Recibido: 15 de agosto de 2016; Aceptado: 23 de septiembre de 2020
El welfare-mix español durante la crisis y la privatización del riesgo social: los casos de la sanidad, los servicios sociales y la atención a la dependencia
The Spanish Welfare-Mix during the Crisis and the Privatization of Social Risk: Cases of Healthcare, Social Services and the Long-Term Care System
En las dos décadas anteriores a la llegada de la crisis, numerosos países comenzaron a poner en marcha iniciativas que implicaban la participación de otros actores distintos al sector público en el Gobierno y la gestión de las políticas sociales. La difícil situación económica de los últimos años ha revivido el debate sobre las fórmulas del welfare-mix, acerca de cuál deba ser su alcance y, especialmente, sobre sus consecuencias en políticas que, como las sociales, tienen un fuerte impacto entre los ciudadanos en épocas de crisis. El análisis de tres políticas sociales en el caso de España permite observar que el welfare-mix se ha transformado de distintas maneras durante la crisis, atendiendo a diversos motivos, incluida la percepción por parte de los responsables públicos de que se estaba produciendo cierta privatización del riesgo social.
Palabras clave
Servicios Públicos, Servicios Sociales, Política Social, Bienestar Social, Asociación Público Privada, Privatización, Riesgo, España.Resumen, traducido
In the two decades before the onset of the crisis, many countries began to implement initiatives involving the participation of actors other than the public sector in the management of social policies. In recent years, the difficult economic situation has revived the debate on different welfare-mix formulas, their scope and especially on citizens. In the case of Spain, through the examination of three key social policies, we observe how the welfare-mix has been reformed in many ways during the crisis, responding to various drivers, including the perception by public officials that the crisis was bringing about a certain kind of privatization of social risk.
Keywords
Public Services, Social Services, Social Policy, Social Welfare, Public Private Association, Denationalization, Risk, Spain.Introducción
Las transformaciones de la gobernanza del Estado de bienestar, en concreto del llamado welfare-mix, y la medida en que estos cambios contribuyen a la privatización de los riesgos despertaron un especial interés en las dos décadas anteriores a la llegada de la crisis (Seeleib-Kaiser, 2008c; Krumm, 2016). En este período, en numerosos países, incluidos los nórdicos, se pusieron en marcha distintos procesos de desplazamiento de las responsabilidades sobre el gobierno de los sistemas de protección social de la esfera pública a la privada, mediante iniciativas que implicaban una mayor participación del tercer sector o del sector informal (la comunidad o las familias) y, especialmente, del sector privado (Klenk y Pavolini, 2015; Seeleib-Kaiser, 2008c; Cunill Grau, 2012, Krumm, 2016).
La utilización de estos mecanismos de política pública para proveer servicios se explica, como se apreciará, por diferentes factores institucionales, socio-económicos y políticos (véase Gingrich, 2011; Greve, 2015; Klenk y Pavolini, 2015; Moulaert, 2013; Krumm, 2016). Uno de los más frecuentes desacuerdos entre quienes desean impulsarlos y sus detractores está relacionado con el efecto de la aplicación de esquemas de welfare-mix sobre la ciudadanía. Mediante prestaciones y servicios públicos, las políticas sociales han logrado en gran medida desmercantilizar y socializar las situaciones de necesidad asociadas con, entre otras, la enfermedad, el desempleo o la vejez, de modo que los individuos no dependan completamente de su participación en el mercado laboral para cubrirlas. Desde algunas posiciones políticas se cuestiona que los cambios en la gobernanza del sistema de protección social, especialmente los relacionados con la introducción de instrumentos organizativos o de gestión propios del sector privado, puedan revertir o afectar a estos procesos de desmercantilización y socialización de los riesgos, especialmente en un contexto de crisis, en el que pueden aumentar las situaciones de vulnerabilidad (Esping-Andersen, 1990; Offe, 1984; Seeleib-Kaiser, 2008b; véase la revisión de Gingrich, 2011).
No está claro si durante la crisis, la participación de otros actores en la gobernanza del sistema de protección ha continuado o, por el contrario, ha retrocedido. Siguen vigentes los factores que explican el progresivo desplazamiento de responsabilidades desde las instituciones públicas. Sin embargo, en un contexto de crisis, los gobiernos parecen sentir la necesidad de controlar más estrechamente las actividades que realizan y sus efectos, lo que puede llevarles a intentar recuperar parte de las responsabilidades sobre el sistema de protección social.
El propósito de este artículo es analizar hasta qué punto el welfare-mix se ha transformado en los últimos años, mediante qué formulas, con qué consecuencias para la ciudadanía y en qué medida las decisiones de cambio se han visto afectadas por el funcionamiento de tales experiencias, especialmente durante la crisis, período en el que las políticas sociales adquieren más relevancia. Algunos estudios han analizado la evolución del uso de este tipo de instrumentos de política pública y los factores que lo explican en diferentes sectores, pero son escasos los que se han centrado en las políticas sociales con una perspectiva micro como la que se requiere en un estudio interesado en los resultados de este tipo de fórmulas y su interacción con las decisiones sobre su transformación (véase por ejemplo, Krumm, 2016; Klenk y Pavolini, 2015). En este trabajo se estudian tres casos en el sector de las políticas sociales españolas (servicios sociales, atención a las personas en situación de dependencia y sanidad). En todos se explora un servicio atendido en un esquema de welfare-mix, en el que actores distintos además de la administración pública tienen diferentes grados de participación.
Aunque con estos tres casos no se agotan todos los tipos de cambios que pueden producirse en la gobernanza de un sistema de protección social (véase, por ejemplo, Powell, 2008), acá se trata de compensar el reducido número de estudios con un análisis detallado de cada uno durante un largo período de tiempo. Se han realizado cuarenta entrevistas en profundidad sobre los motivos que impulsaron cambios en el welfare-mix, sus características y efectos alrededor de varias dimensiones relacionadas con la privatización de los riesgos. Se entrevistó a decisores públicos, empresarios y organizaciones del tercer sector, así como usuarios y trabajadores de los servicios. Estas entrevistas, que han sido explotadas por dos investigadores, tuvieron una duración media de una hora y se han realizado a lo largo de casi tres años, lo que ha permitido observar cambios en las decisiones adoptadas por los gobiernos. Como anticipo de las conclusiones puede adelantarse que el welfare-mix español ha sufrido cambios a lo largo de la última década, a veces en direcciones opuestas, impulsados por motivos diferentes con consecuencias de distinto alcance en lo que se refiere a la privatización de los riesgos.
El artículo se organiza en varias secciones. En la segunda se revisa la literatura y se presenta un marco analítico. En el apartado tercero se describe la evolución del welfare-mix español en relación con los casos que van a estudiarse y se analiza cada caso con una perspectiva temporal que llega hasta el momento de terminar este trabajo en el verano de 2016. Finalmente, el último sintetiza las principales conclusiones y presenta sus implicaciones.
