Recibido: 1 de agosto de 2016; Aceptado: 9 de septiembre de 2016
El Estado en el año 2050: entre la decadencia y el esplendor
The State in 2050: between Decadence and Splendor
El objetivo de este artículo es analizar a nivel teórico el papel que puede jugar en el futuro, durante las próximas tres décadas, el Estado y sus administraciones públicas. En primer lugar, se analizará el escenario más probable de pérdida de poder e influencia del Estado en el futuro. El Estado ha entrado en un estado de crisis que puede ser muy profundo y peligroso. Pero al analizar, en segundo lugar, los cambios actuales y futuros a nivel tecnológico, económico, social y político previstos para los próximos años se dibuja un escenario sorprendente pero viable: un posible empoderamiento y expansión del Estado en el futuro. Las contradicciones internas del capitalismo (los cuasi monopolios de las empresas tecnológicas y la expansión de la economía colaborativa) y las tensiones sociales derivadas de estas discrepancias pueden procurar de una renovada fuerza al papel y a las competencias del Estado. Se utiliza el concepto Estado en su acepción de ser uno de los principales motores del bienestar social (junto al mercado, el tercer sector y la familia). El Estado como ejercicio del poder en defensa del bien común, no el Estado en su dimensión de Estado-nación, que está en clara recesión a favor de las instituciones locales (Gobierno de las grandes ciudades) y de las instituciones macro regionales (asociaciones de Estados).
Palabras clave
Reforma del Estado, Tendencias en Administración Pública, Tecnología de la Información, Cooperación Económica, Capitalismo, Perspectivas.Resumen, traducido
The aim of this paper is to theoretically analyze the future role of the State and its Public Administration over the next three decades. Firstly, it will be discussed the most likely future scenario of loss of power and influence of the State. The State has entered in a deep state of crisis that can be very dangerous. Secondly, taking into account the current and future changes on a technological, economic, social and political level, it will be drawn a surprising but feasible scenario: an empowerment and expansion of the State in the near future. The internal contradictions of capitalism (the existing quasi monopolies of the technology companies and the expansion of a collaborative economy) and the social tensions of these discrepancies may facilitate a renewed strength to the role and competencies of the State. Nowadays, we recognize the State like one of the main engines of social welfare (together with the market, the third sector and the family). In this sense, we understand the State like an authority power to defend the common good and not in its dimension of nation-state that it is clearly in recession in favor of local institutions (city councils of the large cities) and supranational organizations of regional scope (associations of States).
Keywords
State Reform, Trends in Public Administration, Information Technology, Economic Cooperation, Capitalism, Perspectives.1. La necesidad de mirar al futuro
Este artículo trata de analizar el futuro del Estado, y hay que reconocer que es un objetivo muy arriesgado. Hay decenas de frases brillantes y afortunadas sobre la quimérica ambición de adivinar lo venidero, aunque sea con una orientación y base académicas. La frase que se considera más venturosa es la del Premio Nobel de Física Niels Bohr, quien afirmó: “predecir es muy difícil. Sobre todo el futuro”. Puede considerarse una evidencia empírica que el mundo está experimentando ahora un gran cambio, rápido y profundo. Las grandes piezas conceptuales que rigen nuestras vidas se están agitando con rapidez en un intento de recolocarse de forma equilibrada: la tecnología, la economía, la sociedad, la política y el Estado. Son como grandes placas tectónicas que se están moviendo de forma acelerada, chocan entre ellas y ponen en duda la posición de los actores que se asientan sobre las mismas: las empresas, los movimientos sociales, los partidos políticos y las administraciones públicas.
El objeto más concreto de este ensayo es reflexionar y analizar cómo puede ser el Estado (y la administración pública) a largo plazo, por ejemplo a 35 años vista y llegar al año arbitrario pero “redondo” de 2050. Plantear el futuro del sistema público a tres décadas y media vista implica intentar hacer un ejercicio de prospectiva que es temerario pero necesario. El problema estructural de las administraciones públicas de todo el mundo es una absoluta falta de identidad estratégica. Ni cuando se plantean reformas se observa mucho más allá del presente y solo se diagnostican los problemas de un pasado inmediato y todas las medidas prescriptivas que se proponen, en el marco o no de una reforma administrativa, son a muy corto plazo. Los políticos, los funcionarios y los estudiosos de la administración pública son conscientes que conducen un artefacto tan complicado que, o bien lo mantienen parado por temor a no saberlo liderar o bien lo conducen de forma lenta, con las luces cortas y obsesionados en observar excesivamente al retrovisor. A casi nadie se le ha ocurrido poner las luces largas por temor a deslumbrar e inquietar a los susceptibles artefactos móviles implicados (partidos políticos, funcionarios, sindicatos, empresarios, movimientos sociales, etc.). Plantearse a nivel teórico cómo debería ser el Estado y la administración pública a largo plazo es un mecanismo imprescindible para tomar las decisiones del presente con una cierta orientación estratégica, y no solo como una forma de salir del paso de problemas coyunturales del presente. Realizar análisis de prospectiva es más necesario de lo que parece para la toma de decisiones públicas del día a día. Todos sabemos, por ejemplo, que una política pública en el ámbito de la energía tiene siempre una orientación a largo plazo, a veinte o a treinta o más años vista. Pues, sucede exactamente lo mismo con las políticas de carácter institucional y organizativas, que son aquellas que deben perfilar cómo deben ser los aparatos públicos que diseñarán, decidirán e implementarán las políticas públicas y los sistemas de gestión del futuro.
El Estado y sus administraciones públicas son una variable dependiente de otras que van a marcar el camino de su devenir, de su esplendor o de su decadencia, e incluso de su hipotética desaparición. El artículo parte de la hipótesis de que se está produciendo una concatenación de circunstancias que están generando unos cambios muy profundos en el mundo. El primer elemento crítico es que estamos viviendo unos acentuados cambios tecnológicos como preludio de una gran revolución tecnológica y científica. Esta revolución abarca un amplio espectro que oscila desde la biomedicina y la nanotecnología hasta los cambios productivos derivados de las impresoras 3D. Pero, a nuestro entender, la revolución tecnológica que tiene y tendrá más impacto es la que se deriva de los nuevos bienes informacionales. La tecnología de la información está transformando de manera radical la economía y la sociedad. E incidirá en el futuro en el diseño y comportamiento de la política y de las instituciones públicas.
