, concejales municipales y consejeros regionales electos por la ciudadanía de cada comuna y región; en coexistencia con intendentes regionales que siguen siendo designados por el gobierno central”, siendo así “el único país de Sudamérica que no elige a sus autoridades regionales” (Von Baer, Rozas y Bravo, 2016: 30).
En efecto, a un nivel territorial general, el Gobierno de Chile está integrado por las siguientes instituciones: un Gobierno central, que incluye la Presidencia y sus distintos ministerios y subsecretarías, con atribuciones de alcance nacional. Luego los Gobiernos regionales, encabezados por los Intendentes -designados por la Presidencia- con atribuciones delegadas para cada una de las 15 regiones del país. A nivel subregional, los Gobiernos provinciales, a cargo de un Gobernador -también designado por la Presidencia- cuya responsabilidad, relativamente nominal, se limita a cada una de las 54 provincias de Chile. Y finalmente las municipalidades, órganos administradores de cada una de las 346 comunas del país, presididos por un alcalde electo, única autoridad unipersonal no designada ni de confianza de la Presidencia.
Estas diferentes instancias de Gobierno y administración se rigen por la Constitución Política de la República de Chile (2005), la Ley N° 19.175 “Orgánica Constitucional sobre Gobierno y Administración Regional” (2005), y la Ley N° 18.695 “Orgánica Constitucional de Municipalidades” (2006). Complementariamente, los ministerios sectoriales con mayor o más directa injerencia urbana -dependientes de la Presidencia- se rigen por la Ley N° 15.840 “Orgánica del Ministerio de Obras Públicas” (1998), la Ley N° 16.391 que “Crea el Ministerio de la Vivienda y Urbanismo” (2014), y la Ley N° 20.417 que “Crea el Ministerio, el Servicio de Evaluación Ambiental y la Superintendencia de Medioambiente” (2010) (las fechas solo refieren a las fuentes bibliográficas).
De acuerdo a estas normas, en Chile coexisten un fuerte centralismo estatal y una notable descentralización municipal. Esta contradicción implica que las regiones son regidas por autoridades designadas por el Gobierno nacional; en cambio, las autoridades municipales son electas y cuentan con autonomía política y financiera. Esa contradicción administrativa se traduce, en parte, en Gobiernos regionales inexistentes -a pesar de la reciente elección de los consejeros regionales- puesto que son, en rigor, delegaciones del Gobierno central, incluidos los secretarios regionales ministeriales (los intendentes o gobernadores aún no son electos). Otra expresión de esta contradicción es la atomización municipal, con comunas que reproducen en sus capacidades y recursos la desigualdad y la segregación territorial (a pesar del Fondo Común Municipal) y con asociaciones intermunicipales divididas y debilitadas.
La conjunción de estas dos realidades, centralismo en las divisiones administrativas mayores y descentralización municipal atomizada, hace crisis en las áreas metropolitanas pluricomunales, que resultan literalmente sin gobierno. Si bien el centralismo inhibe el desarrollo regional y la fragmentación municipal reproduce la desigualdad, la “contradicción anarco-metropolitana” es la más grave consecuencia de ambos.
En efecto, en las tres principales regiones chilenas con áreas metropolitanas vive cerca de dos tercios de la población nacional y se genera una proporción similar del PIB total del país. Sin gobierno, el resultado es inequidad para la mayoría e ineficiencia para la economía urbana y nacional.
A pesar de la gravedad y urgencia de esta “contradicción anarco-metropolitana”, las soluciones alternativas han sido políticamente inviables. Un Gobierno colegiado intermunicipal sería paritario nominalmente, atendida su diversidad de recursos y capacidades y la profunda heterogeneidad intercomunal que representaría. Un Gobierno metropolitano supracomunal designado por la autoridad superior reduciría el sesgo sectorialista y descoordinado de sus intervenciones urbanas, pero reforzaría el centralismo. La opción de un Gobierno metropolitano electo -con los riesgos de que quien lo presida devenga en un poderoso competidor político-, contrapesado por un consejo de los alcaldes de la intercomuna, pareciera ser una posible opción a evaluar.