1. El welfare-mix y la privatización del riesgo social
La cobertura de las necesidades sociales por parte de los Estados de bienestar se ha realizado mediante fórmulas diversas de welfare-mix, en las que cuatro actores (el sector público, el privado, el tercer sector y el denominado sector informal) han guardado equilibrios diferentes en función del tiempo y el lugar (Spicker, 2008). El welfare mix no es, por lo tanto, una fórmula nueva para cubrir las necesidades sociales de los ciudadanos. Sin embargo, durante la Edad de Oro del bienestar europeo, incluso en países de regímenes liberales como el Reino Unido, el Estado era el actor predominante en numerosas políticas sociales, asumiendo no solo su regulación sino también su financiación y la provisión de los servicios (Powell, 2008; veáse también Cunill Grau, 2012). Aunque esta no era la única fórmula para conseguirlo, sí se consideraba útil para atender a la mayoría social, logrando a la vez dos de los principales objetivos de los sistemas de protección social: la socialización y la desmercantilización de los riesgos, de modo que los individuos redujeran su dependencia del mercado.
Desde los años 90 se ha producido un retroceso del sector público en la provisión directa de servicios y se han diversificado las fuentes de financiación (para pensiones, Bridgen y Meyer, 2008; Gingrich, 2011; Greve, 2015; para salud, Rothgang …[et al], 2008). El tercer sector se ha integrado con diversas fórmulas en el marco de la economía social, y el llamado sector informal y los ciudadanos, a través de la denominada coproducción de los servicios o mecanismos de innovación social. El protagonismo del sector privado se ha incrementado mediante fórmulas tradicionales de contratación, la privatización de los servicios u otros métodos más novedosos como la colaboración público-privada -CPP-, que generan algo menos de resistencia social al conservar el Estado ciertos poderes de regulación e inspección y control (Krumm, 2016). Pero también este protagonismo se ha visto reforzado por la introducción de principios típicos de la gestión privada. Por ejemplo, se condiciona la generosidad de prestaciones o servicios a que el receptor tenga un tipo de comportamiento o pague parte del coste de servicios -copago- (Bult Spiering y Dewulf, 2006; Fantova Azcoaga, 2014; Guillén Rodríguez y Petmesidou, 2008; Longo, Notarnicola y Tasselli, 2015; Martín Castro, 2010; Nauk, 2014; Oosterlynck …[et al], 2013 y 2015; Torchia, Calabrò y Morner, 2013).
Este artículo pretende estudiar hasta qué punto durante la crisis ha continuado o se ha revertido esta tendencia. La diseminación de las ideas de la Nueva Gestión Pública, el contexto de austeridad permanente en el que se desenvuelven los gobiernos, la presión ciudadana por conseguir más servicios y la pujanza de valores individualistas como la libertad de elección del tipo de servicio que se desea recibir, el auge de las ideas ligadas a “la sociedad del bienestar”, la presunción de que el sector privado funciona mejor o el intento de innovar en la gestión o de democratizar la misma y determinadas tradiciones o posiciones ideológicas de los gobiernos son, de acuerdo con la literatura científica, algunos de los factores que llevaron a reducir el papel del sector público e incorporar otros actores (Gingrich, 2011; Greve, 2015; Klenk y Pavolini, 2015; Moulaert, 2013; Krumm, 2016).
La literatura no llega a conclusiones claras sobre si las restricciones presupuestarias provocadas por las políticas de consolidación fiscal han hecho que los gobiernos incrementen o no el uso de estos instrumentos para la provisión de determinados servicios públicos con la intención de reducir sus gastos bajo el supuesto de que otros actores podrían ser más eficientes. De hecho, también es posible que la crisis haya afectado al welfare-mix de una manera similar a la que lo ha hecho sobre otra dimensión vertical o multinivel de la gobernanza. En este caso, los gobiernos han tratado de incrementar el control y reducir el papel de otros niveles de Gobierno, e incluso de recentralizar con el fin de controlar mejor sus cuentas y los resultados de sus políticas (Braun y Trein, 2014: 346). Además, otros factores como la opinión pública pueden obstaculizar el uso de estas fórmulas para las políticas sociales en un contexto de crisis, en el que el papel de la provisión pública se percibe más relevante.
En el sector de las políticas sociales, la mayor preocupación del uso de estos mecanismos tiene que ver con su impacto en la ciudadanía, especialmente en un contexto de crisis. Algunos trabajos han identificado procesos en los que una disminución del papel del sector público no ha supuesto a priori la privatización del riesgo social e incluso que la participación de otros actores ha permitido incrementar la cobertura del Estado de bienestar (Andersen, 2008; Clegg, 2008; Seeleib-Kaiser, 2008a). Sin embargo, otros han detectado que la privatización del riesgo se produce con más frecuencia cuando se recurre a este tipo de fórmulas, ocurre más fácilmente en unas políticas que en otras y en relación con algunos colectivos debido a los efectos creaming o cherry picking por los que los actores pueden excluir a determinados colectivos de los servicios o disminuir la calidad de los mismos para quienes no pueden pagarlos. Las condiciones laborales también parecen verse afectadas en un contexto en el que estos trabajadores tendrían también un peor acceso a los servicios públicos. Algunos análisis señalan que estos tipos de procesos devienen en la pérdida de control por parte del Estado, sin que esté claro si suponen un ahorro para el erario, mientras se produce el consiguiente riesgo de maximización de los intereses por parte de otros actores privados (Bridgen y Meyer, 2008; Jantz y Klenk, 2015; Pavolini, 2015; Theobald, 2015).
En resumen, la crisis ha podido afectar al welfare-mix aunque no es claro hasta qué punto los gobiernos han reforzado su compromiso con estas fórmulas o mediante qué instrumentos concretos. El efecto de los cambios en la gobernanza del bienestar necesita ser medido atendiendo a diferentes dimensiones de la privatización del riesgo. En este trabajo se analizan algunas de las dimensiones propuestas en los estudios que están ligados a la mercantilización e individualización de los riesgos que las políticas sociales tradicionalmente provistas por el Estado habían tratado de atenuar. Entendemos que existe una privatización del riesgo cuando: a) disminuye la cobertura, ya que se hace más difícil acceder a determinado tipo de servicios; b) empeora la calidad de los servicios, lo que también obliga a los usuarios a buscar alternativas para recibirlos; c) cuando se produce un deterioro de las condiciones laborales de los trabajadores; y d) si, como consecuencia de estos procesos de cambio, la administración disminuye su control sobre una actividad que antes era pública mientras otros actores privados logran maximizar su interés.
2. El welfare mix de la sanidad, la dependencia y los servicios sociales en España
Desde mitad de los años 80, los diferentes gobiernos españoles empezaron a contar con la implicación del sector privado y del tercer sector para desplegar nuevos bienes y servicios públicos. Se recurrió a diversas fórmulas que fueron desde las privatizaciones hasta novedosos mecanismos de CPP, pasando por otros instrumentos más tradicionales como la contratación con empresas privadas o con el tercer sector y en algunas ocasiones se recurrió a la participación de los propios usuarios a través del copago.