El segundo elemento crítico reside en la economía. El sistema económico capitalista es un gran superviviente con una increíble capacidad de adaptación. Los cambios tecnológicos y las opciones ideológicas alternativas que han ido surgiendo con el tiempo han sido un acicate para la renovación y reforzamiento del modelo capitalista. Pero la revolución derivada de las tecnologías de la información implica un cambio de tal envergadura en innovación económica y social que no es evidente que el modelo capitalista lo pueda absorber con garantías. Algunos autores como Mason (2016) se atreven a formular, con una gran fortaleza argumental, un nuevo futuro de la mano de lo que denomina postcapitalismo. Las tecnologías de la información rompen varios axiomas de la economía clásica: la información, que es el principal recurso (el petróleo de nuestro futuro más inmediato), no es escasa sino infinita. Se quiebra el principio de la oferta y la demanda cuando resulta que un mismo actor es productor y consumidor de los bienes informacionales a los que es muy difícil, o imposible, poner un precio. La economía clásica se basa en que los recursos son escasos, en que hay una oferta y una demanda que permiten fijar unos precios. Todo esto ya no existe en el mercado virtual de la información (Morozov, 2011).
El tercer elemento crítico es la sociedad: los ciudadanos, en un sentido colectivo, se encuentran ante un nuevo escenario dominado por dos vectores: por una parte, los ciudadanos se relacionan de forma distinta en un mundo virtual (redes sociales) que estimula una lógica colaborativa muy gratificante, que está fuera de las lógicas clásicas del mercado que oscilan entre una nueva economía colaborativa y unos asfixiantes cuasi monopolios de las empresas tecnológicas (Keen, 2016). Por otra parte, la sociedad está muy inquieta ante un cambio tan radical como profundo. Vive con una sensación angustiosa de absoluta incertidumbre (laboral, económica, de seguridad ciudadana, etc.). Las sociedades de los países desarrollados tienen miedo, muchísimo temor.
En cuarto lugar está la política. La política consiste en buscar la satisfacción de los intereses de los ciudadanos, con objetivos egoístas, sectoriales y parciales, articulando un bien común y un interés general que satisfaga a la mayoría. Esta tarea siempre ha sido técnicamente difícil, pero ahora es casi una quimera cuando la política (y sus principales actores como los partidos y los líderes políticos) tiene poco poder ante unas poderosas multinacionales y una escasa capacidad de conducción social, cuando los ciudadanos se nutren de tan diversas, rápidas e independientes fuentes de información (Mair, 2015). Los crispados ciudadanos les exigen soluciones a problemas más complejos que nunca, precisamente en el momento en que la política posee los instrumentos más precarios. Esta tensión es insoportable y la única solución política posible es recurrir al relato mágico del populismo y de la demagogia. Durante los próximos años vamos a vivir un gran período de esplendor de las formaciones y de los líderes políticos demagogos y chamánicos (Lapuente, 2015).
En quinto lugar, aparece el Estado, que siempre ha convivido con la crisis pero que ahora vive en un “estado de crisis” (Bauman y Bordoni, 2016). El Estado como regulador de la actividad económica y social, el Estado como motor proveedor de bienestar y el Estado como suministrador de seguridad vive en un estado de crisis. Por una parte, la economía capitalista ha llegado a un punto de sofisticación de la mano de la globalización (por cierto, una dinámica estimulada por los propios Estados) y por la falta de regulación pública (también propiciada por los propios Estados), que ahora es muy difícil de controlar estatalmente (Trías de Bes, 2013). Las grandes multinacionales, algunas de ellas derivadas de la revolución de las tecnologías de la información, juegan a lógicas monopolísticas, de oligopolio o de cártel que escapan totalmente de las manos de unos Estados que se han quedado pequeños y obsoletos (Stiglitz y Greenwald, 2016). Por otra parte, la revolución tecnológica de la información ha generado una sociedad colaborativa, con más capacidad crítica y empoderada para autosatisfacerse tanto de información como de determinados servicios que ya no pasan por los canales del Estado. Los Estados van perdiendo el monopolio de la información pública y política. Además, la sociedad, gracias a la tecnología, está generando un nuevo tipo de economía, la economía colaborativa, que desconcierta (fiscalmente, pero también a nivel material) a los Estados. Finalmente, los Estados se ven cada vez más incapacitados para garantizar la seguridad de sus ciudadanos. No les pueden ofrecer la seguridad de un empleo o de un empleo digno, no pueden ofrecer a los ciudadanos los mismos subsidios (por desempleo, etc.) y servicios (educativos, sanitarios y sociales) que antes, por un elevado déficit público derivado de un déficit fiscal. Ni tan siquiera los Estados, que poseen el monopolio de la violencia, pueden garantizar la seguridad física de los ciudadanos. Las nuevas metodologías del terrorismo yihadista han hecho muy vulnerables las fuerzas públicas de seguridad. Los ciudadanos miran desconcertados a estos Estados en su estado actual de impotencia y se muestran muy críticos con ellos.
2. La crisis del Estado del presente que se proyecta hacia el futuro
El Estado está en crisis por el estado de crisis general que afecta tanto a la economía, a la política como a la sociedad. Para analizar la crisis actual del Estado hay que saber diferenciar los elementos de crisis exógenos de los elementos de crisis endógenos. Es decir, la crisis del Estado contemporáneo se explica con la misma intensidad tanto por elementos exógenos: cambios económicos, políticos y sociales que laminan la fuerza del Estado, como por elementos endógenos que guardan relación con una crisis interna siempre latente y que ahora, combinada con los elementos exógenos, ha alcanzado una enorme importancia y capacidad de fuerza autodestructiva.
Por otra parte, analizar la crisis del Estado también guarda relación con la crisis de la administración pública, ya que esta es el ingrediente básico del Estado. Y la crisis del Estado también está vinculada con la crisis de los Estados-nación. Los Estados han tenido históricamente una vinculación con los países y esto genera ahora muchas distorsiones en nuestra capacidad de análisis. Hay que resaltar, a nivel conceptual, que el Estado va mucho más allá que el modelo implantado hasta ahora de Estado-nación. El Estado, en esta acepción más amplia, hace referencia a las estructuras de poder y de carácter administrativo de naturaleza pública que están bajo la dirección y control del poder político y de sus gobiernos. Es el concepto de Estado en relación con el mercado y con la sociedad civil. Y desde esta óptica, el Estado no agrupa solo a los Estados-nación sino también al poder local y al Gobierno de las ciudades, al poder regional, al poder macro regional (por ejemplo, la Unión Europea), a los gobiernos multilaterales e incluso a un potencial, anhelado por algunos pero difícil de lograr, Gobierno mundial (Barber, 2015).
