Recibido: 3 de octubre de 2016; : 10 de abril de 2017; Aceptado: 4 de mayo de 2017
La efectividad de las políticas de justicia de la última década en América Latina
The Effectiveness of the Justice Policies of the Last Decade in Latin America
Las reformas judiciales en América Latina en la última década tienen características bien distintas de aquellas que se llevaron a cabo en las décadas precedentes. En esta etapa, las reformas han perdido centralidad en la agenda política, a pesar de la gravedad de los problemas en el sector. Tampoco han formado parte, en general, de procesos planificados e integrales que impliquen cambios de calado en esta área. Además, se han orientado prioritariamente hacia temas relacionados con la eficacia y eficiencia y hacia la promoción de mecanismos alternativos de resolución de conflictos. En cambio, reformas de rediseño institucional y de relación entre poderes han sido escasas y puntuales. Aunque apenas existen datos que permitan realizar una valoración del impacto de las mismas, a través de indicadores aproximados se concluye que estas reformas han generado resultados muy limitados. Hay dos elementos que contribuyen a dar contenido a la escasa efectividad de las mismas: en primer lugar, los actores que intervienen en el diseño e implementación de políticas, el consiguiente reparto de competencias entre instituciones y la dificultad de coordinarlas para objetivos comunes y orientaciones de políticas integrales; y en segundo lugar, la inestabilidad de los cargos políticos, que pone de manifiesto la incompatibilidad entre los tiempos políticos y los tiempos que requieren este tipo de reformas.
Palabras clave
Administración de la Justicia, Reforma Judicial, Efectividad, América Latina.Resumen, traducido
Judicial reforms in Latin America in the last decade have quite different characteristics from those that were carried out in the preceding decades. Reforms have lost centrality in the political agenda, despite the depth of the problems in the sector. They have not been part of plans or comprehensive processes involving draft changes in the sector. In addition, they have been oriented primarily towards issues related to the effectiveness and efficiency and to promote alternative methods to conflict resolution. Instead, institutional reforms have been limited. Although there are hardly any data allowing to conduct an assessment of the impact of the same, through approximate indicators it is concluded that these reforms have generated very limited results. In addition, there are two elements that contribute to giving content to the low effectiveness of these policies: firstly, the actors involved in the design and implementation of policies, the consequent sharing of competencies between institutions and the difficulty of coordinating them for common objectives and comprehensive policy orientations; and secondly, the instability of political positions, which reveals the incompatibility between political times and the times that require this type of reforms.
Keywords
Justice Administration, Judicial Reform, Effectiveness, Latin America.Introducción
Está ya asumido que los problemas de desarrollo en América Latina se ven afectados muy directamente por la debilidad institucional que padecen la mayor parte de los países de la región. Hace ya años que North (1990) estableció la relación entre las instituciones y el desarrollo, y el impacto del rendimiento institucional en el desarrollo, abriendo camino a la corriente de estudios neoinstitucionalistas de la que se han nutrido tanto los estudios de economía del desarrollo como los del neoinstitucionalismo histórico
de la elección racional, dando lugar a numerosas investigaciones en torno a los factores de tipo político-institucional que pueden promover el desarrollo o impedirlo. De acuerdo con ello, es posible encontrar ejemplos en la historia económica mundial de reformas institucionales que han conducido a muchos países a sendas de crecimiento sostenido. Más aún, los países industrializados llevaron a cabo reformas institucionales importantes antes de entrar en procesos de desarrollo. Es decir, las reformas institucionales han sido un prerrequisito para el desarrollo.
Estos análisis han sido especialmente útiles para valorar el rendimiento institucional en América Latina, concluyendo que la debilidad institucional generalizada de la región ha frenado el relativo buen rendimiento en la economía de las últimas décadas (Alonso, 2007). Problemas relacionados con la debilidad institucional, con los déficits de gobernabilidad y con la ineficacia política están detrás de las causas de esta rémora (Scartascini, Stein y Tomassi, 2010). Este rendimiento político deficiente y su vinculación tanto con el desarrollo como con la calidad de la democracia se han plasmado especialmente en las dificultades para hacer política, especialmente reflejado en el diseño, elaboración e implementación de políticas públicas. Desde un enfoque estructural, se apunta al grupo que toma decisiones, es decir, a la élite política y su orientación exclusiva hacia intereses privados; de acuerdo con ello, esta élite fagocita y controla los recursos públicos hacia estos intereses privados (conocida como “captura del Estado”, de acuerdo a lo planteado recientemente por Fuentes Knight, 2016). Desde un enfoque institucional, el argumento principal de esta debilidad institucional se ubica en los patrones de conducta de los responsables políticos, insertos en marcos institucionales clientelistas, que frenan la capacidad para llevar a cabo políticas; desde un enfoque de gestión pública, los problemas se concentran en los débiles modelos organizativos, con limitadas capacidades para adoptar políticas públicas que generen resultados.
En este orden de cosas, es especialmente relevante analizar un tipo específico de política pública: la relacionada con el sector justicia. Este tipo de políticas afecta especialmente a la calidad de la democracia, por cuanto da contenido a uno de sus elementos definitorios: el Estado de Derecho. La influencia del sector justicia en la calidad de la democracia y en el desarrollo ha sido suficientemente avalada por diversos enfoques y disciplinas. Baste tan solo la referencia a O’Donnell (1993 y 2004) y a los trabajos inspirados por sus ideas en torno a la calidad de la democracia (Altmann y Pérez Liñán, 2002; Schedler, 1999; Moreira y Tovar, 2012)[1]. Previamente, en los años 60 se había desarrollado una corriente de análisis que vinculaba derecho y desarrollo y que estableció las bases de la relación entre el Estado de Derecho, sus instituciones y el desarrollo (Dezalay y Garth, 2002). Posteriormente, el neoinstitucionalismo del ya citado North (1990) o de Ostrom (1990), ha tenido una influencia tanto en las teorías del desarrollo como en la ciencia política (Portes, 2006; Rocha Menocal, 2010). A partir de este enfoque se han desarrollado las teorías sobre la seguridad jurídica y su impacto en el funcionamiento de la economía, o las teorías sobre la capacidad y potencialidad del Estado de Derecho para garantizar y proteger derechos sociales y económicos (Domingo, 2016), que ponen también el acento en el vínculo entre Estado de Derecho y desarrollo. Tanto es así que en estos momentos la propia idea de desarrollo humano establecida por Naciones Unidas, lleva implícitos indicadores referidos directamente a la calidad del Estado de Derecho.
De acuerdo con ello, se puede señalar que los problemas vinculados a la justicia siguen siendo algunos de los que lastran la capacidad de los países de la región para dar el salto al desarrollo y para consolidar y afianzar el crecimiento económico logrado en las últimas décadas. Estas dificultades se plasman especialmente en el ámbito de la seguridad, cuya falta de resultados es dramática en un momento en el que la violencia es la principal preocupación de los latinoamericanos y en la que los índices de inseguridad en algunos países no solo no decrecen sino que aumentan año tras año[2]. Por tanto, sería esperable una respuesta de los Gobiernos equiparable a esta gravedad. Sin embargo, no parece que esta sea la principal prioridad política de muchos de los Gobiernos, atendiendo a los recursos invertidos y a la centralidad política otorgada al tema en forma de elaboración e implementación de políticas públicas de envergadura (Alda Mejía, 2015). Y ello a pesar de que hace ya un par de décadas, las reformas judiciales llegaron a ser uno de los temas estrella de las reformas “neoliberales” y que consecuentemente se generaron, a su vez, numerosos análisis académicos en torno a ellas. En estos momentos parece haber perdido fuerza este impulso reformista. Conocer las características de las políticas judiciales actuales y la capacidad de las mismas para resolver problemas es, por tanto, el objetivo de este trabajo.