Por lo que se refiere a las políticas analizadas en este artículo, a partir de los 90, se consolida la participación del tercer sector y del sector privado en los servicios sociales, dejando en segundo plano la provisión pública directa de los servicios. Progresivamente el sector empresarial ha ido ganando terreno al tercer sector, especialmente en la atención a las personas mayores, muy relevante después de la aprobación de la ley de dependencia en 2006. Si en 1995, el empleo privado en este sector era del 50%, en 2010 alcanzaba ya porcentajes cercanos al 80%. Solo el 30% de los centros de servicios sociales son de titularidad pública, siendo el 70% de titularidad privada con gran presencia del sector no lucrativo (Fantova Azcoaga, 2007). Aun así, el peso del empleo de la economía social es en España de 6,7 frente al 7,41 de la UE (Marbán Gallego y Rodríguez Cabrero, 2013; Monzón y Chaves, 2012).
España cuenta con un Sistema Nacional de Salud (SNS) financiado mediante impuestos generales, de provisión mayoritariamente pública y gestionado por los gobiernos regionales. El llamado informe Abril (Informe y Recomendaciones de la Comisión de Análisis y Evaluación del Sistema Nacional de Salud), de 1991, es considerado por los expertos el punto de partida para la experimentación con otras fórmulas diferentes a la provisión directa. Aunque en un primer momento, muchas de sus recomendaciones parecieron aparcarse (por ejemplo, el establecimiento de copagos, empresarización de la provisión sanitaria, favorecer el papel de los seguros y la provisión privada, laboralizar al personal sanitario, entre otros), poco a poco algunas medidas fueron puestas en marcha en las diferentes regiones (Sánchez Bayle, 2013). Desde la promulgación de la Ley 15/1997 de 25 de abril de Habilitación de Nuevas Formas de Gestión del Sistema Nacional de Salud, que, entre otros, fue aprobada por los votos de los dos principales partidos, manteniendo la gestión pública directa, se han incorporado prácticas gerencialistas y se ha recurrido a diferentes tipos de organizaciones con personalidad jurídica diferenciada con el fin de flexibilizar la gestión (Abellán, 2013: 282). Desde el punto de vista de la gestión indirecta, se han utilizado variadas fórmulas (personal sanitario contratado como autónomo, entidades no lucrativas o empresas mercantiles). En 2011, solo un tercio de los 452 hospitales del Servicio Nacional de Salud estaban gestionados directamente por la administración (datos del Ministerio de Sanidad).
En particular, España es uno de los países europeos que más apuestan por la fórmula de la CPP desde que a finales de los años 90 los gobiernos de los tres niveles comenzaron a utilizarla (Allard y Trabant, 2008: 3; Krumm, 2016). Este instrumento facilita el que el sector privado pueda hacerse cargo de diversas tareas que van desde el diseño, la financiación y la gestión. Entre 1998 hasta 2006, el 69% de los proyectos de CPP terminados correspondían a las administraciones autonómicas, concentrándose la mayoría en Madrid, Cataluña, Andalucía y Valencia (Allard y Trabant, 2008). A diferencia del Reino Unido, donde el grueso de las CPP se produce en educación y sanidad, en España es en el sector de las infraestructuras en el que más se ha recurrido a esta fórmula, sumando más de la mitad del total de CPP (Allard y Trabant, 2008). Aun así, desde 2000 se ha producido una gran diversificación de los sectores (energías renovables, defensa, prisiones o servicios de empleo, por ejemplo), siendo ya importante en el caso de la sanidad. En las últimas dos décadas, la CPP ha incrementado su importancia en este sector, especialmente en algunas regiones como Valencia, donde el 20 por ciento de la población recibe atención sanitaria a través de esta fórmula (Mendoza García, 2013: 86), como se apreciará en el caso del Hospital de la Ribera. Algunos autores han contado alrededor de 25 experiencias de CPP en España entre 1995 y 2012 (Acerete, Stafford y Stapleton, 2011).
En 2008, un informe advertía que España mantenía una visión cortoplacista interesada especialmente en el cálculo presupuestario, escaso interés por la evaluación e incluso ausencia de instituciones de control y del expertise suficiente en las administraciones y especialmente en las regionales en relación con la CPP. En comparación con el Reino Unido, el proceso español es menos riguroso en cuanto a la evaluación, no solo al final del proceso sino en la fase de comparación de las ofertas. Allard y Trabant comparan la situación en España con una serie de criterios que la Comisión Económica para la Europa de las Naciones Unidas sugirió en 2005 para fomentar y gestionar efectivamente los proyectos de CPP y acaban concluyendo que “es evidente que en España el gobierno no ha asumido un papel mínimo” (Allard y Trabant, 2006: 84). Por ejemplo, se ponía de manifiesto la práctica de las bajadas temerarias, según la cual se rebaja agresivamente el precio de la ofertas (hasta un 35%) y una vez ganado el proyecto, la empresa renegocia. Un estudio del Instituto de Estudios Fiscales (IEF) recomendó despolitizar el equipo de adjudicador.
En el ámbito de las políticas sociales, en España existen muy pocos análisis sobre los efectos de unos u otros modelos de welfare-mix en los ciudadanos o los trabajadores, con la excepción quizá del ámbito educativo, donde se ha comparado el rendimiento escolar de los alumnos de distintos tipos de colegios, por ejemplo. En sanidad, los estudios existentes no parece avalar diferencias claras entre las distintas fórmulas de gestión (Sánchez Martínez, Abellán Perpiñán y Oliva Moreno, 2013). Todo ello hace necesario profundizar en el análisis.
a) La colaboración público privada en sanidad. El caso del Modelo Alzira
El primer Gobierno que hizo uso de la Ley de 1997 de Habilitación de Nuevas Formas de Gestión del SNS fue el de la Comunidad Valenciana con la puesta en marcha en 1999 del llamado Modelo Alzira, que toma su nombre del Hospital de la Ribera construido en la ciudad de Alzira. Se utilizó la entonces novedosa fórmula de CPP a través de una concesión administrativa. A diferencia de otros modelos de CPP, como las Concesiones de Obra Pública (en inglés, Private Finance Initiative, PFI) en las que el ente concesionario construye la infraestructura a cambio de la gestión de los servicios no asistenciales (como limpieza, lavandería o aparcamiento), en las concesiones administrativas el sector privado construye y gestiona el hospital, incluidos los servicios de bata blanca por un período determinado, tras el cual el edificio revierte al Estado en propiedad.
Según los defensores de este modelo, en un contexto general de escasez de recursos, el Gobierno regional podría afrontar la construcción de infraestructuras y la provisión de ciertos servicios muy apreciados por los ciudadanos transfiriendo costes a períodos posteriores; aludían, además, a la potencial capacidad de modernización de la gestión y la innovación que esta iniciativa podía suponer; sin embargo, la evidencia empírica sobre el resultado de otras experiencias era escasa (Acerete, Stafford y Stapleton, 2011; Arrufat, 2011; Araujo, 2013).