La pérdida de la capacidad de influencia del Estado sobre la economía es evidente: el poder real ya no reside en los Estados, sino en los poderes económicos. En la actualidad, el Estado se ha visto expropiado de una parte considerable (y creciente) de su antaño genuino o presunto poder para hacer las cosas, del que se han apropiado fuerzas supraestatales globales que operan en un “espacio de flujos” (Castells, 2005) fuera de todo control político, mientras que el alcance efectivo de las agencias y organismos públicos existentes no ha logrado ir más allá de las fronteras estatales. “Esto significa, lisa y llanamente, que las finanzas, los capitales de inversión, los mercados laborales y la circulación de mercancías están fuera de las atribuciones y del alcance de las únicas agencias públicas ahora disponibles para encargarse de la labor de la supervisión y la regulación” (Bauman y Bordoni, 2016: 23). El poder y la política viven y se mueven separados el uno de la otra, y su divorcio definitivo nos aguarda en la puerta de la esquina (Bauman y Bordoni, 2016). El poder está en el mercado y la política ha perdido todo su poder, su fuerza y su mordiente. La debilidad de la política supone la debilidad del Estado, ya que representa su máximo ingrediente. La crisis de poder de la política ha generado una crisis en los partidos políticos que ponen en duda no solo la viabilidad del Estado, sino también de la democracia (Mair, 2015).
El Estado, en esta deriva hacia la marginalidad, solo ha encontrado dos salidas provisionales para sobrevivir, que residen, por una parte, en la asunción del concepto de gobernanza y, por otra parte, en optar por la delegación, la tecnocracia y la despolitización. Recordemos que el reto más profundo que está afrontando y afrontará el Estado en un futuro es el divorcio entre poder y política. El poder está en el mercado (y, de manera marginal e incipiente, en la sociedad), y la política de los partidos políticos y de los partidos en el Gobierno no posee una gran capacidad de decisión, influencia y control. El primer mecanismo provisional que ha ingeniado el Estado para sobrevivir es incorporar en su acervo el concepto de gobernanza, pero desde un plano netamente reactivo. Como la política institucionalizada y el Estado están perdiendo poder ante los actores del ámbito económico y social, se decide incluir a estos dos grupos de actores en las funciones de Gobierno. El lema es que ahora entre todos lo haremos todo en la defensa del bien común y del interés general. Pero la gobernanza reactiva es una gran impostura y una forma de hacer de la realidad virtud. Es un modelo que, mal implantado, supone la asunción de la antipolítica, que garantiza la continuación del juego político entre partidos, pero la vacía de significación social, ya que el ciudadano se ve obligado a cuidar de su propio bienestar: “El Estado dirige y controla a sus súbditos sin responsabilizarse de ellos” (Balidar, 2013), implementando una especie de gobernanza neoliberal que resulta ser una técnica de Gobierno indirecto, que puede ser bastante eficaz pero escasamente democrática (Bauman y Bordoni, 2016: 29). La gobernanza reactiva es un ejercicio de impotencia estatal y un subterfugio para hacer creer que el Estado todavía mantiene algo de poder en sus relaciones de equilibrio con el mercado y con la sociedad. Pero implantar un modelo de gobernanza cuando la política ha perdido la mayor parte de su poder implica “gobernar en el vacío” (Mair, 2015), ya que realmente quienes gobiernan son las fuerzas del mercado y, de manera marginal, algunos lobbies sociales que representan de forma limitadísima los intereses de la sociedad. Es un modelo que implica que la defensa del bien común y del interés general está en manos de actores privados que deciden e implementan las partituras en función de sus propios intereses, bajo la impotente batuta de un poder político e institucional que formalmente ejerce de director, pero al que nadie hace caso. En definitiva, la gobernanza sustituye al Estado en lo tocante a la política (Bauman y Bordoni, 2016: 26). Y todo esto no quiere decir, en absoluto, que no tenga sentido un futuro modelo de gobernanza, pero si esta es proactiva. En efecto, la enormidad y complejidad de los retos que debe afrontar el Estado moderno hace aconsejable que lo realice en colaboración con las fuerzas del mercado y de la sociedad civil, pero con su cooperación y no con su predominio. Pero, para alcanzar esta gobernanza proactiva, el Estado debería recomponer e incrementar sus fuerzas para poder ejercer en este modelo el rol de metagobernador, que ahora ni puede y ni parece que anhela.
El otro mecanismo del que se ha dotado el Estado para sobrevivir de forma agónica es tecnocratizar buena parte de sus funciones y alejarlas del poder y del control político. Ya que el poder real no está ni en los partidos políticos ni en el Gobierno, la idea es renunciar a la legitimidad democrática del Estado, que ahora ya no es una fuente de legitimidad sino una rémora, y buscar, en cambio, refugio en la legitimidad tecnocrática. Con frecuencia, la política pública ya no es decidida ni controlada por los partidos políticos. Por el contrario, con el auge del Estado regulador y de la Nueva Gestión Pública, hay cada vez más decisiones en manos de órganos no partidistas que operan con independencia de los líderes políticos (Majone, 1994). Ante las crecientes limitaciones del entorno en un contexto transnacional, inevitablemente se tiende a la delegación y a la despolitización (Thatcher y Stone, 2003). “El cambio es todavía más pronunciado cuando las modalidades de la Nueva Gestión Pública se importan desde las organizaciones privadas al sector público. Aquí las formas de rendición de cuentas no solo no incluyen el canal electoral sino que también prevalecen sobre criterios implícitos del sector público como tal, pues están regidas por valores de coste-eficiencia, procedimiento justo y rendimiento” (Mair, 2015: 30-31). Los gobiernos son cada vez menos políticos y son gobiernos por inercia o gobiernos de carácter administrativo (Lindvall y Rochstein, 2006: 61). “El liberalismo dominante sugiere que los gobiernos ya no son capaces de gestionar eficazmente la economía con vistas a redistribuir los recursos o responder a las necesidades colectivas, y esta incapacidad ha alterado de manera fundamental el discurso político fundamental. El dilema de la planificación frente al mercado se ha resuelto a favor del mercado” (Scharpf, 1999: 32).