Teniendo en cuenta tal objetivo, en este artículo se analizará el estado actual de las políticas públicas del sector justicia, en tanto sector estratégico en la región. Especialmente, se revisarán las principales características de las políticas judiciales llevadas a cabo por los países de la región en la última década, comparando la actual fase de políticas públicas del sector justicia con las anteriores con el fin de explorar la relación entre las orientaciones y características de las mismas y su efectividad. Se reforzará, posteriormente, el análisis de su efectividad en relación con dos factores que pueden también determinarla: la configuración de actores que intervienen en el diseño e implementación de las mismas y la estabilidad de los equipos de Gobierno vinculados a estas políticas.
En lo que se refiere a la configuración de actores, es importante conocer el impacto de la existencia de diferentes actores con competencias en estas políticas y cómo ello afecta al diseño y, sobre todo, a la implementación de las mismas. Por tanto, conocer el reparto de las competencias públicas de Justicia entre diferentes instituciones, la cuota de poder que acumulan y la relación que mantienen todas las instituciones competentes en este sector son elementos clave. Este factor supone asumir que el diseño institucional y el reparto de competencias pueden estar relacionados con la menor efectividad de las políticas. En este artículo se indagará especialmente el reparto de competencias entre ministerios de justicia y cortes supremas, incidiendo especialmente en la capacidad de ambos para poner en marcha reformas legislativas o para gestionar presupuesto en relación con el sector justicia, como indicadores de la relevancia de cada uno de ellos para la definición e implementación de las políticas públicas.
En segundo lugar, y asumiendo el enfoque del ciclo de políticas y especialmente el impacto que tiene la fase de implementación de las políticas, por ser la fase más compleja y débil de todo el ciclo de las políticas, resulta de interés apuntar al impacto de factores como la duración en el cargo de los responsables políticos o responsables ministeriales o la debilidad burocrática (Iacoviello y Strazza, 2014). Los estudios sobre efectividad ministerial suelen explorar las características técnicas o políticas de los Ministerios[3]. En este caso, interesa analizar más bien la rotación ministerial por su impacto en la gestión y en la calidad de las políticas, no para analizar las trayectorias particulares[4], sino considerando que los ministerios, tal como señala Franco Mayorga (2014: 57), son el “núcleo central de una amplia red de organizaciones públicas responsables de componentes importantes de la vida pública”[5]. En este sentido, el tiempo que tienen para ejercer su liderazgo constituye un elemento clave indiciario de la efectividad de las políticas.
Se asume, por tanto, que la inefectividad general de las políticas judiciales está relacionada tanto con la escasa centralidad de los ministerios en el diseño institucional y el reparto de competencias, como con la excesiva rotación de sus principales responsables, los ministros de Justicia, lo que hace difícil que puedan desarrollar políticas sin un mínimo de estabilidad temporal para lograr resultados[6], y sin que ello se vea atenuado por una función pública sólida y estable. En definitiva, estos dos elementos contribuyen a definir la efectividad de las políticas, constituyendo por tanto indicadores de la misma antes que factores explicativos. Se considerarán, por tanto, estos dos elementos en tanto indicadores de la efectividad de las políticas, de acuerdo a lo establecido por Franco Chuaire y Scartascini (2014).
En cuanto a la metodología, es importante destacar el problema fundamental que supone la debilidad de datos estadísticos, la ausencia de datos comparables regionalmente y la carencia de evaluaciones de políticas de justicia en la región. Esta carencia de datos robustos impide analizar de forma rigurosa y comparada la efectividad de las políticas de justicia en la región. Por tanto, en este artículo se apuntarán las posibles relaciones entre variables a través de fuentes de organismos internacionales y de fundaciones que han elaborado indicadores comparables basados en percepciones; todo ello, con el fin de observar tendencias que puedan ser desarrolladas posteriormente en investigaciones específicas. Así, se asume que existe una distancia importante, en términos teórico-metodológicos, entre la valoración del Estado de Derecho y la efectividad de las políticas, entendiendo por esta la capacidad de las políticas para ofrecer resultados, asociándose a los principios de estabilidad, eficiencia, coordinación y coherencia que mencionan Stein y Tomassi (2006: 180).
De acuerdo con ello, se analizarán las características esenciales de los primeros ciclos de reformas judiciales, para pasar luego al análisis de las políticas judiciales de la última década y la forma en que podrían determinar la efectividad de las mismas dos elementos esenciales: la constelación de actores que impulsan e implementan estas políticas y la estabilidad de los responsables políticos que deben diseñarlas e implementarlas.
1. Antecedentes en las reformas judiciales
Como han planteado diversos autores, las reformas judiciales ocuparon el centro de la agenda política en las últimas décadas (Correa Sutil, 1999; Domingo, 2016; Hammergren, 1998; Pásara, 2014b), de forma simultánea a los procesos de transición, primero, y a los procesos de reforma del Estado, después. Coinciden, por tanto, con dos de los tres momentos a los que hacen referencia Carothers (2006), Trubek y Santos (2006) o Trebilcock y Daniels (2008), quienes sitúan como primer momento el movimiento Derecho y Democracia, de la década de 1960.
Luego, en torno al cambio de siglo, el hecho de que las principales reformas judiciales se integraran en procesos más amplios de Reforma del Estado explica, en gran parte, que se abordaran desde un enfoque de gestión o de “management”, lo que resultó una auténtica novedad, ya que históricamente los asuntos relacionados con el Estado de Derecho habían sido tratados, políticamente, a través de instrumentos normativos y no aplicando los rigores de la planificación estratégica y de la gestión pública[7]. Sin duda, la influencia de instituciones externas como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo o el Centro de Estudios de Justicia de las Américas (CEJA) influyeron de forma directa en la adopción de este enfoque, en contraste con el tradicional jurídico normativo de las reformas previas[8].
Así, la oleada de estas reformas en torno a los años 80, fue impulsada fundamentalmente por actores externos. Sin embargo, después de décadas de inmovilismo, no dejó de ser paradójico el entusiasmo reformista del sector justicia por parte de la mayoría de los Gobiernos y de cortes supremas de justicia de los países de la región (Correa Sutil, 1999: 295). Estas reformas se integraron a las políticas neoliberales del momento, por lo que las reformas judiciales tuvieron, sobre todo, la función de apoyar el proceso de achicamiento del Estado y de facilitar la libertad de los mercados a través de la protección de los derechos de propiedad y de la mejora de la seguridad jurídica. Por tanto, las prioridades de estas reformas fueron el incremento de la independencia judicial y la inversión en infraestructuras judiciales, primando los enfoques técnicos que trataban de emular a las instituciones propias de economías de mercado occidentales y anglosajonas (Domingo, 2016: 6 y 7).