El grupo de empresas (una unión temporal de empresas, UTE) que promovió el proyecto estaba formado por una compañía de servicios sanitarios, tres bancos (cajas de ahorro) regionales y dos empresas constructoras. El proyecto estaba financiado por medio de una cápita de 204 euros por residente al año, que se incrementaría anualmente de acuerdo con la inflación. El contrato inicial implicaba un pago de 47 millones de euros por año para 230.000 residentes por parte de la administración durante 10 años. El hospital abrió en 1999, pero el contrato terminó anticipadamente en 2003. El Gobierno regional pagó a las empresas 69,3 millones de euros (43,3 millones se abonaron en concepto de infraestructura y 26 como compensación por pérdidas de beneficio).
De forma inmediata se abrió otro proceso de adjudicación. Como en el primer proceso, se presentó el mismo grupo de empresas en solitario. Este proceso obligaba al depósito de la elevada cantidad de 72 millones de euros (Acerete, Stafford y Stapleton, 2011). El nuevo contrato cubría la atención primaria así como la especializada, esta vez mediante una cápita de 379 euros (en 2015 ascendió a más de 737 euros). El Gobierno autonómico y la propia UTE justifican la resolución de primer contrato debido a su propósito de mejorar la eficiencia, lo que a su juicio iba a conseguirse incluyendo en la concesión también la atención primaria, puesto que la concesionaria tendría un incentivo para el cuidado integral de la salud. Además, atribuyen los problemas existentes al proceso de aprendizaje alrededor de una experiencia pionera como el Modelo Alzira.
Existe un consenso general sobre las condiciones necesarias para que las fórmulas de CPP consigan satisfacer los objetivos de calidad, garantía de equidad en el acceso y la eficiencia, de modo que sean beneficiosas realmente para el Estado, la ciudadanía y las propias empresas que tienen inicialmente intereses contrapuestos. Estas son: transferencia de riesgo, competencia, control, y existencia de un regulador independiente (Abellán Perpiñán, 2013; Barlow, Roehrich y Wright, 2013; Torchia, Calabrò y Morner, 2013). A continuación se verá cómo se entrelazan estas condiciones con las dimensiones definidas en este trabajo para analizar la privatización del riesgo.
La cobertura y el acceso
El hospital debe pagar a la administración regional el 100% del coste del tratamiento de los residentes en Alzira que opten por buscar atención en otros hospitales, mientras que el hospital recibe un 80% del coste cuando trata a pacientes de otra área de salud (Sekhri, Feachem y Ni, 2011). Según los responsables de la administración regional, no existen datos que puedan avalar el rechazo del hospital hacia determinados tipos de pacientes. Al contrario, la política general del hospital parece basarse en la captación del mayor número posible de pacientes. Esta política se habría visto favorecida además por la aprobación de una normativa que facilita la libre elección. Una importante crítica a esta estrategia es que incentiva la captación de pacientes, rompiendo algunos principios básicos del sistema como la continuidad asistencial o la coordinación de niveles asistenciales.
Varios análisis sugieren que el control de flujo de pacientes entre hospitales es deficiente y muy poco transparente por lo que no es posible obtener conclusiones precisas (Acerete, Stafford y Stapleton, 2011 y 2013; Mendoza García, 2013: 68). Además, según algunos entrevistados y autores se ha producido la deliberada restricción de algunas tecnologías en los hospitales públicos de las zonas colindantes para beneficiar al hospital de Alzira (Acerete, Stafford y Stapleton, 2011; Benedito, 2010). Mendoza García (2013: 68) menciona el aumento de los partos atendidos en el Hospital de la Ribera en un 37,3%, mientras en el mismo período el incremento registrado en el conjunto de los hospitales públicos, asociado a variaciones en la natalidad, apenas alcanzó un 2,4%. Este fenómeno se atribuye a que se ofrecía anestesia epidural en este centro y se restringía en los públicos. El hospital de Alzira se habría beneficiado por los ingresos adicionales generados por tratar pacientes de fuera del hospital, inferiores al coste que supone su prestación.
La calidad del servicio
En Alzira, la transferencia del riesgo se produciría mediante la cápita. La concesionaria estaría incentivada para proteger la salud de los ciudadanos, puesto que recibe una cantidad fija por asegurado. El riesgo teórico de este mecanismo es que la concesionaria reduzca los niveles de calidad y cantidad del servicio, con el propósito de que la empresa pueda seguir garantizándose el beneficio.
En el caso Alzira, los pacientes se muestran mayoritariamente satisfechos tanto con la amabilidad como con la atención sanitaria según una encuesta realizada por la Consejería de Sanidad y la Universidad Miguel Hernández (Redacción Médica, 2014), siendo estos porcentajes similares a los del sistema sanitario español en general (Acerete, Stafford y Stapleton, 2011 y 2013). Algunos usuarios refieren quejas sobre el costo del parking, las carencias en número de efectivos en determinadas horas, el estado de algunas infraestructuras (pintura de las paredes de las habitaciones) o el hecho de que las habitaciones están ocupadas por dos pacientes (un 40 por ciento de ellas según el Sindicato de Médicos de Asistencias Públicas, SIMAP), cuando fueron diseñadas para uno.
Por lo que se refiere a los resultados en salud, los datos existentes no permiten llegar a conclusiones generales definitivas sobre los méritos del Hospital de la Ribera en relación con otros hospitales de la región. El Hospital afirma haber registrado una demora media quirúrgica menor a otros hospitales de la región a pesar de realizar operaciones con un índice de complejidad de 1,67 sobre 2, similar a otros grandes hospitales valencianos. La administración regional reconoce la facilidad del hospital para recurrir a fórmulas que les permiten afrontar con más rapidez estos problemas.
La calidad del empleo
En general, se admite que una de las claves para obtener cierto margen de beneficios está relacionada con la gestión más flexible de los recursos humanos que se puede realizar desde estas fórmulas de prestación de servicios (Rosado, 2010). Una encuesta de satisfacción laboral, en la que participó el 43% de la plantilla, muestra que esta ha mejorado en los últimos años hasta alcanzar 4,33 puntos en una escala de 1 a 6. Sin embargo, el sindicato SIMAP critica las condiciones laborales y salariales de la mayoría de los trabajadores, la infradotación de la plantilla o la reducción de la misma como en el caso de los médicos de guardia (Abril y Prats, 2013; Acerete, Stafford y Stapleton, 2011). En la actualidad, al menos una parte de los trabajadores de Alzira cree que la reversión del modelo puede beneficiarles en sus condiciones laborales
El control y la eficiencia
El riesgo que las empresas de Alzira deberían haber asumido en la primera fase de esta experiencia no fue tal, puesto que finalmente se produjo un rescate. Como en otros hospitales de la región, se procedió a elevar la cápita inicial (Urbanos y Meneu, 2015). Según diferentes análisis, las pérdidas durante los primeros años de gestión del hospital fueron importantes y se debieron a diferentes razones (véase Acerete, Stafford y Stapleton, 2011; Arrufat, 2011). La cápita de 204 euros era temeraria porque estaba muy por debajo del coste estimado general en España y, por lo tanto, sería difícil para el hospital prestar los servicios clínicos requeridos, además de obtener un beneficio que repartir entre los accionistas. Los ingresos debían cubrir el coste del hospital, que finalmente fue muy superior al previsto. Este dinero debía devolverse a los socios antes de que las infraestructuras revirtieran a la administración. Como la concesión se había realizado por un período corto de tiempo (10 años), el dinero que había que devolver tuvo un impacto negativo en la cuenta de resultados. Asimismo, hubo algunos problemas relacionados con cierto reparo inicial por parte de los centros de atención primaria para aceptar ciertas directrices de este hospital. Además, algunos conflictos laborales también supusieron algunos costes. Por último, la Sindicatura de Cuentas regional identificó en 2007 algunas irregularidades en la forma en que el contrato inicial fue rescindido y, específicamente, en la forma de cálculo de la indemnización pagada a la empresa y la cantidad finalmente resultante, que era parecida a la cuantía que se exigía a las empresas que quisieran presentarse a la nueva licitación (Urbanos y Meneu, 2015: 14).