Por otra parte, la sociedad, por la vía de las tecnologías de la información en red, se ha empoderado y ya no se siente oprimida ante la incapacidad del Estado de monopolizar el discurso público a nivel político y social. Ahora la sociedad tiene la capacidad de proveerse, gracias a las tecnologías de la información en red, de sus propios discursos y la capacidad autónoma de movilización. La sociedad ha impulsado discursos alternativos de carácter apolítico (fuera de la lógica de los partidos políticos) y observa con desapego y desconfianza la política institucionalizada (de carácter estatal). La sociedad se siente muy presionada y extorsionada por el poder económico y, ante la impotencia del poder político institucionalizado, busca sus propias alternativas para lograr sobrevivir, sean estas por la vía de una parte de la economía colaborativa o por la economía social estimulada por los movimientos sociales. El Estado y sus administraciones públicas se están ubicando en una posición marginal que posee las siguientes características:
- El Estado se va convirtiendo en un mero mostrador que proporciona servicios bajo demanda a los ciudadanos, sin posibilidad alguna de decisión ni de control.
- El Estado se aferra a la única oportunidad que le brinda el poder económico para mantener un cierto nivel de funciones que justifique su existencia, y el único elemento que le da hoy vida y sustento es la adopción de una política neoliberal.
- El neoliberalismo permite la libertad de movimiento, pero delega en sectores privados la mayoría de sus responsabilidades que eran originariamente del Estado (Bauman y Bordoni, 2016: 48).
- El neoliberalismo somete las funciones sociales del Estado al cálculo económico; una práctica inusual que ha introducido en los servicios públicos criterios de viabilidad, como si fueran empresas privadas. Estos criterios regulan ahora los ámbitos de la educación, la sanidad, la protección social, el empleo, la investigación científica, el servicio público y la seguridad conforme a un perfil económico. El neoliberalismo, por tanto, elimina la responsabilidad del Estado, le hace renunciar a sus prerrogativas tradicionales de conformidad con tal perfil económico (Bauman y Bordoni, 2016: 30).
- La escisión irreparable entre lo local y lo global genera un efecto paralizante sobre el Estado que lo reduce a labores de administración rutinaria, incapaz de afrontar los problemas que el poder global impone con una frecuencia cada vez mayor.
Hay que hacer notar que la actual crisis del Estado, que deriva de la pérdida de poder de la política ante la economía y la sociedad, pone en riesgo el propio sistema democrático. El Estado podría sobrevivir de manera agónica con estas recientes adaptaciones a la nueva realidad económica y social. Lo podría hacer bajo el principio de legalidad pero no lo lograría de una forma democrática, ya que podría garantizar un Gobierno efectivo de carácter tecnocrático y abierto al mercado y a la sociedad, pero alejado de un apoyo y control de carácter electoral. Fukuyama (2015) afirma que una democracia moderna posee tres ingredientes básicos: Estado, principio de legalidad y Gobierno responsable y efectivo. El modelo que lograría dibujarse de cara al futuro podría ser un entramado institucional con principio de legalidad, un Estado tecnocrático y abierto relativamente débil, y, finalmente, un Gobierno efectivo pero no responsable a nivel político. Un sistema formalmente democrático, pero sin democracia real (Mair, 2015).
Pero la crisis del Estado, o de su potencial resurgimiento o resurrección, no se explica solo por las múltiples variables exógenas, sino también por variables de carácter endógeno. En este sentido, hay dos lecciones muy relevantes que se pueden extraer de la fabulosa y reciente obra de Fukuyama (2015 y 2016) sobre los orígenes y la decadencia del orden político en relación con la crisis del Estado: por una parte, que la calidad de un Estado depende de si su modelo de administración pública moderna y meritocrática se ha impulsado antes o después que su proceso de democratización, y esto es determinante a la hora de lograr un Gobierno más o menos responsable. Por otra parte, que el Estado puede entrar en un período de crisis y decadencia, como cualquier otra institución, si es incapaz de adaptarse a las circunstancias cambiantes. El elemento crítico en el surgimiento de un Estado moderno reside en su capacidad o no de edificar un Gobierno competente, que es de lo que carecen los Estados frágiles o fallidos. La clave de ello reside en si se ha establecido o no una administración pública de carácter meritocrático. “La sociabilidad humana natural se basa en la selección por parentesco y el altruismo recíproco; es decir, la preferencia por la familia y los amigos. Mientras los órdenes políticos modernos tratan de promover un Gobierno impersonal, las élites de la mayoría de las sociedades tienden a recurrir a redes de familiares y amigos (Fukuyama, 2016: 43). Y para lograr un Estado robusto de carácter impersonal es concluyente si su construcción ha sido anterior o posterior a la instauración de un sistema democrático. Por ejemplo, en Prusia se construyó antes un Estado impersonal, un proceso que demoró casi dos siglos, que un sistema democrático. Este orden, para Fukuyama, es determinante, ya que la política clientelista no se ha dado nunca en Alemania. Como contraejemplos, Fukuyama explica los casos de Grecia e Italia, que no fueron capaces de desarrollar administraciones modernas antes de convertirse en democracias electorales. En ambos países, los gobiernos se convirtieron en fuentes de patrocinio y, posteriormente, de clientelismo descarado a medida que los sistemas se democratizaron y pasaban a la participación política masiva (Fukuyama, 2016: 173). El resultado está a la vista en esos países: una incapacidad crónica para controlar el empleo público, un clientelismo extendido, así como una desconfianza social con la administración pública a la que se une una mala calidad de la administración. La segunda gran lección de este reciente estudio de Fukuyama es que el Estado puede entrar en un período de crisis y decadencia. Es fundamental, por tanto, la adaptación al cambio: la flexibilidad institucional y de los actores. La inadaptación al cambio institucional se muestra, por ejemplo, en el papel de las élites o de los actores políticos que impiden esa adaptación. Algunos actores internos (como los partidos, los sindicatos y las corporaciones de empleados públicos) “repatrimonializan” el Estado (Jiménez Asensio, 2016). Este proceso de captación por parte de las élites o de los de dentro es una enfermedad que afecta a todas las instituciones modernas. A nuestro entender esto es lo que está sucediendo actualmente y puede acontecer durante las próximas décadas en la mayoría de los Estados de los países desarrollados.
Es obvio que los cambios tecnológicos y las transformaciones económicas, políticas y sociales (variables exógenas) que ponen en duda y en peligro la posición del Estado deberían ser un aliciente y un catalizador para que este reaccionara y se reubicara. Pero, hasta el momento, el Estado no posee capacidad de reacción por culpa de sus problemas endógenos, que hacen que sea cada vez más rígido e impermeable al cambio, y su diseño sea más complejo y más anticuado. La hipótesis es que los Estados contemporáneos están actualmente en una situación de inamovilidad por los siguientes factores:
- Existe una ley natural de conservación de las instituciones, que se manifiesta de modo diáfano cuando la necesidad objetiva obliga a su adaptación y los hombres (animales conservadores por naturaleza) se resisten frenéticamente al cambio (Fukuyama, 2015).