Una segunda oleada de reformas se inició a finales de los años noventa, cuando varios Gobiernos y diversos organismos internacionales empezaron a asumir los límites del modelo neoliberal. Las nuevas reformas se orientaron prioritariamente, en este caso, a mejorar la democracia, para que el sistema de justicia asumiera un rol esencial en lo que se refiere a garantía de derechos, accountability y provisión de seguridad (Domingo, 2016: 7). Es el momento en el que se empezaron a abordar planes, programas o proyectos tendentes a promover justicia para los más desfavorecidos, en el marco de políticas amplias de acceso a la justicia. Para el diseño de estos planes se acudió a la realización de diagnósticos y estrategias con las que se intentaron cubrir de manera sistémica diferentes áreas. La aproximación utilizada para diagnosticar, diseñar estrategias y evaluar ha sido resumida por algunos expertos con el nombre de “aproximación técnico-institucional” (Hammergren, 1998: 5) [9]. Consecuentemente, se percibió el problema del rendimiento como la consecuencia de una variada gama de factores y prácticas que debían ser abordadas de forma integral y no de manera aislada o parcial. Es el momento del auge de la elaboración de Planes Integrales de Reforma Judicial (Sousa, 2007). Se gestó una especie de rutina a través de la cual las reformas judiciales fueron percibidas como una mezcla invariable de cursos de capacitación, reestructuración administrativa, cambio legal, informatización, establecimiento de mecanismos alternativos de resolución de conflictos e introducción de servicios legales subsidiados.
Y como en la etapa precedente, también la cooperación internacional tuvo un papel esencial en la puesta en marcha de esta nueva hornada de reformas, que no siempre contaron con el apoyo de liderazgos nacionales capaces de impulsar y sostener el proceso de cambio. El impulso externo se topó con resistencias internas que impidieron un eficaz alineamiento con políticas nacionales y una apropiación débil de estos procesos. Los resultados de esta segunda oleada fueron diversos: en un extremo, proyectos enteros que fracasaron por falta de apropiación local; en el otro, procesos que empezaron con una marcada debilidad, pero que pudieron nuclear a su alrededor a actores gubernamentales y no gubernamentales para producir resultados de importancia. De ahí se derivó que en la mayoría de los países se generara un cierto grado de apropiación nacional y que se incluyeran reformas más o menos integrales del sector justicia como una prioridad nacional. Consecuentemente, si bien los agentes externos mantuvieron un papel importante en términos de financiamiento y asistencia técnica en los proyectos de reforma, no fueron sus protagonistas centrales, sino que este protagonismo pasó a ser ocupado por actores nacionales.
En suma, en esta etapa se puso en el centro de la agenda política la reforma del sector justicia, con nuevos enfoques y visiones respecto a los planteamientos jurídico-normativos tradicionales, incorporando modelos de reforma propios del enfoque de gestión pública y apostando, en consecuencia, por reformas de alcance integral del sector. Pero precisamente esta ambición, por una parte necesaria para abordar un sector tan complejo como el de la justicia, se constituyó en el principal obstáculo para la consecución de resultados ante las dificultades para hacer efectiva una reforma de tal envergadura.
2. Características de las políticas de justicia en la última década
Después de estas dos décadas de presencia invariable de reformas y políticas judiciales en casi todos los países, en los últimos años las políticas públicas en el sector justicia han encontrado ya un cierto patrón en las agendas políticas, lideradas ahora por actores e instituciones nacionales con capacidad adquirida para marcar agendas y para recabar el apoyo de la cooperación internacional de forma más o menos ordenada y alineada a sus necesidades. Sin embargo, esta mayor madurez en el diseño y puesta en marcha de políticas judiciales ha ido acompañada de un menor entusiasmo por una visión integral del proceso de reforma, apostando, en contrapartida, por reformas puntuales, de poca profundidad o ambición, dedicadas algunas más a corregir que a cambiar.
La mayor parte de las reformas han seguido abusando del habitual instrumento de política judicial: el normativo. Aun así, siguiendo a Domingo (2016), las reformas se han llevado a cabo a través, también, de otros instrumentos, como serían la creación de nuevas unidades, estructuras y procedimientos de gestión con el fin de facilitar la modernización de la administración de justicia, muy afectada por sistemas generalmente arcaicos y obsoletos, o la creación de instancias de coordinación, o la incorporación de ciertas innovaciones tecnológicas.
En términos generales, las políticas de justicia en los últimos diez años se han orientado hacia cuatro grandes objetivos que contribuyen a dotar de una mayor calidad a los sistemas de justicia: 1) políticas de diseño institucional, de garantía de independencia entre poderes, de control y transparencia de cada uno de ellos, de creación/promoción de instituciones de autogobierno del poder judicial, de reparto eficiente de competencias; 2) políticas de modernización de la Administración de Justicia y promoción de la eficacia y la seguridad jurídica; 3) políticas de mejora en el acceso a la justicia; y 4) políticas de reforma penal y de gestión penitenciaria. Se analizarán las tres primeras, ya que las políticas de reforma penal entran de lleno en el ámbito de la seguridad, desbordando los objetivos de este trabajo. En general, las orientaciones predominantes han sido las de la eficacia y eficiencia a la Administración de Justicia y las de promoción de un mayor acceso a la justicia.
Políticas de rediseño institucional: independencia, rendición de cuentas y control
La mayor parte de las reformas llevadas a cabo en la región en la oleada anterior de reformas se orientó hacia el rediseño de la estructura institucional en la que ejercen sus funciones los poderes judiciales, poniendo el foco en los problemas de injerencia indebida, de falta de independencia, de falta de transparencia y de debilidad en su función de control. Cada una de ella presenta, como es lógico, matices diferentes[10].
Para resolver en parte estos problemas, las reformas anteriores trataron de incidir en las reglas institucionales que favorecen o facilitan la independencia, promoviendo órganos administrativos y de gobierno de los jueces, limitando la eventual injerencia del poder ejecutivo a través de los presupuestos asignados al poder judicial, estableciendo sistemas de reclutamiento profesional de jueces o mejorando las capacidades de los operadores a través de la formación.
Por tanto, se llevaron a cabo reformas consistentes en crear instituciones de autogobierno de los jueces, como consejos de la judicatura o de la magistratura, muchos de ellos creados a imagen y semejanza del Consejo General del Poder Judicial de España, lo que generó no pocos problemas[11]. También en esa etapa se promovieron reformas a la carrera judicial, elaborando leyes de carrera judicial (caso de Honduras[12]), creando o fortaleciendo escuelas judiciales y adoptando un conjunto de medidas que protegieran la independencia del juez. En muchos países se dotó a los poderes judiciales de salvaguardas presupuestales, incluso reflejadas en sus propias Constituciones. Adicionalmente, se promovieron diversas medidas tendentes a resolver uno de los grandes problemas del sector justicia, la corrupción judicial, apelando generalmente a planteamientos éticos y de reglas de conducta[13]. La mayor parte de estas medidas quedaron truncadas, consecuencia del intermitente impulso externo, pero también de la falta de apropiación por parte de las élites judiciales.