La participación de un número reducido de empresas en este tipo de procesos de externalización sanitaria llevada a cabo por los gobiernos regionales españoles se ha denunciado en un informe realizado por la Comisión Nacional de la Competencia: “en la amplia mayoría de procedimientos analizados desde 1997, se presentó un único candidato”. Se alerta de que en ocasiones se solicitan requisitos de acceso innecesariamente exigentes y se han identificado numerosos casos de aplicación de criterios “ad hoc”, que solo algunas empresas concretas pueden cumplir, cerrando así el mercado (Urbanos y Meneu, 2015). Por ejemplo, en los pliegos de Cláusulas Administrativas Particulares del Área de Salud de la Ribera se recoge como uno de los criterios de solvencia técnica para la construcción del hospital, el haber sido adjudicatario con anterioridad para la construcción de obra pública de características similares del futuro hospital (ibídem).
Respecto al coste, recientemente Arenas (2013) concluye que la media del gasto sanitario en atención primaria y especializada en las concesiones durante 2012 fue menor a la de la gestión directa, hasta en un 11,7%, aunque algunos departamentos de gestión pública tienen un gasto per cápita menor que el de las concesiones (dos de diecinueve). Desde Ribera Salud sostienen que si pudieran calcularse estas diferencias superarían el 25% de ahorro. Finalmente, algunos análisis han sugerido cómo podría realizarse este cálculo pero enumeran serias dificultades para realizarlo (Caballer Tarazona y Vivas Consuelo, 2016), la primera de las cuales consistiría en “contar con datos veraces de ambas partes”, tal y como reconoce un entrevistado en la administración en 2016.
Además de la escasez de datos públicos y de la dificultad de control de la facturación intercentros, algunos trabajos sugieren otros problemas sustantivos como los grandes costes ocultos del sistema, derivados de su supervisión, que no pueden ser contabilizados adecuadamente: la carencia en las concesiones de los servicios clínicos especializados que suelen ser los más caros y el hecho de que en la cápita no se incluyan algunos costes como la farmacia o el transporte sanitario. Caballer Tarazona y Vivas Consuelo (2016) creen que los datos no son concluyentes como para recomendar un tipo u otro de gestión, teniendo ambos inconvenientes y debilidades. Peiró y Meneu (2012) afirman que en las concesiones administrativas sanitarias en Valencia no hay evidencia clara de que estas puedan mejorar los costes de la hospitalización que tienen los hospitales de gestión directa (véase Abellán Perpiñán, 2013; sobre CPP en otros lugares véase Alonso Alonso, Clifton y Díaz Fuentes, 2015; IASIST, 2012; McKee, Edwards y Atun, 2006; Sánchez Martínez, Abellán Perpiñán y Oliva Moreno, 2013). Acerete …[et al] (2011) afirman que “los datos disponibles nos llevan a la conclusión de que el segundo contrato [en el caso de Alzira] no es un buen trato para la Consejería de la Salud del Gobierno de Valencia, tal y como pretende la narrativa oficial”.
Aunque parte del accionariado del hospital está actualmente en manos de la empresa Centene, multinacional especializada en salud, todos los entrevistados han estado de acuerdo en el creciente riesgo que supone la elección de partners estables en las concesiones administrativas, ya que es frecuente que estas empresas de salud pueden terminar vendiendo su parte del negocio a fondos de capital riesgo, como ocurre en la actualidad en algunas concesiones valencianas.
Finalmente, el Modelo Alzira arrastra el estigma de sus primeros años. En todo este tiempo, el proyecto ha sido objeto de un fuerte rechazo desde la oposición política y entre buena parte de los profesionales sanitarios valencianos. Esta situación hizo que en cierto modo el Gobierno valenciano se encontrara de algún modo capturado y le ha sido difícil reconocer abiertamente los problemas que se han producido. Tras las elecciones regionales de 2015, el nuevo Gobierno de izquierdas no parece tener la voluntad de prorrogar el contrato que finaliza en 2018, aunque en el momento de escribir este texto (verano de 2016) no se tenga todavía clara qué fórmula se utilizará para seguir prestando los servicios.
b) La introducción del copago en la atención a las personas en situación de dependencia
Los copagos son una práctica habitual en algunas áreas del espacio socio-sanitario español, como la compra de medicamentos o los servicios sociales (Montserrat Codorniú, 2009). En el caso concreto de la política de atención a las personas en situación de dependencia que se plasmó en la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a la Dependencia, promulgada en 2006 y que puso en marcha el Sistema de Atención a la Dependencia (SAAD), se preveía que al menos un tercio de sus necesidades de financiación se cubrirían con la aportación de los usuarios al pago de servicios (Montserrat Codorniú, 2007), mientras que el resto de los recursos provenían de las administraciones central y regional (Rodríguez Cabrero y Marbán Gallego, 2013).
El acceso al SAAD es un derecho subjetivo a un nivel básico de protección y se produce por la solicitud del beneficiario. Cada beneficiario es evaluado conforme un baremo por parte de la administración pública, la cual le reconocerá un grado de dependencia. Cada grado de dependencia da derecho a una serie de servicios y prestaciones. Es la administración junto al propio beneficiario o su familia quienes deciden qué tipo de prestaciones (por ejemplo, el pago de servicios, ayuda a domicilio, teleasistencia, residencias o centros de día) tendrán a su disposición.
Los cálculos iniciales sobre los potenciales usuarios del SAAD fueron desbordados por la realidad y empezó a necesitar más recursos de los previstos. Además, el fuerte impacto de la crisis se tradujo en importantes recortes que retrasaron la plena implementación de la ley que estaba prevista para 2015, se endurecieron los requisitos para acceder a las prestaciones y servicios, se redujeron las cuantías, al menos un 15%, y la intensidad, al ponerse en marcha un sistema de incompatibilidades entre servicios y prestaciones, que antes resultaban compatibles, y se incrementó la aportación de los usuarios (Moreno Fuentes, 2015; Del Pino, 2013; Rodríguez Cabrero y Marbán Gallego, 2013).