La contradicción mencionada permanece irresoluta puesto que “a pesar de la tradición ‘nacional’ y ‘centralista’ de la política y la administración estatal en Chile, una y otra vez ha resurgido como problema aquel de la descentralización y los poderes locales” (De la Maza, 2004: 38). Concluye este mismo autor: “de este modo se va constituyendo una suerte de ‘discurso localista o municipalista’”, al que alude como “la corriente subterránea del municipalismo chileno”. La tensión local-nacional, o la tensión centralismo-descentralización, sigue haciendo crisis de desgobierno en las áreas metropolitanas.
¿Será un alcalde mayor o gobernador metropolitano un sustituto del intendente regional? ¿O este -electo- deberá asumir adicionalmente las funciones del Gobierno metropolitano? ¿Será posible resolver la contradicción anarco-metropolitana de Santiago?
Centralismo, concentración y desigualdad en Chile y en su Región Metropolitana
La inexistencia de un Gobierno metropolitano en Santiago de Chile y su compleja viabilidad política refieren a tres realidades convergentes en la capital del país: hipercentralismo político, hiperconcentración económica y financiera, e hiperdesigualdad interregional e intraurbana.
El centralismo favorece la concentración económica pública y privada, y con ella, también la territorial. Concentra, asimismo, el poder político y el poder económico. Tal concentración, si bien no determina, sí agrava las desigualdades. Según Acemoglu y Robinson (2014), son las instituciones, no la geografía, las que están en el origen de la desigualdad. Pero si las instituciones, públicas y privadas, están concentradas geográficamente, se produce una convergencia entre “la hipótesis geográfica” -desechada por esos autores- y la institucional, maximizando la desigualdad.
Es la realidad de Chile ayer y hoy. En Santiago, su ciudad “capital”, convergen el tradicional y fuerte centralismo político chileno, una gran concentración económica próxima a la mitad del PIB nacional, y una crítica desigualdad. Santiago, como otras ciudades subglobales y globales (Sassen, 1999), deviene así en un “espacio del capital” (Harvey, 2007). Confirma lo anterior Marcel (2014), quien sostiene que Chile -exceptuando a Islandia y Luxemburgo- es el país más concentrado y a la vez más fiscalmente centralizado de la OCDE. Cabe recordar aquí que, según la misma OCDE (OECD, 2013), Santiago es la ciudad con mayor desigualdad; ¿una consecuencia metropolitana de la concentración económica y el centralismo fiscal?
En relación con lo anterior, Marcel (2016) señala que el debate sobre descentralización en Chile se ha desarrollado en dos dimensiones: una “fiscalista” -que la reduce a una modalidad de asignación territorial de recursos públicos- y otra de desarrollo territorial -que relaciona urbanización, aglomeración territorial y crecimiento-. Con todo, obviamente la relación entre descentralización y finanzas municipales es una clave relevante para superar la nominalidad de la primera y viabilizar su eficacia. Como indica Dangond-Gibsone (2012: 111) para la realidad colombiana, el “manejo de las finanzas municipales dará el marco adecuado para discutir si la legislación posterior a la Carta Política de 1991 (de ese país) ha profundizado la descentralización (…) o si, por el contrario, con ella se ha dado marcha atrás”.
En términos de redistribución territorial fiscal, el Gobierno en Chile asignó subnacionalmente en 2013 solo el 13% de sus ingresos y el 7% del gasto público. Según el Centro de Estudios Públicos (CEP), en el mismo año, los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) registraron un gasto subnacional de 20% (CEP y The Brookings Institution, 2016). En Chile, el “centralismo” fiscal es proporcionalmente mayor ya que gasta subnacionalmente solo el 53,8% de lo recaudado a ese nivel territorial; en tanto, esa proporción sube al 70% en los países de la OCDE.
Con todo, según una de las fuentes citadas, “los gobiernos municipales y regionales de Chile, incluida la Región Metropolitana de Santiago (RMS) son responsables de una proporción relativamente baja de la recaudación tributaria y del gasto público” (CEP y The Brookings Institutions, 2016: 38). Es decir, el centralismo fiscal sería marginal. Agravando esta condición, Rodríguez-Pose y Ezcurra (2010) sostienen que la descentralización fiscal ha estado asociada, en los países de ingresos medios y bajos, a un incremento en las disparidades regionales, no compensadas por los efectos positivos de las políticas descentralizadoras, debido en parte a las preferencias de gasto de los Gobiernos subnacionales. Con cierta coincidencia, Atienza y Aroca (2012), refiriéndose a la relación negativa existente entre concentración y crecimiento, critican el efecto concentrador de algunas políticas públicas, incluidas las que tienen por objetivo reducir la desigualdad, como sucedería con el Fondo Nacional de Desarrollo Regional (FNDR), que habría favorecido más a la Región Metropolitana.