En contrapartida, la puesta en marcha de reformas de este tipo ha sido escasa. Es un caso excepcional, por ejemplo, el de Ecuador, que tras una crisis institucional que se reflejó, entre otras cosas, en la destitución de toda la Corte Suprema en 2006, se inició una enérgica reforma de rediseño institucional que ha supuesto la reorganización completa del poder judicial, dotando de un peso sin parangón al Consejo Nacional de la Judicatura (Guerrero, 2015). Esta reforma no ha estado exenta de polémica, como ha puesto de manifiesto Pásara (2014a), concluyendo que el Poder Judicial en Ecuador no es independiente, ya que recibe influencia de forma muy clara a través de los procesos disciplinarios y de la presión ejercida contra los jueces. De hecho, en los procesos disciplinarios es donde está uno de los puntos débiles del sistema de justicia, no solo en Ecuador, sino también en Nicaragua y Honduras, entre otros. También en Bolivia se llevó a cabo un proceso de reforma importante en este ámbito, a partir de lo establecido por la Constitución de 2009, que promovió la elección popular de jueces, fiscales y otros operadores jurídicos; como era esperable, esta medida ha generado enormes problemas para su implementación, derivados de la falta de capacidades o de la politización de los nuevos cargos electos, entre otros. En estos momentos, el país está inserto en un proceso de reforma integral del sector justicia de tal envergadura, que difícilmente podrá llevarse a cabo a corto plazo.
El hecho de que las políticas de rediseño institucional no estén en el centro de la agenda política se debe, según señalan Moreira y Tovar (2012: 6), a que el rediseño ya había sido llevado a cabo previamente, al menos en el plano formal. Y este es precisamente uno de los desafíos actuales: cómo pasar de lo formal a lo real, ya que se han adoptado muchas medidas para garantizar la independencia judicial, pero esta dista de estar conseguida. De hecho, hay demasiados países en los que el principal problema de la justicia es la injerencia indebida e incluso el control del Poder Judicial por parte de Gobiernos, de poderes fácticos (empresarios, Iglesias) o de partidos[14].
Por otra parte, el proceso de fortalecimiento de la independencia de los jueces ha generado un efecto no deseado a través de la denominada “espiral independentista”, es decir, un empoderamiento excesivo de las cortes supremas. Este exceso ha provocado lo que se ha denominado activismo judicial, desembocando en dos de los principales problemas que aquejan a los sistemas de justicia de los países de la región en estos momentos: la judicialización de la política y la consiguiente politización de la justicia. La mayor capacidad y poder de las cortes supremas de justicia las lleva a convertirse en un actor político, ya que cada vez más asuntos complejos, de alto nivel político, se llevan a los tribunales. De esta forma, son las decisiones judiciales las que van marcando el devenir político. Esto hace que el debate judicial y el debate político se confundan, o que fallen los mecanismos de debate y las resoluciones propias de la política y se activen, por defecto, las judiciales. Junto a esto se encuentra el paulatino apoderamiento por parte de algunas salas de lo constitucional de lo que no son más que decisiones políticas (que corresponden al Ejecutivo) o legislativas (que corresponden al Congreso), y que están enrareciendo considerablemente tanto el clima jurídico como el político[15]. Otros factores que también explican la judicialización, además de la espiral independentista, son la mayor cultura de derechos o la misma debilidad política, sobre todo de los partidos políticos[16]. Sin duda, este proceso refuerza a su vez la secular politización de la justicia a través de una confusión permanente y perversa entre la esfera judicial y la política[17]. El análisis de ese proceso trasciende las posibilidades de este trabajo.
La otra cara de la moneda en los procesos de rediseño institucional en el sector justicia se refiere a las posibilidades del mismo para ser controlado y para rendir cuentas. Esto se está llevando a cabo a través de procesos de transparencia, en el marco de una tendencia global de promoción de la transparencia en el sector público, el denominado gobierno abierto, como antídoto para la corrupción y facilitador de procesos de gobernanza. Las reformas denominadas de Justicia Abierta, aún muy incipientes, son un buen ejemplo de esta tendencia. Costa Rica está siendo pionera en este proceso, que están tratando de poner en marcha también otras instituciones judiciales en Chile o en Colombia, entre otros.
Modernización de la administración de justicia y promoción de la eficacia y la seguridad jurídica
Los criterios de eficiencia que marcaron la agenda de la Reforma del Estado de los años noventa se trasladaron con fuerza a la agenda de las reformas judiciales, de forma que los análisis de la actividad judicial y los costes derivados de la misma resultaron clave en esa fase de reformas. Se trataba de responder a cuestiones tales como si el dinero que gasta el Estado en justicia alcanza para brindar un servicio de calidad, si la cantidad de jueces, fiscales, defensores, o de personal judicial es suficiente para atender el flujo de ingresos, si la duración de los procesos judiciales es razonable, si las sentencias son ajustadas a derecho, si los jueces se encuentran capacitados adecuadamente para cumplir sus funciones o si el promedio de casos finalizados en relación con los ingresados es alto. Un sistema de justicia es, en ese sentido, eficiente y eficaz cuando realiza una gestión óptima y cumple con sus tareas a partir de una utilización apropiada y rentable de los recursos disponibles.
Este acápite ha centrado, también, la mayor parte de las políticas llevadas a cabo en los últimos años, fundamentalmente como consecuencia de la conveniencia de incorporar nuevas tecnologías a la administración de justicia para hacerla más eficiente, o sea conseguir más con los mismos recursos. En términos generales, se han tratado de resolver los problemas de ineficacia, ineficiencia y sobre todo de retraso judicial, pero también los problemas relacionados con la rigidez y el excesivo ritualismo de los trámites y con el aumento de la litigiosidad. Esta modernización requiere tratar cuestiones complejas con las que se relaciona, como la calidad de las normas y de las resoluciones o la calidad de la formación universitaria, cuestiones que resultan de mayor alcance y que no están siendo abordadas. En definitiva, se ha querido conseguir más resultados con los mismos recursos, potenciando la eficacia y la eficiencia a través de la tecnología y la mejora de procesos y primando, en consecuencia, los aspectos procedimentales sobre los sustantivos.
La modernización en la gestión judicial se ha centrado también, en muchos casos, en promover mejoras en los sistemas de coordinación sectorial e institucional y en el fortalecimiento de los sistemas de planificación, por influencia, también en esto, de organismos internacionales y actores externos. La influencia de los procedimientos de gestión sobre los aspectos sustantivos es una de las cuestiones más polémicas de las reformas, tal como ha señalado González (2015) al explicar la influencia del management en las políticas judiciales recientes de Chile. También Guerrero (2015) hace referencia a esta característica, señalando que “en el caso de una reforma judicial se debe tener en cuenta que los operadores de justicia son un tipo especial de gestor público, cuya acción responde a objetivos muy particulares. La actividad judicial actúa en función de parámetros que se alejan de la gestión técnica estable. En realidad, los objetivos de la acción judicial se basan en resolver cada expediente y al mismo tiempo generar precedentes y razonamientos jurídicos que en ciertos casos son obligatorios. Esta doble cualidad vuelve a la actividad decisoria de la judicatura, como la de otras áreas del Estado, impredecible. Por tal razón, cualquier reforma debe centrarse en la actividad del juez y volverla el centro de la actuación de las instituciones reformistas”.