- La actual gran crisis política y de los partidos políticos ha generado que estos sean muy vulnerables. Estos partidos, en vez de defender su espacio de influencia política, se han replegado y enquistado en el seno de las instituciones del Estado. El resultado es una funcionarización de la política y un reverdecimiento del clientelismo en los aparatos estatales.
- El modelo burocrático, que aparentemente aportaba objetividad e imparcialidad, ha generado, con el tiempo, gérmenes nocivos de carácter corporativo en determinados grupos de empleados públicos.
- La crisis del mercado laboral ha ampliado de forma rotunda la periferia de este mercado con la precarización, salarios muy bajos y condiciones laborales extremas. El centro laboral, cada vez más escaso, que implica salarios dignos y estabilidad, lo han ocupado las administraciones públicas. La administración pública representa el último espacio de confort laboral para aquellos empleados sin una gran cualificación (administrativos, subalternos, oficios, sector del transporte de viajeros, etc.). Es lógico que la sociedad, por la vía de los sindicatos y de grupos organizados de empleados públicos, defiendan con uñas y dientes los últimos paraísos laborales que han sobrevivido, hasta el momento, a la injusta revolución laboral.
- El modelo de agencias independientes y profesionalizadas ha generado en el sector público un conjunto de comunidades epistémicas (Ramió, 2008) que aportan un alto valor añadido de carácter profesional, pero con enormes déficits políticos dada su propensión a una lógica de carácter neocorporativa.
- La gobernanza supone la guinda a este pastel de lógicas clientelares, corporativas y neocorporativas en que se han ido convirtiendo los Estados modernos. La gobernanza ha tejido una tela de araña inmensa de relaciones e intercambios entre los aparatos estatales y un conjunto de organizaciones privadas con ánimo y sin ánimo de lucro, además de asociaciones y movimientos sociales. Ahora, las resistencias al cambio ya no son solo internas sino también externas por esta red de intereses e intercambios entre unas élites transversales que, muchas veces, han seguido una lógica claramente extractiva y de “repatrimonialización” del sector público.
3. Los indicios tecnológicos, económicos y sociales para generar un Estado fuerte
La tecnología transformará el modelo económico
La revolución tecnológica que genera un mercado y una economía de la información no es compatible con el sistema capitalista. Los elementos que hacen distinta la actual revolución tecnológica de las anteriores con las que tuvo que enfrentarse el capitalismo son: primero, hasta que no llegamos a disfrutar de los nuevos bienes informacionales compartibles, la ley fundamental de la economía era que todo era escaso (Mason, 2016: 169). La existencia de una oferta y una demanda presupone una escasez. Ahora, sin embargo, ciertos bienes (como la información) no son escasos, sino eternamente abundantes, por lo que la oferta y la demanda pasan a ser irrelevantes. La tecnología de la información está corroyendo el funcionamiento normal del mecanismo de la formación de precios. Segundo, los tradicionales factores de producción (la tierra, el trabajo y el capital) están pasando a ser secundarios ante la información. Esta constatación visionaria de Drucker (1993), antes de que surgiera Internet, es ahora absolutamente evidente. Tercero, la economía de la información alienta como ninguna el surgimiento de una economía que se basa en los monopolios. Un monopolio ya no es ahora una táctica inteligente para maximizar beneficios, sino que es el único modo de mantener un sector de negocio (Mason, 2016: 169). Las marcas señeras del ámbito de la infotecnología necesitan un dominio total de cada uno de sus mercados: Google necesita ser la única compañía en el terreno de los buscadores, lo mismo sucede con Facebook, Twitter o iTunes. Las tecnologías de la información también están alterando gravemente otro de los cimientos de la economía del mercado (la libre competencia) y del Estado (problemas en políticas regulativas para fomentar la competencia y defender el derecho de los consumidores).
Por otra parte, la tecnología en red ha abierto nuevos ámbitos enteros de la vida económica a la posibilidad de la colaboración y la producción, más allá del mercado. El auge espontáneo de la economía colaborativa implica que aparecen bienes, servicios y organizaciones que ya no responden a los dictados del mercado y la jerarquía directiva.
En definitiva, la revolución de la tecnología de la información ha robado a las fuerzas del mercado su histórica capacidad para crear dinamismo. Una economía de la información que probablemente no es compatible con una economía de mercado, o, cuando menos, con una economía dominada y regulada primordialmente por las fuerzas de mercado (Mason, 2016: 57; Morozov, 2011).
El surgimiento de una nueva clase social
A partir de los años 70, las élites económicas impulsaron un proceso de restauración del capitalismo anterior a la Segunda Guerra Mundial. El Estado fue perdiendo el papel que tuvo entre 1945 y 1973 de mediador de los conflictos de clase, protegiendo la propiedad privada y, al mismo tiempo, generando procesos de desmercantilización parcial de la fuerza de trabajo, tanto mediante servicios como la sanidad y la educación como a través de las legislaciones laborales que incluían la negociación colectiva. Además, en los años ochenta se produjo una derrota sindical global, privando de uno de los instrumentos de intervención colectiva. Ahora es difícil asignar la idea y el concepto de clase dominante, ya que esta, si existe, está muy desestructurada y no posee un alineamiento claro de intereses. El poder está ahora muy concentrado en la infoeconomía, pero este nuevo poder económico no posee ningún interés claro en el escenario político. Por ejemplo, el creador de Facebook, Zuckerberg, epítome de este dominio, no parece muy interesado por la política en el sentido marxista de dominación.