En la ciudad de Madrid, algo más de un 9% y casi un 20% de los mayores de 65 años se benefician en 2015 de dos servicios del SAAD: el Servicio de Ayuda a Domicilio (SAD) y la Teleasistencia (según datos del Área de Gobierno de Equidad, Derechos Sociales y Empleo del Ayuntamiento). Ambos servicios representan un porcentaje modesto (28,6%) de las prestaciones de servicios asociados a la dependencia en España (CES, 2014), pero se trata de servicios muy apreciados por los ciudadanos, porque les permiten continuar en su hogar con cierto grado de autonomía.
Los servicios de teleasistencia y SAD van dirigidos a discapacitados y a personas mayores de 65 años que por su estado de salud, soledad y aislamiento los necesiten. La teleasistencia consiste en un dispositivo tecnológico conectado a la red telefónica que permite la comunicación manos libres desde el domicilio del usuario con una central de atención que funciona las 24 horas del día, los 365 días del año. El terminal se complementa con una unidad de control remoto en forma de colgante o pulsera, que al pulsarlo se conecta inmediatamente con la central de atención. En algunos casos ofrece, además, dispositivos periféricos como detectores de gas o humo, entre otros. En el SAD, una persona especializada como auxiliar domiciliario se hace cargo de: 1) la atención personal, incluyendo apoyo en la higiene personal, apoyo en la movilización dentro del hogar, ayuda en la toma de medicamentos y acompañamientos puntuales fuera del hogar; y 2) la atención doméstica, que puede ir desde la limpieza cotidiana de la vivienda a la preparación de comidas.
El Ayuntamiento tenía un sistema de copago de los servicios sociales que prestaba que, en opinión de sus responsables técnicos, contribuía a la sostenibilidad del sistema y a la responsabilización de los usuarios con su uso. En marzo de 2013, con el Partido Popular (conservador) en el Gobierno, el Ayuntamiento de Madrid justificó el incremento del copago como una medida necesaria dada la situación de crisis y la aplicación de las medidas de ajuste decididas por el Gobierno de la nación (aunque esta normativa no fue aplicada en otros gobiernos). En parte, estas medidas fueron revertidas después por el mismo equipo de Gobierno al aproximarse las elecciones, lo que fue tachado de electoralismo por la oposición.
En cuanto al servicio de teleasistencia, en los últimos años ha habido tres modificaciones respecto a su precio. Hasta marzo de 2013, solo pagaban por este servicio que prestaba el Ayuntamiento, los pensionistas que cobraban la pensión máxima contributiva (de alrededor de 2.500 euros) y tenían menos de 80 años. Los mayores de esta edad, aunque contaran con rentas elevadas, estaban exentos de pagar. Sin embargo, desde marzo de 2013, el copago se aplicó también a los nuevos usuarios debido a la adaptación de un decreto nacional de 2012 (que implementaba una modificación del copago establecido en la Ley de 2006). Aquellos que ya venían usando el servicio y perciban una pensión superior a los 460,29 euros, también comenzarán a pagar un copago que se articula en cinco tramos a partir de enero de 2014. Esta medida afectó al 66% de los pensionistas usuarios del servicio. En tercer lugar, a partir de octubre de 2014 se aplicó una exención a aquellos con ingresos por debajo de 614,29 euros, que continúa en verano de 2016.
Por lo que se refiere al SAD, el Ayuntamiento venía prestándolo desde los años 80 y siempre con copago en función de la renta. Los beneficiarios del servicio prestado por el propio Ayuntamiento ascendían a alrededor de 50.000 en 2013. A ellos se unieron cerca de 4.000 usuarios que se incorporaban por la vía de la Ley de Dependencia y hasta entonces eran atendidos por el Gobierno regional. Para algunos de estos últimos, el paso de un sistema a otro podía suponer un incremento sustantivo del copago puesto que el Gobierno regional cobraba 1,31 euros por la hora de atención y en el Ayuntamiento puede variar entre 0,57 y 7,31 euros, en función de los ingresos de perceptor que se organizan en catorce tramos, estando exento el grupo que percibe ingresos inferiores a 460,29 euros. En los casos en que los usuarios son atendidos durante un elevado número de horas (puede llegar a ser 70 horas por mes) en función de su grado de dependencia, el coste puede ser significativo.
Cobertura y acceso
Es casi imposible estimar el impacto del copago en atención a la dependencia a nivel nacional. Un informe del Tribunal de Cuentas (2014) detectó que numerosos gobiernos regionales no habían adaptado sus normativas a los principios establecidos por la legislación del Estado central, que existía una gran variedad de regulaciones sobre tarifas y acerca de cómo establecer la capacidad económica de los usuarios de los servicios, y que muchos gobiernos regionales no proporcionan información o no lo hacen con suficiente calidad sobre estos aspectos. Además, los municipios pueden también establecer copago por los servicios de proximidad (la teleasistencia y el SAD) (Montserrat Codorniú y Montejo Sarrias, 2013; Montserrat Codorniú, 2009; Vilaplana Prieto, 2011).
Distintos autores han estimado que el incremento del copago en el SAAD ha sido sustantivo, superándose incluso el tercio que inicialmente se había planificado (Barriga Martín …[et al], 2014; Montserrat Codorniú y Montejo Sarrias, 2013). A juicio de este último trabajo, la forma en que se ha establecido el copago pone de manifiesto que tiene, por encima de otras finalidades, un propósito recaudatorio y que, por afectar en mayor medida a las rentas medias-bajas, ocasionará importantes “cotas de inequidad” (Montserrat Codorniú y Montejo Sarrias, 2013: 96).
Respecto de Madrid, en el caso analizado, antes del incremento del copago en marzo de 2013, el servicio de teleasistencia tenía alrededor de 133.000 beneficiarios. Según los cálculos del Ayuntamiento, alrededor del 34,3% de los usuarios de la teleasistencia estarían exentos de pago, ya que sus rentas se situaban por debajo de esos 460 euros. De esta forma, 87.609 personas abonaban parte del coste de la teleasistencia en comparación con las 2.650 personas que lo financiaban antes. Fruto de la implementación del copago, algunos usuarios comenzaron a renunciar a este servicio. El propio Ayuntamiento, sin embargo, decidió que algunos de ellos fueran eximidos del pago al ser considerados de especial riesgo, incluso aunque pudieran pagarlo. Sin embargo, unos 3.400 usuarios dieron de baja el servicio por efecto del copago.
El Ayuntamiento reconoce que se produjeron bajas debido al copago y que algunos usuarios redujeron el número de horas en que utilizaban el SAD. Sin embargo, no es posible conocer cuántas de estas bajas se debieron al incremento del copago. De las casi 8.000 bajas en 2013 (cifras similares a 2014), un 21% se debió a que el usuario rechazó el servicio, pero el Ayuntamiento no recoge información sobre los motivos de este rechazo. Sin datos seguros, la entonces responsable del servicio estimaba que las bajas debidas a la introducción del copago pudieron ser alrededor de 400. Además, se recibieron numerosas reclamaciones.