Bajo este epígrafe se han puesto en marcha políticas públicas tendentes a la simplificación de procedimientos, a la reducción de la complejidad procesal y a la descongestión de los juzgados. Fundamentalmente se ha hecho a través de reformas en los códigos procesales, penales y civiles, siendo especialmente emblemático el paso del modelo inquisitivo al modelo acusatorio, pero también en la creación de servicios comunes para diferentes juzgados, la liberación del juez de labores administrativas[18], la reestructuración de oficinas y la modernización de registros. Este tipo de reforma, de mayor o menor calado, se ha llevado a cabo en Chile, en Costa Rica o en algunas de las provincias argentinas. Sin embargo, tomando en consideración que un proceso de cambio del procedimiento judicial es un proceso de envergadura, que requiere tiempos, recursos y consensos muy amplios, se puede concluir que en la mayoría de los casos las reformas llevadas a cabo han sido más propositivas que reales, o bien se han focalizado en aspectos puntuales que difícilmente pueden generar impactos[19].
En lo que se refiere a la aplicación de las nuevas tecnologías de la información y comunicación, se han iniciado procesos de digitalización de la justicia o de respuesta a nuevos desafíos (sistemas de localización, pulseras electrónicas/prisión provisional, videovigilancia, archivos electrónicos, comunicaciones seguras)[20]. Sin embargo, el proceso de implementación presenta importantes dificultades, a pesar de la existencia de islas de excelencia, por la falta de articulación de las reformas procesales con las reformas digitales, por la débil coordinación entre instituciones, o por las resistencias culturales, entre otros muchos factores. Aun así, hay enormes diferencias respecto al grado de madurez en la incorporación de nuevas tecnologías: algunos países tienen ya avanzados sistemas de información y comunicación electrónica, incorporando herramientas de última generación para el desarrollo de audiencias (Costa Rica, Chile, Uruguay) o desarrollando el denominado expediente digital (Costa Rica).
En lo que se refiere a la medición de la eficacia de la justicia, como ya se ha señalado, hay una importantísima carencia de estadísticas judiciales que impide en buena medida llevar a cabo buenas políticas basadas en la evidencia[21]. Las estadísticas en justicia o no existen o son de mala calidad o están mal diseñadas o no son fiables. Tampoco a nivel internacional se están promoviendo estadísticas judiciales armonizadas entre países[22]. Por ejemplo, en relación con el indicador número de homicidios, muchas veces los datos de la policía, de la morgue o de los juzgados penales no coinciden. Asimismo, hay carencias gravísimas en bases de datos de Jurisprudencia, lo que impide conocer la doctrina de los tribunales y minimizar el poder directivo de las cortes supremas.
Políticas de acceso a la justicia
El concepto de acceso a la justicia tiene innumerables vertientes de análisis. Por un lado, se origina con las disquisiciones teóricas sobre el Estado de Bienestar (Cappelletti, 1984), basado en la premisa de que el Estado no tiene únicamente la función de velar por la seguridad -es decir, no es meramente un Estado gendarme-, sino que también le incumbe la función de transformar activamente la sociedad, fomentando la igualdad de oportunidades y la equidad social. En este orden, la promoción de un efectivo acceso a la justicia se configura como una exigencia al Estado, a la que debe hacer frente mediante una serie de medidas y programas públicos. Y del conjunto de estas medidas se han distinguido cuatro etapas: a) la ayuda judicial a los más desfavorecidos (servicios legales gratuitos, defensorías públicas, reducción de tasas administrativas judiciales, beneficios de litigar sin gastos, establecimiento de bufetes populares, etc.); b) la protección de intereses difusos o fragmentados (reconocimiento de las acciones de clase para diversos derechos, la protección al consumidor, etc.); c) el establecimiento de mecanismos alternativos de resolución de conflictos; y d) el reconocimiento de nuevos derechos[23].
Desde otras vertientes teóricas, el acceso a la justicia suele ser enmarcado dentro de las teorías del servicio público. Bajo estas aproximaciones, la justicia es concebida como un servicio público al que le son aplicables todos los principios normativos que rigen a los servicios públicos más tradicionales: continuidad, acceso, igualdad, etc. Así entendida la justicia, pasa a ocupar un lugar destacable la cuestión del acceso “igualitario” al servicio, en la que el centro de atención deja de ser el profesional de la justicia, básicamente el juez, para dejar ese lugar al ciudadano-usuario (Toharia, 1995; Correa Sutil, 1999). De acuerdo a Correa Sutil (1999), la igualdad no queda bien protegida en los Estados neoliberales, lo que explica la necesidad de buscar el apoyo de la justicia para proteger y garantizar derechos. De ahí el impulso a este tipo de reformas como consecuencia de la mayor demanda ciudadana (Domingo, 2016) y de la consideración del poder judicial como depositario del último reducto de igualdad, de forma que las reivindicaciones ciudadanas se trasladan del foro político al foro judicial.
En tercer lugar, el concepto de acceso a la justicia tiene también raigambres sólidas dentro de todos los debates teóricos en torno a los derechos humanos. En efecto, la negación del acceso a la justicia para un sector o grupo es una postergación inadmisible según los principios de no-discriminación (Thompson, 2000: 460).
Como consecuencia de la importante influencia de la cooperación internacional en promover cambios en este ámbito y tomando elementos de los diferentes enfoques teóricos antes planteados, las políticas de acceso a la justicia han sido las que han captado, en mayor medida, las energías y los esfuerzos de las políticas de justicia de los últimos años. Paraguay, Perú, Argentina, Chile, México, Brasil y Colombia han desarrollado, entre otros países, programas de cierta envergadura en esta materia[24]. La temprana preocupación de algunas instituciones, como la Cumbre Judicial, que desarrolló las Reglas de Brasilia de Acceso a la Justicia, ha servido para orientar muchas de estas reformas.
Desde el enfoque de derechos, la jurisdicción constitucional (Vargas Vianco, 1996) ha promovido que los ciudadanos puedan acceder a diversos derechos, entendiendo el Derecho como instrumento de protección y de emancipación[25]. Es paradigmático el caso de Colombia, a través de la Sala Constitucional. También ha sido clave en esta etapa la creación o el fortalecimiento de instituciones específicas para el acceso a la justicia, como son las defensorías públicas, las que han supuesto uno de los principales cambios en los últimos años, con agendas importantes en materia de defensa de derechos de grupos en situación de vulnerabilidad. El trabajo de la Asociación Interamericana de Defensorías Públicas (AIDEF) ha reforzado de forma importante este trabajo. Otras instituciones, como las defensorías del pueblo o las procuradurías de derechos humanos, los han promovido con resultados desiguales.
Desde el enfoque de servicio público se han promovido medidas tendentes a eliminar algunos de los principales obstáculos en la justicia, a través de la justicia gratuita o del acercamiento de la justicia a los ciudadanos. Además, se han promovido políticas de atención al ciudadano para contrarrestar la cara poco amable de la justicia, la deshumanización, el exceso de liturgias procesales o el denominado fetichismo legal.
También desde este enfoque se ha llevado a cabo una de las políticas más recurrentes y habituales en los últimos años: la promoción de los Métodos Alternativos de Solución de Controversias (MASC)[26], asociados a la idea de incorporar sistemas menos formales para resolver los conflictos de los ciudadanos. Programas de mediación[27], facilitadores judiciales[28] y justicia comunitaria, cotidiana o vecinal, son solo algunos ejemplos de este bloque. En el ámbito penal, y como vía para abordar un tratamiento diferente al establecido por la justicia formal, centrado sobre todo en la reparación a las víctimas, se han desarrollado también mecanismos alternativos a través de la denominada justicia restaurativa.