A su vez, Ramírez (2012) sostiene que la administración centralizada de las finanzas públicas es una clara restricción a la autonomía de los organismos subnacionales de gobierno y administración. Críticamente, afirma que la Subsecretaría de Desarrollo Regional y Administrativo, SUBDERE, en relación con la administración de la Inversión de Decisión Regional, ha logrado más bien el resultado contrario, reduciendo, mediante condiciones al uso de los recursos, la autonomía de las regiones. Y respecto de los efectos socio-territoriales del centralismo, Berdegué, Fernández, Mlynarz y Serrano (2014) recuerdan que las políticas sectoriales espacialmente ciegas no resultan neutrales en sus consecuencias territoriales, reproduciendo las desigualdades. Tal vez por lo mismo, Horst (2008) propone transferir a los Gobiernos regionales atribuciones sobre las inversiones sectoriales.
En relación con estos planteamientos, Letelier (2012) advierte que los beneficios de la descentralización fiscal pueden no distribuirse homogéneamente en el territorio, debido tanto a las desigualdades originarias de cada jurisdicción local como a la diversidad de competencias de gestión en cada una de ellas.
En Santiago, en parte por la concentración, pero también por el centralismo, la desigualdad es mayor a la de todas las áreas funcionales urbanas de Chile, y también mayor a la registrada en todas las demás regiones urbanas de la OECD (OECD, 2013). Ilustra esa crítica realidad el Índice de Gini de Santiago, solo inferior al de Río de Janeiro y al de Johannesburgo (0,52; 0,60 y 0,74 respectivamente) (CEP y The Brookings Institution, 2016). Ante tal realidad, Peña (2015) interpela: “¿Qué desigualdad es deseable para Chile?”; y un ex ministro (Vidal, 2016) se refiere a ella bajo un asertivo título: “Una vergüenza”. Kaiser (2015), por otra parte, y desde una postura crítica, publica el libro “La tiranía de la igualdad”.
Frente a tales antecedentes, el centralismo financiero de la RMS resulta patente al verificar, según datos de la Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras, que la región capital concentra el 74% de todas las colocaciones bancarias del país (SBIF, 2015). Además, la RMS concentra, para todos y cada uno de los sectores económicos, colocaciones bancarias proporcionalmente mayores a su población y a su PIB (Daher, 2016a). Esta realidad financiera es consistente con “el estatus de Santiago como el nodo central de transportación de servicios a empresas, dado que alberga más del 90 por ciento de las sedes corporativas de Chile” (CEP y The Brookings Institution, 2016: 3). Esta concentración empresarial en Santiago, constatable en cada uno de los sectores productivos y de servicios, se suma y refuerza con el centralismo financiero, minimizando las ya marginales medidas de descentralización fiscal.
Consecuentemente con lo expuesto, y en una publicación sugerentemente titulada “Chile, descentralizado… desarrollado. Más región: mejor país”, Von Baer, Toloza y Torralbo (2013) afirman que el centralismo fortalece las desigualdades sociales, es decir, que las inequidades territoriales y las desigualdades sociales se retroalimentan entre sí.
Prosiguiendo con los desafíos de la descentralización, el ex presidente Lagos (2014) plantea la cuestión de si las regiones requieren de un tamaño crítico mínimo. Esta pregunta, aplicada a la Región Metropolitana, podría aludir en cambio a un tamaño máximo, no necesariamente en superficie, sino principalmente en su población y economía. Letelier (2012), siguiendo a Buchanan, aborda el tema del tamaño óptimo, relacionado con los costos fijos y la congestión en la provisión de bienes colectivos, advirtiendo que los bienes públicos locales, aun estando disponibles para demandas de otras jurisdicciones, pueden admitir la probabilidad de exclusión en su consumo, incluso por distancia física. Aunque las antiguas teorías sobre el tamaño óptimo urbano no lograron su propósito cuantitativo y tampoco nutrieron exitosamente políticas públicas para controlar el crecimiento de las ciudades, en el caso de Santiago -una ciudad de tamaño “medio” a escala internacional- resulta evidente su desproporción relativa frente al resto de Chile.