Pero estas reflexiones no contribuyen mucho a identificar el nuevo arquetipo social de la nueva economía de la información o incluso del postcapitalismo. Para ello, hay que analizar un texto clásico de Drucker (1993), que posee una enorme clarividencia prospectiva. Para Drucker, el papel que para los marxistas debería haber ocupado el proletariado lo ocupará “la persona culta universal”. Drucker imaginó que este nuevo tipo de persona surgiría de la fusión de las clases gerenciales (su tema de estudio) con los intelectuales de la sociedad occidental, pues combinaría la capacidad de aplicación del conocimiento, característica del gestor, con la capacidad de tratar con conceptos puros, propio del intelectual. Mason (2016: 162) define a este nuevo arquetipo como los “tecnoburgueses”. Este nuevo tipo de persona y actor social sería (y es ya) alguien capaz de recoger los productos de investigación experta en campos muy concretos y emplearlos de forma más amplia: por ejemplo, aplicando la teoría del caos a la economía, la genética a la arqueología, o la minería de datos a la historia social. Estos tecnoburgueses se caracterizan por ir vestidos de manera informal, por ser muy liberales en los estándares sociales, comprometidos con la ecología y la filantropía y, en especial, por utilizar en su trabajo y en su vida personal las tecnologías de la información: a vivir interconectados. Son el grupo que los sociólogos denominan “individuos en red”, expertos en bajar conocimientos de un sistema relativamente abierto y global. Se comportan también conforme a esquemas de redes: tanto en el trabajo como en el consumo, en sus relaciones o en lo referente a la cultura. Y ya no están confinados en ningún nicho demográfico ultratecnológico. Cualquier abogado o administrativo o camarero puede convertirse, si lo desea, en un “ciudadano culto universal”, siempre y cuando tenga la suficiente formación básica (cada vez más asequible) y un teléfono inteligente (ahora muy asequible). Ya van siendo una clase dominante a nivel laboral y social, pero todavía no a nivel político, ya que no muestran interés alguno en derrocar ni al viejo capitalismo ni a la vieja política. Lo normal es que en un futuro no muy lejano estas personas cultas universales sean muy numerosas y tengan intereses opuestos a las grandes empresas e instituciones públicas jerárquicas que dominaron el siglo XX. La hipótesis es que esta clase social emergente tendría que luchar (Mason, 2016: 163), como en su momento hizo la burguesía, por el afianzamiento del nuevo modelo económico y social que ellos representan. Tendrían que ser los portadores de las nuevas relaciones sociales dentro de las viejas, superándolas y desplazándolas.
Los ciudadanos cultos universales poseen una característica esencial en la sociedad de la información: son a la vez productores y consumidores. Esta es la gran novedad que genera una economía colaborativa en auge, que cambia la concepción de los precios, de la propiedad y del valor del trabajo. Las redes sociales o Wikipedia serían un buen ejemplo: los ciudadanos cultos universales consumen la información que ellos mismos, como comunidad, generan.
4. Todos reclaman más Estado (aunque no lo deseen o no lo sepan)
Las imperfecciones de la economía tecnológica llaman a la intervención pública
Un autor que conoce muy bien los entresijos de las empresas que dominan el mercado de Internet, Keen (2016), nos alerta de una nueva clase empresarial disruptiva que posee una extraña fascinación por el fracaso, aunque es una impostura ya que todo lo mide estrictamente por el éxito económico. Unas nuevas empresas y líderes empresariales que bajo el discurso de la innovación esconden el lado más oscuro del capitalismo. Consideran que la regulación pública y las reglas del juego institucionales son disfuncionales en la economía de la red ya que desalientan la innovación y, con ello, moldean un capitalismo sin reglas del tipo salvaje oeste. Un nuevo capitalismo, por cierto, nada innovador ya que es calcado del capitalismo más agresivo que suele surgir en momentos de grandes transformaciones tecnológicas. Saltarse las reglas fiscales, las reglas laborales, las reglas de la libre competencia, operar con una ausencia absoluta de parámetros éticos y, finalmente, lograr unos beneficios obscenos es un deseo y una realidad muy vieja y rancia en el modelo capitalista. No es precisamente innovación ni cultura del aprendizaje. Un análisis lúcido, complejo y reciente es el que ofrecen los economistas Stiglitz y Greenwald en su libro La creación de una sociedad del aprendizaje (2016). Su hipótesis de partida es que los avances sociales se han producido y se producirán gracias al progreso tecnológico. Pero estos avances tecnológicos, canalizados por la economía capitalista, para que se traduzcan en mayor bienestar requieren siempre de instituciones públicas solventes (Acemoglu y Robinson, 2014) y de activas políticas gubernamentales (Stiglitz y Greenwald, 2016: 39). La tesis es clásica y escasamente novedosa: la tecnología y la capacidad de aprendizaje son los catalizadores del desarrollo; el mercado, su motor multiplicador pero con muchas imperfecciones, y los poderes públicos (el Estado), mediante su contribución, son los que logran conectar el desarrollo tecnológico y económico con el bienestar social. ¿Se ha quebrado esta lógica clásica con la nueva economía de la información? Parece que en absoluto, sino que la refrenda. “No existe la presunción de que los mercados sean eficientes en la producción y diseminación del conocimiento y el aprendizaje. Muy al contrario, existe la presunción de que los mercados no son eficientes” (Stiglitz y Greenwald, 2016: 46).
El gran tema de debate es la propensión a que las nuevas empresas vinculadas a la nueva economía de la información tengan tendencias claras a operar como “cuasi monopolios” (Keen, 2016: 307). Mason (2016: 168) sostiene que, en el infocapitalismo, “un monopolio no es solo una táctica inteligente más con qué maximizar los beneficios: es el único modo de mantener un sector de negocio”. Schumpeter era optimista con respecto a los monopolios, ya que pensaba que serían solo temporales y que, además, la competencia por ser la empresa dominante impulsaba la innovación. Pero Stiglitz y Greenwald (2016: 29) consideran que los monopolios pueden ser mucho más persistentes y mucho menos efectivos a la hora de estimular la innovación.
El error de base es olvidar que el conocimiento es un bien público y que los mercados son ineficientes en la producción y distribución de bienes públicos. En el ámbito de la economía de la información, no es que esta tenga que estar solo en manos del mercado si se desea alentar la innovación, sino que es precisamente lo contrario: se requiere más regulación e intervención que incluso en otros sectores si se quiere lograr una auténtica innovación social. Stiglitz y Greenwald (2016: 476) demuestran que existen intervenciones gubernamentales capaces de mejorar el bienestar y la innovación. La conclusión tampoco es nada nueva: “No se trata de una decisión de los mercados o del gobierno, sino de diseñar un sistema económico en el que ambos interactúen de manera constructiva. Los mercados no existen en el vacío. Los gobiernos ponen las reglas del juego, y la forma como se escriben esas reglas es uno de los elementos clave para que se cree o no una economía del aprendizaje y una sociedad del aprendizaje (…). El Gobierno puede brindar oportunidades a la educación que aumenten la capacidad y el deseo de aprender de los individuos. O suministrar un sistema de protección social que otorgue a las personas la seguridad necesaria para afrontar riesgos sociales con nuevos proyectos. O apoyar la investigación básica, la cual apuntala los avances más importantes en la tecnología” (Stiglitz y Greenwald, 2016: 477). En resumen: la economía de la información no requiere para su avance en innovación y aprendizaje social menos Estado, sino precisamente más Estado. Las políticas industriales y comerciales, las políticas macroeconómicas y de inversión y unas nuevas políticas de propiedad intelectual vuelven a estar de moda, ya que en la actualidad existe un enorme catálogo de fallas de mercado (Stiglitz y Greenwald, 2016: 317). Buena parte de los éxitos que han logrado algunos países en la economía de la información (países nórdicos e incluso EE.UU.) tienen más que ver con el importante papel que ha tenido el gobierno, que con el desempeño empresarial del sector privado (Mazzucato, 2014 y 2015).