América Latina cuenta con una experiencia extensa de diseño e implementación de este tipo de mecanismos durante los últimos años. En un comienzo fueron percibidos principalmente como herramientas idóneas para descongestionar los atiborrados e ineficientes tribunales, pero también se fundamentaron en el derecho de acceso a la justicia al representar vías de solución pacíficas que facilitan el diálogo entre las partes mediante acuerdos a los que estas mismas puedan llegar, procurando buscar una solución no judicializada y en breve plazo en aquellos casos que no requerían el inicio de un procedimiento formal. A través del primer objetivo se mejorarían las condiciones de acceso a la justicia, mientras que con el segundo se incrementaría la eficiencia de los juzgados. Además, se puede identificar una causa adicional para explicar el entusiasmo en la puesta en marcha de este tipo de reformas: como vía para promover una cultura alternativa a la cultura de respuesta violenta ante los conflictos.
De acuerdo con ello, se ha asumido que el sistema jurídico formal no cumple con el rol que la sociedad moderna requiere; por lo tanto, esta se ha visto compelida a buscar mecanismos novedosos que resuelvan de forma más eficaz y eficiente los problemas a los que la justicia formal no da respuesta, como los que se integran en esta categoría; todo ello, sin tomar suficientemente en consideración otros problemas que pueden generar (Álvarez García, 2014), así como los costes económicos que requieren, no siempre menores que los derivados de la justicia formal (Hammergren, 1998)[29].
3. La efectividad de las reformas judiciales
De acuerdo a lo señalado, las reformas de la última década han tenido, en contraste con etapas precedentes, una orientación prioritaria hacia la eficacia y la eficiencia en aspectos concretos del proceso judicial, así como hacia la inclusión de la vertiente social de la justicia, a través de medidas de más limitado alcance. Con ello se ha apostado por la viabilidad y factibilidad de las políticas, que aporten resultados visibles socialmente en un menor tiempo, acercando de esta forma los tiempos de las reformas judiciales con los tiempos políticos. Las políticas integrales o de rediseño institucional, que se mostraron poco viables y con requerimientos de tiempos largos, han quedado relegadas en esta etapa. Consecuentemente, se puede presumir que el impacto de las reformas en el rendimiento global de la justicia ha sido también menor.
Nuevamente, la debilidad de los datos y la ausencia de evaluaciones impiden hacer una adecuada y rigurosa valoración de la efectividad de las políticas, que requiere, indudablemente, llevar a cabo evaluaciones o investigaciones específicas de las mismas. Se puede, sin embargo, efectuar un análisis aproximado sobre la base de indicadores generales de rendimiento del sector justicia en los últimos años, de forma que se puede asumir que si los indicadores relacionados con el Estado de Derecho mejoran es porque las políticas desarrolladas en el sector han dado resultados positivos y, al contrario, peores índices ponen de manifiesto un deficiente rendimiento de las políticas llevadas a cabo[30]. Para ello se revisarán algunos datos disponibles en fuentes oficiales o procedentes de índices elaborados por organismos internacionales, que normalmente utilizan las percepciones de expertos o de la ciudadanía en general.
En primer lugar, se toma en cuenta el Índice de Estado de Derecho, del Banco Mundial (Gráfico 1). De acuerdo con los datos, la realidad es que entre 2010 y 2015 no ha habido grandes avances en materia de Estado de Derecho, aunque la mayoría de los países ha mejorado algo su puntuación en este índice. Específicamente, han mejorado de forma significativa República Dominicana, El Salvador y Paraguay, y de forma modesta, Costa Rica, México, Nicaragua, Uruguay, Ecuador, Perú, Panamá y algo Colombia. En general, se puede señalar que han mejorado los países que tenían peor indicador de Estado de Derecho en 2010 y han empeorado los que contaban con el indicador más alto, con la excepción de Costa Rica y Uruguay, que teniendo un indicador alto también han mejorado en este último.
Combinando y concretando estos datos con los de World Justice Index, elaborado por el World Justice Project, específicamente en lo que se refiere al ámbito de la justicia penal y al ámbito de la justicia civil, se puede señalar, en relación con el primero de los ámbitos (Gráfico 2), que casi todos los países empeoran su marcador entre 2012 y 2016, mejorando solo en Costa Rica, El Salvador y Uruguay. Se mantienen en niveles muy similares entre un año y otro Argentina, Chile y República Dominicana, descendiendo significativamente en el resto.
En cuanto al ámbito civil (Gráfico 3), la situación es incluso más contundente, ya que prácticamente todos los países evolucionan negativamente en este índice, con la excepción de Argentina, República Dominicana, Ecuador, México, Perú y Uruguay, que mejoran, de forma muy modesta, en este índice.
De acuerdo con estos datos, se puede señalar que la evolución tanto del ámbito penal como del civil no ha sido positiva. Estos datos sirven, fundamentalmente, para apoyar la idea de la escasa efectividad de las políticas judiciales en los últimos años, a tenor de la escasa mejora en la percepción del funcionamiento del sistema o incluso de su empeoramiento. Sin embargo, estos datos por sí solos únicamente aproximan a la idea de la efectividad, para lo cual se requieren otros indicadores más complejos, de acuerdo a lo planteado por Stein, Tomassi …[et al] (2006: 148 y ss.), según quienes una política pública será efectiva si cuenta con lo siguiente:
· Coordinación y coherencia de las políticas: las políticas públicas efectivas suelen ser el resultado de acciones emprendidas por múltiples actores en el proceso de elaboración de las políticas.
· Estabilidad de las políticas: mientras algunos países parecen capaces de conservar la mayoría de las políticas a lo largo del tiempo, en otros las políticas cambian con frecuencia, a menudo como respuesta a cambios menores en los vientos políticos.
· Implementación y aplicación efectiva de las políticas: una política podría estar bien concebida y ser aprobada en el Congreso y, no obstante, ser completamente inefectiva si no está bien implementada y si no se vela por su cumplimiento.
Tomando como referencia algunos de estos factores, se abordan dos cuestiones que pueden contribuir a determinar esta efectividad y, por tanto, ayudar a explicar el escaso impacto de las reformas en la mejora de la justicia en la región.
Actores en las políticas de justicia: coordinación y reparto de competencias
El primero de ellos hace referencia a la identificación de los actores en el sector justicia y, específicamente, en la promoción de las reformas judiciales en la última década. Se trata, en definitiva, de acuerdo con las ideas desarrolladas por Sabatier y Jenkins-Smith (1993), de identificar las coaliciones promotoras que conforman los técnicos y otros actores en los procesos de elaboración de políticas, como alternativa al enfoque del ciclo de las políticas públicas.
Se puede señalar que, en el caso de las políticas de justicia, no existe un único actor o institución responsable de la puesta en marcha y de la implementación de las acciones, sino que son distintas instituciones y actores los que tienen competencias en esta materia, lo que hace especialmente complejo establecer quién define y quién lidera el proceso de cambio del sector justicia. En este sector, las competencias están muy repartidas entre diferentes instituciones, sobre todo entre los poderes judiciales y los ministerios de Justicia. Por diferentes razones de tipo histórico, en América Latina los poderes judiciales se han mantenido como institución central en el sector justicia, siendo los ministerios de Justicia instituciones marginales en la puesta en marcha de procesos de cambio. Se podría, incluso, señalar que esta falta de peso político en el sector sitúa a los ministerios de Justicia en posiciones también marginales al interior de sus propios Gobiernos.