Este es el contexto, a grandes rasgos, de la extraordinaria concentración económica y del exacerbado centralismo político chileno -según se verá más adelante- que, en conjunto, reproducen la desigualdad intraurbana metropolitana y la interregional a nivel nacional. Este es, asimismo, el contexto que dificulta -por no decir imposibilita- la conformación de un Gobierno metropolitano. Con todo, esta es la realidad que, en caso de que un tal Gobierno fuere constituido, tendría que asumir en su agenda central.
¿Un Gobierno metropolitano para Santiago?
La cuestión de un Gobierno metropolitano para Santiago excede, pues, y por mucho, a los tradicionales requerimientos de la gestión urbana en sentido estricto (Brenner, 2016), como asimismo a los propios de un Gobierno regional cualquiera. En primer lugar, por la altísima concentración demográfica y económica en la metrópoli -“Santiago no es Chile”, pero sí es medio Chile- lo que implica una corresponsabilidad en materia de eficiencia, competitividad, etc., a la vez que un desafío mayor de equidad, atendida la extrema desigualdad social intercomunal en la capital.
En segundo lugar, excede a la gestión urbana convencional por la acentuada disparidad entre la metrópoli santiaguina y el “resto de Chile”, incluidas las otras dos regiones con áreas metropolitanas mayores -Gran Concepción y Gran Valparaíso-. En esta realidad, el desarrollo y la competitividad de la capital de Chile no pueden ser a costa del resto del país, sino más bien solidariamente con él. Y, en cuanto a equidad socio-territorial interregional, la responsabilidad de un Gobierno metropolitano no es menor, si bien no es exclusiva del mismo.
Al respecto, Von Baer y Palma (2008) se refieren a la centralización de la competitividad, la que se evidencia en disparidades extremas entre la Región Metropolitana de Santiago versus las regiones menos competitivas, y abogan por un mayor equilibrio o descentralización de la competitividad.
En otras palabras, la cuestión de un Gobierno metropolitano, en el singular caso de Santiago, enfrenta en principio dos realidades y desafíos mayores: la hiperconcentración y la hiperdesigualdad, tanto intrametropolitana como interregional.
A ellos, como si no fuesen ya suficientemente complejos, se adiciona el hipercentralismo político chileno radicado en la capital. Así pues, convergen en ella ya no dos, sino tres retos mayores: el de la concentración, el de la desigualdad y el de la centralización del poder político. Todos en su máxima expresión.
En consecuencia, gobernar Santiago es hacerse cargo de cada una de estas anomalías y, por ende, contribuir, junto a otras entidades, a des-concentrar, des-centralizar y, en parte como resultado de ambas “des” -sin minimizar otras políticas ad hoc-, lograr una mayor equidad intraurbana e interregional. Por añadidura, todo lo anterior redundaría en una mayor sustentabilidad económica, social y ambiental para Santiago.
Un eventual alcalde mayor, gobernador metropolitano o como quiera denominársele, si no se restringe a las tareas “edilicias” y de gestión urbana propias de los municipios -ni a la simple sumatoria intercomunal de ellas- y asume al menos parcial y subsidiariamente las responsabilidades ministeriales sectoriales en la Región Metropolitana, y si dicho alcalde mayor o gobernador metropolitano asume también la corresponsabilidad por el resto de Chile, cuyo desarrollo ha sido al menos inhibido por la concentración y el centralismo santiaguinos, tal autoridad sería, de facto si no de derecho, la segunda del país, más aún si es una autoridad electa, y aún más si fuere de oposición al Gobierno nacional de turno.
Políticamente -no solo electoralmente- se trata ni más ni menos del gobierno de medio Chile, y por ende de un “medio-Presidente”, con más responsabilidades -y eventualmente con más poder- que todos los intendentes regionales y la mayoría de los ministros de Estado. Si hoy el alcalde o la alcaldesa de la sola comuna de Santiago tiene ya un rol político y protocolar relevante, se comprenderá por qué no hay acuerdo ni al parecer tampoco voluntad política para constituir un Gobierno metropolitano. Si bien la nueva Política Nacional de Desarrollo Urbano (MINVU, 2014) reconoce la necesidad de ese Gobierno, por su carácter solo indicativo -no vinculante- no ha tenido respuesta alguna.
Los propios alcaldes comunales, que gozan actualmente de respaldo popular por ser electos y de una cierta autonomía más bien anómala en la administración centralizada del Estado chileno, muy probablemente se opondrían también a una autoridad unipersonal metropolitana que vulnerase sus atribuciones. Tal oposición podría ser incluso mayor por parte de los alcaldes con menos recursos y equipos menos calificados, es decir, de la mayoría de los actuales municipios metropolitanos.