La calidad del servicio
La combinación del incremento del copago y el recorte del número de horas de atención a domicilio ha resultado problemática para algunos beneficiarios del sistema, que se quejan del empeoramiento de la atención que reciben porque los auxiliares están a veces solo unos minutos en sus casas. Además, se han visto obligados a contratar un tiempo de atención extra, a veces, directamente con la empresa que provee el servicio. Por lo tanto, es posible encontrar un hogar donde un auxiliar domiciliario es remunerado durante unas horas por el Ayuntamiento y copagado por el usuario (con un tope de 7,32 euros la hora), y otras horas es remunerado enteramente por el usuario (en las entrevistas realizadas se pagan hasta 17 euros la hora). Los familiares prefieren utilizar los servicios de este auxiliar, ya conocido, que contratar a un tercero que, aunque pueda resultar más barato, puede complicar mucho la logística del hogar y alterar la tranquilidad de la persona que necesita los cuidados.
El control y la eficiencia
El esfuerzo administrativo en términos de implementación del copago “fue enorme”, a juicio de una responsable del Ayuntamiento. No se ha estimado el coste de la implementación. Sin embargo, el copago incrementó los ingresos alrededor de 4,5 millones de euros en 2014, lo que representa alrededor del 19% de SAD en Madrid (24 millones de euros).
c) La entrada de las grandes empresas en el sector de la dependencia y los servicios sociales: el caso del Servicio de Atención a Domicilio
El Servicio de Atención a Domicilio (SAD), descrito más arriba, supone una ayuda valiosa para las personas cuya independencia personal está restringida pero desean permanecer en su hogar. Aunque este tipo de servicios venía prestándose desde 1979, la aprobación de la Ley de Dependencia en 2006 consolidaba estos servicios haciéndolos universales y comprometiendo así una financiación pública importante proveniente de las administraciones central y autonómicas. El nuevo compromiso de financiación pública, el progresivo y agudo envejecimiento de la población que han convertido a España en el país más envejecido del mundo (UNFPA, 2014) y la pérdida de negocios en áreas como la construcción, la limpieza industrial o la seguridad como consecuencia de la crisis, han atraído a nuevas empresas al sector de la atención domiciliaria (véase Deloitte, 2008).
Además, en el contexto de la primera fase de la crisis que coincidió con la primera fase de implementación de la Ley de Dependencia, el Ayuntamiento (gobernado por la derecha) adoptó algunas medidas para la gestión del sistema que impactaron en la gobernanza del sistema y para los ciudadanos. Con la llegada de un nuevo Gobierno de izquierdas, en parte estas medidas han sido revertidas sin que de momento se pueda apreciar el resultado.
En el nuevo contexto de crisis y aplicación de la Ley citada, las entidades de la economía social y pequeñas empresas que tradicionalmente se habían dedicado a este sector se vieron desplazadas por la competencia de grandes empresas. Las primeras se lamentan especialmente de la legislación europea que ha venido aplicándose hasta la fecha y las normas de contratación españolas (Directiva 20004/18/CE y Ley de Contratos del Sector Público de 14 de noviembre de 2014). Asimismo, se quejan del modo en que las administraciones regionales o municipales gestionan el proceso de licitación del SAD. En concreto, hay cuatro requisitos que son muy complejos de satisfacer por determinados tipos de entidades o empresas pequeñas.
En primer lugar, el Ayuntamiento de Madrid aumentó tanto la duración de los contratos de SAD como el volumen de los mismos. Por un lado, el SAD atiende a más usuarios que antes, y por el otro, el Ayuntamiento ha decidido agrupar más los paquetes de licitación que antes se ofrecían fragmentados. La necesidad de entregar un aval de alrededor del 5% de la licitación, expulsa del mercado a algunas empresas.
En segundo lugar, el Ayuntamiento de Madrid dictó una nueva norma el 26 de abril de 2012 que concedía un peso creciente al criterio del precio en detrimento de las especificaciones técnicas en las licitaciones. Como la mayoría de empresas afirma cumplir las especificaciones técnicas, es finalmente el precio el que decide las adjudicaciones. Según esta norma el precio representaba al menos un 65% y los restantes criterios como máximo un 35%. Las grandes empresas pueden competir mejor gracias a un coste más bajo de su estructura. Además algunas empresas de menor tamaño se quejan de que en ocasiones se presentan ofertas con precios temerarios que logran expulsarlas definitivamente del mercado. En Cataluña, por ejemplo, la Confederació, patronal que engloba 1.200 organizaciones no lucrativas, solicitó al Gobierno catalán que no se concedan concursos a propuestas desproporcionadamente bajas.
En tercer lugar, los plazos de pago a proveedores por parte de las administraciones se han llegado a dilatar mucho más de los que establece la legislación vigente durante los últimos años debido a la crisis. Esto ha resultado inasumible por algunas empresas. En el Ayuntamiento de Madrid, los plazos de pago a proveedores se han reducido drásticamente en el último año gracias al apoyo de los planes estatales de financiación del pago a proveedores y ahora no alcanzan los 30 días desde el momento en que el Ayuntamiento acepta la factura. Sin embargo, 4.000 entidades catalanas agrupadas en la Taula del Tercer Sector, mostraron públicamente su preocupación por el retraso de los pagos del Gobierno catalán en el mes de septiembre de 2014.
El cambio de color político en el Gobierno cambia también la instrucción de 2012 mediante un decreto del Ayuntamiento de 23 de septiembre de 2015. Se elimina la obligación de otorgar 65 puntos a la oferta con precio más bajo, introduciendo diversas fórmulas con las que se calcula un 75 por ciento del precio, que incluyen además otros criterios de calidad de servicio y respeto al empleo de calidad, así como otras cláusulas sociales, de género, de comercio justo o medioambientales. En esta misma línea, una nueva norma (la Instrucción 1/2016) introduce criterios de naturaleza social en los pliegos de contratación. Esta incorporación se produce en el contexto de la transposición al derecho español de la Directiva 2014/23/UE relativa a la adjudicación de contratos de concesión y la Directiva 2014/24/UE que incluyen la necesidad de mejorar la eficiencia y que la contratación pública sirva también para perseguir objetivos de carácter social. Ambas Directivas debían transponerse al ordenamiento español antes del 18 de abril de 2016.
La equidad en el acceso
La participación de empresas, atraídas por la financiación pública, ha facilitado que se incremente rápidamente el número de usuarios de los servicios (a nivel nacional, del 1,7% de la población a un 4,7% de los mayores de 65 años). En principio, en un sistema en el que las administraciones públicas tienen experiencia regulatoria y la regulación del precio es muy concreta, el acceso no se ve limitado por la participación de las grandes empresas.
La calidad del servicio y del empleo
Especialmente las cooperativas del sector alegan que esto ha perjudicado tanto a los trabajadores como a los usuarios. En su opinión, los trabajadores de las grandes empresas tienen peores condiciones salariales y, en general, peores condiciones de trabajo, puesto que las empresas no se ven obligadas a reinvertir parte de sus beneficios en la formación de los trabajadores. Los usuarios están generalmente satisfechos con el servicio, aunque se quejan de la rotación de los trabajadores y de la escasez de horas en las que estos están en su casa, y manifiestan cierta preocupación por las condiciones de trabajo de los empleados que les atienden (véase también Ruiz Cañete, 2011; Tous Zamora y Bermúdez González, 2011).