Existe una amplia gama de formatos institucionales definidos a partir del rol de los ministerios de Justicia en el diseño e implementación de las políticas, pues hay países donde estos ministerios tienen roles relevantes en el diseño de las políticas públicas en el sector justicia (por ejemplo, Chile o El Salvador), mientras que en otros, los ministerios son mucho más débiles (por ejemplo, Costa Rica u Honduras). Casi todos los ministerios tienen competencias legislativas, teniendo, además, capacidad para el diseño, formulación y supervisión de las políticas del sector justicia. Tal vez este sea el aspecto más complejo, dado que en él confluyen los distintos arreglos institucionales establecidos por los mandatos constitucionales y legales, así como por las prácticas consolidadas de relación entre las diferentes instituciones que conforman el sistema judicial. En general, los ministerios de Justicia de la región tienen la potestad de proponer nuevos textos legales que involucren, de una u otra forma, a las demás instituciones del sistema judicial, y así se ha hecho con determinadas reformas penales y procesal-penales[31] o en la creación de nuevas materias o jurisdicciones. Sin embargo, no es frecuente que puedan proponer cambios que modifiquen la organización judicial -de las oficinas judiciales, por ejemplo- si no es a través de una fórmula indirecta como es una reforma procesal que incorpora el nuevo modelo de gestión[32]. Tampoco es inhabitual, como sucede por ejemplo en Honduras, que instituciones del sector justicia condicionen al Legislativo en su tarea normativa cuando esta afecta a leyes con un determinado contenido, al disponerse en la Constitución que la Corte Suprema ha de emitir un dictamen previo, aunque no vinculante, a que se inicien las discusiones legislativas en ciertas materias.
Cabría esperar que la existencia de competencias para iniciar proyectos de ley en materia de justicia debiera posibilitar el liderazgo de los ministerios de Justicia en el diseño y formulación de las políticas judiciales. Sin embargo, son pocos los ministerios de Justicia que asumen un rol determinante (Chile sería el ejemplo más notable), existiendo fuertes resistencias en las judicaturas a que otro poder se inmiscuya en “sus” políticas e interpretando de forma peculiar el principio de independencia de poderes. Otro tanto se podría decir con respecto a los ministerios públicos, que tras las reformas procesales penales han logrado, en general, un mayor grado de autonomía con respecto a los ejecutivos.
A este elemento se vincula la capacidad de los ministerios de Justicia para elaborar los proyectos de presupuesto anual de las instituciones del sistema judicial. En la gran mayoría de los países el papel de interlocutor de los ministerios de Justicia con respecto a las cuentas públicas de las otras instituciones judicial y fiscal es muy reducido en la práctica. Ni existe poder de veto por parte de los ministerios de Justicia sobre los proyectos de presupuestos presentados, que sería la opción más fuerte, ni tampoco existe, en la mayoría de los casos, la capacidad legal explícita ni técnica para emitir opinión relevante acerca de la coherencia de las cuentas presentadas por las otras instituciones del sistema judicial en relación con las políticas judiciales. No deja de ser paradójico que en muchos casos sean los ministerios de Hacienda o de Finanzas los que revisen con los poderes judiciales los proyectos de presupuestos presentados, antes de su remisión al Legislativo, quedando los ministerios de Justicia en una posición secundaria.
Es evidente que queda un largo camino por recorrer para establecer políticas judiciales más coordinadas y que tengan efectos sobre la seguridad y la calidad de la justicia. De todas las instituciones implicadas, los ministerios de Justicia son los que soportan de manera periódica un mayor escrutinio público a través de los mecanismos de control parlamentario y la validación por los medios electorales democráticos, por lo que cabría esperar que aumenten su centralidad en el diseño, formulación y evaluación de las políticas del sector justicia. Sin embargo, la realidad no se acerca aún a esa premisa.
La estabilidad de las políticas: la duración en el cargo de los responsables políticos
La efectividad de las políticas está afectada, igualmente, por el tipo de liderazgo que ejerzan los responsables encargados de llevarlas a cabo y, específicamente, por la duración en el cargo, en tanto que una suficiente permanencia en el cargo permite pasar de la fase de diseño a la de implementación. Franco Chuaire y Scartascini (2014) establecen que “puede que l
La efectividad de las políticas está afectada, igualmente, por el tipo de liderazgo que ejerzan los responsables encargados de llevarlas a cabo y, específicamente, por la duración en el cargo, en tanto que una suficiente permanencia en el cargo permite pasar de la fase de diseño a la de implementación. Franco Chuaire y Scartascini (2014) establecen que “puede que las políticas públicas mejor diseñadas no tengan ningún efecto si tienen una corta vida y son modificadas constantemente. Por tanto, la estabilidad del entorno de las políticas es tan importante, o incluso más importante que su contenido”. Ramió (2015) lo ha expresado de forma gráfica a través de la metáfora de la construcción de catedrales y el tiempo necesario para concluirlas, que requiere la participación y el compromiso de diversos y sucesivos arquitectos y profesionales de todo tipo y en todo tiempo.
Es cierto que, tanto en sistemas parlamentarios como en sistemas presidencialistas, se está generando una creciente rotación de la función ministerial. Ya hace años que Blondel (1985) señaló la estrecha relación entre la duración de los mandatos de los responsables políticos y la calidad o efectividad de las políticas. Que la menor duración tiene impactos en esta calidad es una evidencia que no requiere mayores análisis. Pero indagando en esa relación, y siguiendo a Franco Mayorga (2014: 62), tres son los problemas asociados a la poca duración de los mandatos: 1) menor interés en los problemas complejos y de más difícil solución, con el consiguiente efectismo y orientación a resolver problemas superficiales o de menor envergadura; 2) la falta de continuidad en las prioridades y acciones y la consiguiente imposibilidad de generar resultados, sobre todo en aquellos ámbitos en los que se requiere un largo tiempo para generarlos; y 3) el sometimiento, en contrapartida, a los técnicos y, por tanto, la captura de las instituciones por la tecnocracia.
En el caso de América Latina (ver Cuadro 1), la media de la duración de los ministros de Justicia es de 19,5 meses, algo más baja que la media del conjunto de los ministerios de la región según el proyecto SIGOB (2013) (27 meses) y más baja que la media europea (36 meses) a pesar de ser regímenes parlamentarios. Este número, sin embargo, esconde cifras muy dispares, pudiendo encontrar países con unos niveles de estabilidad alta (más de 21 meses), países con niveles medios (18-21) y países con niveles de duración muy bajos (menos de 15 meses). Destaca especialmente Perú, donde la duración media de los ministros no llega a los 10 meses.
Cada uno de los impactos por la corta duración de los mandatos apuntados por Franco Mayorga (2014: 62) adquiere especial relevancia en el caso de los ministerios de Justicia y de las políticas de justicia. La orientación a centrarse en problemas menos graves explicaría la mencionada creciente centralidad otorgada a las políticas de promoción de mecanismos alternos de resolución de conflictos, en lugar de destinar las energías y los recursos para abordar problemas como los penales o penitenciarios, que requieren tiempos más dilatados que los tiempos político-electorales.