La heterogeneidad política proveniente de la elección popular de los actuales alcaldes y, con excepciones, correlacionada con la acentuada segregación socio territorial urbana de la capital, dificultaría aún más la aceptación de una fórmula de autoridad metropolitana unipersonal electa, oficialista o de oposición. Todo lo dicho redunda en una suerte de “resistencia” a una institucionalidad metropolitana (Orellana, Arenas, Marshall y Rivera, 2016).
Así, se confirma una vez más que la actual contradicción “anarco-metropolitana”, es decir la coexistencia de un fuerte centralismo estatal y regional junto a una atomización comunal descentralizada, hace crisis por yuxtaposición en las áreas metropolitanas pluricomunales, al resultar estas “des-administradas” y “des-gobernadas” por omisión de una autoridad supracomunal o al menos intercomunal.
El Gobierno central sectorializa y, en consecuencia, desgobierna las áreas metropolitanas. Las administraciones municipales atomizan y, en consecuencia, des-administran dichas áreas. El resultado es una doble fragmentación y una doble dispersión: cada ministerio con injerencia urbana actúa de hecho en forma descoordinada con sus pares, tanto temporal como territorialmente; y cada municipio administra su jurisdicción sin mayor coordinación con sus comunas vecinas y menos con la ciudad en su conjunto.
A la atomización municipal se suma la sectorialización ministerial. El resultado es el desgobierno, incluso literalmente la anarquía. Un hecho grave en una metrópoli que es medio país.
Esta fragmentación dual -sectorial y territorial- se torna más crítica cuando los ministros y sus secretarios regionales ministeriales (SEREMIS) son autoridades designadas con atribuciones delegadas de la Presidencia y de su exclusiva confianza, en tanto los alcaldes y los concejales son autoridades electas, eventualmente de oposición al Gobierno central.
Así los hechos, antes de preguntarse qué tipo de Gobierno metropolitano (Rojas, Cuadrado-Roura y Fernández-Güell, 2005) es el óptimo para Santiago, es necesario cuestionarse si acaso es posible “algún” Gobierno metropolitano para esta singular metrópoli concentrada, centralizada y desigual.
¿Un Gobierno colegiado intermunicipal? O un graffiti de la desigualdad
La nominalidad -por no decir la disparidad- de un Gobierno metropolitano intermunicipal, es decir colegiado, remitiría convencionalmente a la segregación urbana y a la consiguiente heterogeneidad de recursos y competencias efectivas en las distintas comunas (Orellana, 2009). Para efectos de esta presentación, se ha preferido hacer un graffiti de la desigualdad intercomunal al interior de la Región Metropolitana de Santiago, a partir de estadísticas a nivel comunal de las captaciones y colocaciones bancarias en septiembre de 2015, registradas por la Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras (SBIF, 2015).
A continuación, en palabras de Stiglitz (2015), se constatará una “gran brecha” de desigualdad. De hecho, las captaciones bancarias por comuna en la RMS son polarmente dispares: solo cuatro comunas de las 52 existentes concentraban el 93% del total de captaciones, en tanto el saldo del 7% se distribuía atomizadamente en las demás 48 comunas de la RMS. La sola comuna de Santiago concentraba el 66,1% de ellas, ya que las casas matrices corporativas y empresariales están allí. No sorprende tampoco que las otras tres comunas financieramente relevantes sean las de población de mayores ingresos: Las Condes, con el 18,3% de las captaciones de la RMS; Providencia, con el 7,4% de ellas; y Vitacura, con el 1,2%. En el extremo opuesto, las comunas con captaciones menores eran Lo Espejo, con un 0,0000003%; Calera de Tango, con el 0,00003%; y Padre Hurtado, con el 0,00001%; cifras tan marginales que resultan casi ilegibles.
Las colocaciones bancarias presentan una condición similar. Según la misma fuente oficial (SBIF, 2015), las comunas que acumulaban los mayores créditos eran las mismas: nuevamente la de Santiago, con un 58,1% de participación; seguida por Las Condes, con el 20,4%; Providencia, con un 4,0%; y Vitacura, con un 1,7%. Entre esas cuatro comunas acumulaban el 84,2% del total de colocaciones en la RMS. Asimismo, se reiteran las que perciben menor monto de créditos: Lo Espejo, con apenas el 0,00001%; Padre Hurtado, con el 0,00002%; y Calera de Tango, que recibe un 0,00005%.