La eficiencia y el control
Todos los cambios mencionados obligan a las organizaciones a realizar ajustes internos en cuanto a su estructura. La respuesta de las organizaciones de la economía social y del Tercer Sector está siendo ganar tamaño e implantación territorial en el sector sociosanitario, especialmente en el caso de las cooperativas de iniciativa social, recurriendo (en torno a un 47% de los casos) a fórmulas de cooperación empresarial mediante el establecimiento de servicios compartidos, uniones temporales de empresas, alianzas estratégicas, redes comerciales y centrales de compra y colaboraciones en la externalización de servicios o el desarrollo de mercados sociales promovidos desde empresas sociales que no requieren el intercambio de dinero para su funcionamiento (COCETA, 2010; Morales Gutiérrez, 2011).
En este sentido, el sector puede ganar en eficiencia y profesionalidad. Sin embargo, la competencia entre empresas ha obligado al Ayuntamiento de Madrid a estar muy atento, desestimando ofertas debido a precios que se han considerado excesivamente bajos y que, según las propias empresas, iban a conseguirse remunerando de manera muy precaria a sus trabajadores. Además, los gestores entrevistados convienen en el problema del control de las empresas especialmente en época de crisis, cuando estas empresas ven peligrar su margen de beneficios. Se menciona la necesidad de disponer de un sistema de control que permita interponer penalidades cuando son necesarias, así como la dificultad de interponerlas en determinadas ocasiones o las limitaciones para rescindir contratos, ya que la administración es la que finalmente debe garantizar la continuidad de los servicios.
3. Conclusiones
Como en otras experiencias internacionales, los factores que han conducido a la introducción de cambios en el welfare-mix en las tres políticas sociales españolas analizadas, incluyen la necesidad de satisfacer las demandas de más servicios en un contexto de recursos limitados en el que la participación de terceros podía contribuir a la puesta en marcha de servicios que quizá de otra forma se hubieran tenido que posponer o solo habrían podido ser puestos en marcha si otros programas públicos, a priori menos necesarios, se hubieran retrasado o descartado; y a la creencia, a veces sin que exista clara evidencia empírica, de que determinadas fórmulas pueden ser más baratas, de mayor calidad o más eficientes. Sin embargo, la ideología de los gobiernos también explica la selección y posterior revisión de determinadas fórmulas de welfare-mix elegidas.
Los cambios en la gobernanza del welfare-mix se han puesto en marcha utilizando diferentes instrumentos de política pública de tipo organizativo (CPP), financiero (copago) y regulatorio, modificando una norma sobre la gestión de la contratación pública. En los tres casos analizados, la gobernanza del welfare-mix se ha transformado de distintas maneras. Podría hablarse de una primera fase más mercantilizadora, en la que se intensificó el papel del sector privado o de prácticas relacionadas con la gestión privada. En una segunda fase, distintos factores relacionados con el funcionamiento insatisfactorio de estas experiencias, pero también motivos vinculados a los valores o a la ideología o a la proximidad de las elecciones hicieron que parte de las decisiones tomadas en un momento inicial se revirtieran o planearan revertirse. El aumento del copago se redujo, parece que se planea volver a la gestión pública del hospital analizado y, por último, aunque no se ha implementado un mecanismo de gestión pública para el sistema de ayuda a domicilio, sí se han limitado algunos de los rasgos del carácter marcadamente mercantil que estaba manifestando la provisión de este servicio para dar más espacio a fórmulas de la economía social.
Una clara conclusión de este análisis es la ausencia de mecanismos de evaluación de estas experiencias. Con esta carencia no solo se incumple la necesidad de rendir cuentas en el caso de servicios que siguen siendo de titularidad pública, sino que además es imposible valorar y adoptar decisiones sobre cuál es el modelo socialmente más justo y económicamente más eficiente. Se trata de un desafío difícil, ya que la administración española está todavía poco acostumbrada a analizar los impactos de los programas que ella misma diseña y ejecuta, y ahora, además, se le pide el reto de evaluar políticas que implementan otros actores ajenos a la administración.
En los casos analizados no quedan claros ventajas e inconvenientes, a veces debido a que simplemente no existen buenos datos con los que realizar una valoración sólida. Con el aumento del copago no está claro si tuvo alguna ventaja de las que habitualmente se le reconocen como moderador de la demanda excesiva de los servicios o para proporcionar más recursos a la administración; o simplemente logró expulsar a algunos usuarios del sistema, parte de los cuales hubo que recuperar, ni tampoco queda claro el coste de la implantación del mismo. En el caso de las concesiones sanitarias no se sabe si suponen un ahorro para los contribuyentes y si sus resultados en salud son mejores y no deja de ser extraordinariamente llamativo que la propia administración reconozca que todo ello se podría evaluar si se contara con datos veraces por ambas partes. Finalmente, tanto en este último caso como en relación con la incorporación de las grandes empresas a la gestión de los servicios, el esfuerzo realizado por la administración en la supervisión y control no está cuantificado, aunque se estima que es significativo si se quiere velar por la calidad del servicio e incluso por las condiciones laborales de los trabajadores.
Aun teniendo en cuenta las limitaciones de los datos, se pueden presentar algunas conclusiones sobre lo que acá se ha llamado la privatización del riesgo. La participación de otros actores ha posibilitado en algunos casos el incremento de la oferta de servicios a la ciudadanía. Sin embargo, como ha demostrado el caso del copago en servicios sociales, es necesario estar muy atento a las situaciones de exclusión que estos mecanismos pueden plantear y a los problemas de selección de clientela por parte de otros actores, dejando a la administración los casos más difíciles. En el caso del hospital analizado, los ciudadanos ya recibían atención sanitaria pública, pero este hospital ha permitido acercarles la atención. Los datos no permiten confirmar que en este caso se descarten pacientes, pero lo que sí se produce es un esfuerzo activo para la captación de pacientes que, como se ha explicado, puede impactar negativamente en el conjunto del sistema sanitario.
Los datos manejados no permiten afirmar que el mayor recurso a estas fórmulas empeore la calidad de los servicios, pero tampoco que la mejore. Cuando se han conseguido datos, los resultados son similares a fórmulas de gestión directa. Sí parece claro que las condiciones laborales se ven afectadas muchas veces a la baja, con mecanismos de tipo mercantil frente a la gestión pública directa u otras fórmulas de economía social.
La administración no parece ser del todo capaz de garantizar las condiciones para asegurar el funcionamiento adecuado de algunas de estas experiencias complejas como la transferencia de riesgo a las empresas, la competencia, la independencia de los reguladores, el control, y presenta carencias en relación con el expertise público en materia de evaluación. Se trata de un reto importante, porque la paradoja que puede producirse es que efectivamente el riesgo que debían asumir terceros actores se socialice, mientras que solo se privaticen los beneficios.