En el ámbito de la justicia, dada la complejidad de los problemas, existen resistencias al cambio y cualquier modificación de una parte afecta necesariamente al resto. Por ello, para que una política de justicia produzca resultados, es necesario disponer de tiempos prolongados, y los tiempos cortos limitan la consecución de resultados, salvo que se generen acuerdos y consensos de Estado que posibiliten que Gobiernos sucesivos asuman los compromisos pactados.
Finalmente, en relación con el último punto, una duración excesivamente breve de los responsables políticos puede suponer una dependencia respecto a los técnicos, de forma que se puede generar una tecnocracia. Sin embargo, esta conclusión implica asumir la premisa de que los técnicos duren más que los políticos, lo que está lejos de suceder en muchos países. De acuerdo con Iacoviello y Strazza (2014), y según el índice de Desarrollo Burocrático que desarrollan (Cuadro 2), en el que se miden, entre otros indicadores, la estabilidad de los empleados públicos, las diferencias entre países son enormes. Se da la circunstancia de que en muchos países donde los responsables políticos del sector justicia se mantienen más tiempo son los que tienen índices de desarrollo burocrático más alto, y viceversa. De ahí se puede inferir que no son los técnicos los que cubren la excesiva rotación ministerial, sino que esta tarea la realizan más bien otras instituciones del sector justicia, especialmente las cortes supremas de justicia, contribuyendo a dar estabilidad a las políticas del sector.
Parece existir, por tanto, una relación entre la estabilidad de los empleados públicos y la efectividad de las políticas (Cuadro 3), en el sentido de que políticas que requieren tiempos largos para ofrecer resultados necesitan ser gestionadas por equipos técnicos de cierto recorrido que superen la alta volatilidad de los máximos responsables, y que le den la estabilidad necesaria. Por lo tanto, la menor duración de los cargos políticos hay que relacionarla no solo con la permanencia de los ministros, sino también con la existencia, o no, de cuerpos técnicos estables. Sin embargo, como bien se sabe, en la mayoría de los países de América Latina existe un grave problema de estabilidad en la función pública y de debilidad de las capacidades de los empleados públicos. Así, el problema no hace más que agravarse y provoca que no sean los técnicos de los ministerios los que le dan continuidad a las políticas, sino que son, probablemente, otras instituciones las que le dan esa estabilidad de la que carecen los ministerios, como los poderes judiciales.
Conclusión
En suma, una vez que la justicia se puso en el centro de la agenda, y pasada la etapa en que se iniciaron, con entusiasmo, reformas judiciales promovidas desde el exterior y con interés en que el funcionamiento del sector justicia resultara funcional para el resto de las reformas, abordadas además como reformas integrales del sector, se ha dado paso a una etapa más sosegada de reformas del sector justicia, caracterizada por una posición algo marginal de este tipo de políticas en el marco de la agenda política, y sin planteamientos, en términos generales, conducentes a procesos de cambio profundo del sector. Pasado el momento de reajuste del Poder Judicial en relación con otros poderes, en esta etapa las reformas se han orientado prioritariamente a mejorar la gestión, tratando de hacer más con menos, a llevar a cabo modificaciones que supongan un desahogo de los tribunales a través de otros medios de resolución de conflictos o a mejorar la eficiencia, sin cambios de profundidad en el funcionamiento del sector. Además, se han priorizado reformas que incorporan un cierto sesgo social, de alcance medio y que puedan generar resultados limitados pero visibles en el corto plazo, en un proceso de ajuste entre los tiempos de las reformas del sector justicia y los tiempos políticos. Y ello, a pesar de que los problemas de inseguridad e impunidad en la región reclaman reformas de envergadura no solo realizadas en el sector seguridad, sino también en el resto de las instituciones y los procesos que afectan directamente al control de la violencia y del delito, como son los del sector justicia.
Esta orientación hacia políticas centradas en la eficiencia o en la promoción del acceso a la justicia, prioritariamente por otras vías, está asociada a diversos factores. Por una parte, hay que tomar en consideración que la lógica político-electoral tiene ritmos muy diferentes a los que requiere un cambio profundo del sector justicia, razón por la que la mayoría de las reformas llevadas a cabo en estos últimos años han sido las políticas que mayor rédito electoral pueden dar a los políticos, como son las de eficiencia y acceso a la justicia. En el caso de las políticas de eficacia y eficiencia, y específicamente las que suponen incorporar tecnología a los procesos, tienen como fin hacer más con lo mismo, o incluso con menos, promoviendo procesos de modernización especialmente necesarios en este sector. Sin embargo, este tipo de políticas requieren una visión integral y de largo plazo que encaja mal con los tiempos políticos y con la consecución de resultados a corto plazo. En el caso de las políticas de acceso a la justicia, en buena medida han sido la respuesta de los Gobiernos a una mayor demanda ciudadana por la igualdad, considerando a los poderes judiciales como protectores últimos de derechos, pasando las reivindicaciones del foro político al foro judicial. Adicionalmente, las medidas asociadas a este tipo de políticas son más viables y factibles frente a otros procesos de reforma del sector justicia, como las que refieren al diseño institucional y a la relación entre poderes.
Consecuentemente, la efectividad de estas políticas ha sido limitada, aunque esta afirmación se sustenta en datos aproximados por cuanto no existen fuentes de información estadística suficientes para llevar a cabo un análisis de su efectividad, ni se han efectuado evaluaciones en este sector que faciliten el estudio de casos y la generalización de hipótesis. A través de datos basados en percepciones se concluye que, en términos generales, ni la justicia civil ni la justicia penal han mejorado sustantivamente en los últimos años, de donde se puede inferir que no han ofrecido los resultados esperados.
Hay dos factores explicativos, entre otros, de esta limitada efectividad. Por una parte, el hecho de que los Gobiernos no tengan competencias exclusivas y a veces ni siquiera esenciales en este sector, y que tengan que negociar y coordinarse con otros para emprender las reformas del sector, lo que sin duda complica y casi imposibilita llevar a cabo reformas de calado. Por otra parte, la escasa duración de los mandatos de los máximos responsables del sector justicia en el Gobierno, más el hecho de no contar con sistemas de función pública que amortigüen este aspecto, son elementos que impiden desarrollar políticas en este sector con capacidad de generar cambios de calado.
En consecuencia, se podría concluir que la falta de coordinación entre instituciones y los diseños inapropiados en términos de reparto de competencias del sector justicia, sumado a tiempos políticos poco propicios para el diseño y la implementación de políticas, son elementos que definen la escasa efectividad de las políticas del sector justicia. Específicamente, el reparto de competencias y la capacidad de varios actores para impulsar reformas, junto con el escaso rol que asumen los ministerios de Justicia y la excesiva rotación en el cargo, constituyen factores que definen un modelo inefectivo de elaboración e implementación de políticas en este sector, lo que explica, en parte, el activismo político de las cortes supremas de justicia y, en menor medida, de actores de la cooperación internacional, quienes otorgan la necesaria continuidad a muchas de las políticas que se llevan a cabo en este sector, pero también orientan e influyen, de forma excesiva, también muchas de ellas.