Son datos que dan cuenta de la extrema desigualdad en Santiago y que confirman su profunda segregación intercomunal. Peor aun, la realidad financiera que cuantifican obliga a concluir que esta última, más que reflejar o solo reproducir la desigualdad, lamentablemente la aumenta. Haciendo una parodia de Piketty (2014), “el capital del siglo XXI” se encarna y grafica en “la capital del siglo XXI”.
Estas cifras hacen evidentes otras contradicciones, económicas y sociales, y por supuesto urbanas, en esa gran ciudad. No es posible no recordar, a propósito de ellas, el ya clásico texto de Harvey (1979) sobre urbanismo y desigualdad social. Tamaña desigualdad, expresada en una extrema segregación urbana, en parte producida por la conjunción de una acefalía de Gobierno metropolitano y una gobernanza de mercado -esta última facilitada e incentivada por la ausencia de ese Gobierno-, es otra razón más para avanzar en alguna fórmula de resolución de la contradicción anarco-metropolitana.
Consideraciones finales
Más que conclusiones, aquí el propósito ha sido hacer palpable las inconclusiones relativas a algún tipo de Gobierno metropolitano para Santiago. La tesis central sostenida en este artículo es que la persistente anarquía metropolitana tiene como fundamento la contradicción entre el exacerbado centralismo estatal e incluso regional, y la atomizada descentralización comunal. Tal contradicción se agudiza precisamente en las áreas metropolitanas pluricomunales, y hace crisis especialmente en la capital de Chile, sede del centralismo estatal y a la vez conurbación integrada por al menos 35 comunas de las 52 que contiene la Región Metropolitana.
En una reciente publicación, titulada “De cómo Chicago transformó a Santiago: 40 años de gobernanza de mercado”, Daher (2016b), evaluando los efectos territoriales y metropolitanos del cambio de modelo en Chile en la década de los setenta, introduce el concepto de gobernanza de mercado, una suerte de sustituto del inexistente Gobierno metropolitano, que coexiste con las más de 30 autoridades municipales, jurídicamente paritarias pero muy dispares en recursos económicos y, por ende, en capacidad de gestión. Un ejemplo de esta gobernanza de mercado se constata en la desigual participación ciudadana a nivel municipal. Al respecto, Pressacco (2012) identifica cuatro plebiscitos comunales realizados en el país en dos décadas (1990-2010), todos correspondientes a comunas de altos ingresos en Santiago más otra que es sede de un balneario exclusivo.
En medio de la anarquía metropolitana descrita, y en parte también producto de la alta concentración y del hipercentralismo, subyace una profunda segregación social y urbana que se “localiza” -más allá de ciertas mixturas excepcionales- en determinadas comunas, las que se “especializan” socioeconómica más que funcionalmente.
Concentración, centralismo y desigualdad -esta última, como paradoja, desconcentrada territorialmente y descentralizada políticamente en las comunas más pobres y vulnerables- configuran la “tríada” que, haciendo urgente la constitución de un Gobierno metropolitano, al mismo tiempo lo ha inviabilizado.
La pregunta formulada por Piketty (2015a): ¿cómo implementar una redistribución justa y eficaz de la riqueza en el contexto de la economía de las desigualdades… o en el escenario en el que el capitalismo se volvió loco? (Piketty, 2015b), interpela a la sociedad y a la clase política chilenas, de modo particular en el caso de la capital del país, y precisamente por las exclusiones, expulsiones, brutalidad y complejidad socioeconómicas, en términos de Sassen (2015).
La no respuesta frente a la inequidad y la anarquía metropolitanas, o la indefinición y recurrente postergación de un Gobierno metropolitano, pueden acentuar las redes de indignación (Castells, 2013) y conducir, si no a ciudades rebeldes, al menos sí a comunas rebeldes (Harvey, 2013). El clamor de los movimientos sociales en las grandes metrópolis contemporáneas exige “o estudo das contradições e conflitos para compreender a atual situação urbana na cidade” (Pereira, 2016: 139). Ojalá seamos capaces de ser solidarios y, rememorando nuevamente a Castells (2013), construyamos “redes de esperanza” para mejor y más equitativamente gobernar nuestras metrópolis.