La nueva economía colaborativa y el nuevo actor social pueden fortalecer al Estado
Uno de los elementos fundamentales que explican los orígenes del Estado es la apuesta por una lógica colectiva en detrimento de una lógica individual, que puede traducirse en la renuncia de los individuos y colectivos a una parte de su libertad a cambio de lograr una mayor seguridad. Este debate, propio de la Teoría del Estado, tiene varios siglos de antigüedad, pero está lejos de su obsolescencia ya que un período radical y traumático de cambio, como el que se vive en el presente y se vivirá en el futuro inmediato, le devuelve la máxima actualidad y protagonismo. Es indiscutible que los orígenes teóricos del Estado residen en la obra Leviatán de Hobbes (1651), aunque este mismo autor ya anticipó también la implantación del Estado moderno en su anterior libro Tratado sobre el ciudadano (1642). El Leviatán es el Estado, una monstruosidad biológica (como una ballena) que procede de la tradición bíblica y cuyo cuerpo agrupa los cuerpos de los seres humanos que generan una unidad. El Estado es un todo abstracto, es una construcción forzada por la civilización y no por la naturaleza y de la que todos formamos parte, contribuimos y nos sometemos. En el siglo XVII, los coetáneos de Hobbes estaban cansados de vivir en un mundo regido por el azar, el desorden, la corrupción, las guerras de religión y de una existencia basada en la ley primordial de la supervivencia del más fuerte. Pero sobre todo, las gentes de aquel siglo estaban ansiosas por desarrollar sus actividades y sus negocios en un clima de imparcialidad y equidad mutua (Bauman y Bordoni, 2016: 56). El pacto social consistía en que el pueblo renunciaba parcialmente a su autonomía y libertad a favor de la protección proporcionada por el Estado. Del mismo modo, las administraciones públicas modernas tienen en sus bases conceptuales la implantación de un modelo impersonal que permita cercenar el amiguismo en las organizaciones que estimula la discrecionalidad y la mediocridad del rendimiento institucional (Fukuyama, 2015). Por otro lado, es evidente que el Estado siempre ha estado en contradicción con las ideologías liberales y neoliberales que exaltan la máxima libertad individual. Este pensamiento es ahora más dominante que nunca en un contexto de éxito rotundo del neoliberalismo, en un ambiente de innovación y creatividad, y en un contexto de libertad y empoderamiento social por la tecnología en red. “No hay que recortar las alas a nadie, sino hay que extenderlas más aún si cabe. El fenómeno del individualismo, antes mal visto, es ahora una de las cualidades más dignas de elogio y envidia” (Bauman y Bordoni, 2016: 69). Es decir, en este escenario el Estado también está ante una aparente decadencia. Pero cuando analizábamos las condiciones del nacimiento del Estado moderno en el siglo XVII, seguramente el lector pudo haber tenido una sensación de deja vu. Salvando las distancias históricas, el momento actual es muy parecido al del siglo XVII. Los cambios tecnológicos y económicos generan en la ciudadanía una sensación de inseguridad tan enorme que parece que vivimos más que nunca sometidos a un azar en el que no controlamos nada, ni de forma individual ni colectiva. El desorden económico es muy agudo, en especial desde la crisis de 2008. La corrupción sigue plenamente vigente tanto en el sector público como en el privado y muy presente en la nueva economía tecnológica (Keen, 2016). La infoeconomía está generando no solo cambios económicos, sino también laborales y sociales que hacen reverdecer de nuevo la “ley del más fuerte” y contribuye a apuntalar los desequilibrios sociales. Los ciudadanos están tensados, crispados y muy temerosos. La sensación de inseguridad social es altísima. No es de extrañar que enormes capas sociales de los países desarrollados estén deseosas de un nuevo orden económico y social. Si algún partido o líder político promete en el futuro próximo más seguridad a cambio de menos libertad individual, el nivel de adhesión social podría ser muy alto. El posible resurgimiento de un discurso político demagógico podría estimular un Estado mucho más fuerte que el actual. Un Estado expansivo en regulación y en prestación de bienes públicos, pero también mucho más incisivo en los mecanismos de control social que le aseguran las tecnologías de la información.
Los ciudadanos se empoderan y modifican sus relaciones con el Estado y con el mercado (Masulli, 2014): “Por un lado, las redes sociales permiten al ciudadano ‘tratar de tú a tú’ con entidades, le permiten conectar con otros ciudadanos y crear comunidad. Los ciudadanos se organizan en relación con cuestiones que les preocupan y, en conexión con otras personas, consiguen crear masa crítica suficiente para que sus demandas sean atendidas por la entidad a quien compete actuar, sea esta pública o privada. Por el otro, el ciudadano ya tiene claro que ni el Estado ni las empresas son héroes o villanos que van a venir a salvarlos o a condenarlos. Habla con otros ciudadanos, comparte información y tiene más opciones para elegir a la vez que descubre y asume que tiene una responsabilidad, voz y voto”. Volviendo al relato de la supuesta lucha de clases profetizada por Mason (2016: 273-280), de la mano de los ciudadanos cultos universales, puede producirse lo que este autor califica como “bella revuelta” impulsada por los “rebeldes digitales”. Esta revuelta se producirá seguramente contra una parte del mercado que detenta el poder y no contra el Estado. En efecto, la economía colaborativa, y su amplio apoyo social más activo (emprendedores e innovadores) y más pasivo (productores y consumidores de información, y usuarios de servicios colaborativos), puede entrar en colisión con los enormes monopolios de productos y servicios vinculados a las tecnologías de la información. Habrá distintos puntos de colisión: desde precios abusivos, malos servicios, sistemas de control social poco éticos y manipuladores (big data), indignación social por unos beneficios económicos exorbitados, etc. Además, los ciudadanos, sean estos modernos o tradicionales, ya hace tiempo que han entrado en colisión con las empresas que prestan servicios universales de interés general (agua, telefonía, electricidad, gas, transportes, servicios financieros, etc.). Van a exigir primero una mayor calidad regulatoria de los Estados, pero esta demanda va a ser muy difícil de satisfacer por motivos técnicos y de poder. En términos de poder, las grandes empresas vinculadas directa o indirectamente a las tecnologías de la información van a ser las protagonistas absolutas, en detrimento de los poderes públicos. Y van a ejercer de cuello de botella para que la economía colaborativa y los ciudadanos cultos universales puedan ver satisfechas sus expectativas. Y estos nuevos ciudadanos y la economía emergente pueden mirar al Estado (sin entusiasmo, por descarte y solo con ánimo de equilibrar las fuerzas) para que se haga cargo directamente de una parte de la producción y gestión tecnológica, y aporte un entorno de certidumbre, de neutralidad y de ética pública a los instrumentos de las tecnologías de la información. En este sentido, puede surgir una fuerte presión y demanda para publificar estos entornos tecnológicos ya que, en definitiva, son nuevos bienes públicos (Stiglitz y Greenwald, 2016). A esta presión se le puede sumar en paralelo la demanda, ahora en estado embrionario, de una emergente ola de opinión social republificadora: ya se ha iniciado hace unos años con la gestión pública del agua, pero puede también afectar a la electricidad, gas, telefonía e incluso a los servicios financieros de carácter más básico. Puede interesar a la economía colaborativa y a los ciudadanos cultos universales un nuevo equilibrio entre mercado y Estado, en el que el segundo se empodere para que el primero vea reducidos de forma significativa sus espacios actuales de poder y de acción discrecional.
En definitiva, es muy probable que para que las sociedades modernas puedan avanzar con una cierta placidez haya que recomponer las distintas fuerzas y la organización del poder económico y social. La plasmación plástica de este nuevo modelo sería un triángulo en el que hay tres grandes espacios: a) el de la economía y las empresas, que operan bajo una lógica capitalista tradicional; b) el de la economía colaborativa, que opera bajo parámetros postcapitalistas; y c) el de la economía social, que funciona con una dimensión ideológica y política. Para que los tres espacios puedan convivir sin graves colisiones sería necesario incluir, en la parte central del triángulo, un Estado más fuerte y empoderado que dominara algunos sistemas de producción básicos (viejos y nuevos bienes públicos) para poder repartir el juego de forma equitativa y equilibrada entre los tres motores económicos y sociales.
Esta transformación no va a ser ni rápida ni pacífica y va a suponer un período amplio de tiempo de migración y de reajuste de las distintas piezas. Quizás el único punto de equilibrio y de pacto de los tres motores económicos sería demandar un nuevo rol medular al Estado como árbitro neutral y garante de las nuevas reglas del juego entre estos tres sistemas que operan con reglas muy diferentes. Pero el gran motor de empoderamiento del Estado puede residir en una ciudadanía, cada vez más desconcertada e insegura ante cambios tan profundos y convulsos, que exija a estos tres mundos económicos unos anclajes sólidos de carácter público y político que puedan ser definidos por los propios ciudadanos por la vía de la representación política. Este hipotético escenario implicaría una reactivación espectacular del papel del Estado (de los poderes públicos políticos y administrativos). En definitiva, un futuro con mucho más Estado y no con menos, un futuro donde el Estado ocuparía una posición central en la economía, complementada por el mercado capitalista clásico y por la nueva economía colaborativa.
El desenlace a favor del Estado: el gran conflicto entre intereses y sistemas económicos
Los motores económicos, sociales e institucionales del bienestar de las sociedades modernas son el mercado, el Estado, el denominado tercer sector y la familia (Esping-Andersen, 1993). La novedad, tal y como se ha expuesto, es que el mercado en los últimos años es más complejo debido al impacto de las tecnologías de la información, junto con el fenómeno de la globalización. Ahora hay que atender y entender a varios tipos de mercado que entran en colisión y contradicción entre sí, dando lugar a un modelo que algunos autores denominan postcapitalista (Mason, 2016). Ya no hay un solo mercado sino varios mercados, ya no hay un único modelo económico pues el capitalismo tradicional va a tener que aprender a convivir con el postcapitalismo. Es importante diferenciar y clasificar estos distintos tipos de mercado:
- Las nuevas empresas que han surgido gracias a Internet (Google, Amazon, Facebook, Twitter, etc.) dan lugar a una economía que opera con “cuasimonopolios”, generando una cultura disruptiva y casi libertaria que esconde un modelo empresarial depredador y sin escrúpulos (Keen, 2016: 293-312). Estas empresas se ubican fuera del mercado privado tradicional al no respetar las reglas del juego fiscales, laborales, de regulación, de libre competencia, de respeto a la privacidad y de propiedad intelectual. Representan un capitalismo salvaje en el que, bajo el principio de que no deben existir reglas castradoras a la innovación y a la cultura disruptiva, logran unos beneficios absolutamente desproporcionados.
- La nueva economía colaborativa, en la que los productores y los consumidores son los mismos y que opera de forma gratuita (por ejemplo Wikipedia) o semigratuita. Pero esta nueva economía tiene un amplio espectro que oscila entre la producción y los intercambios gratuitos y altruistas, hasta una nueva forma empresarial muy agresiva y libertaria (también culturalmente disruptiva y sin respetar las convenciones del mercado privado tradicional) como son, por ejemplo, empresas del tipo Uber y Airbnb. No todo en la economía colaborativa de redes P2P es benemérito (Keen, 2016: 309).
- La economía tradicional, conformada por grandes empresas que prestan servicios universales de interés general (telecomunicaciones, electricidad, gas, compañías áreas, una parte de las entidades financieras, etc.) que hasta los años 80 eran, en muchos países, unos ámbitos dominados por las empresas públicas pero que, tras las olas privatizadoras de las décadas de los 80 y 90, han quedado en manos privadas. A diferencia de los dos ámbitos de mercado anteriores, se trata de una economía regulada públicamente y que formalmente no opera con cuasimonopolios. De todos modos, en la práctica, la regulación es de escasa efectividad en la defensa de los derechos de los usuarios, y la libre competencia es relativa, en muchos países, por dinámicas implícitas de cártel y de cuasimonopolios. Las elevadas inversiones en infraestructuras (telecomunicaciones, electricidad, gas, agua) hacen que la supuesta lógica de un mercado con competencia sea más bien una impostura.
- La economía tradicional avanzada, que se vertebra en grandes multinacionales que dominan el mercado, aunque todavía opera bajo un sistema de competencia, es fiscalmente escurridiza para la mayor parte de los Estados, generando graves e injustos desequilibrios fiscales.
- La economía tradicional, que opera bajo los estándares tradicionales capitalistas de competencia y de régimen fiscal.
En un principio, estos cinco tipos distintos de mercado privado suponen un refuerzo y ampliación del poder del mercado frente a otros actores o motores del bienestar como, por ejemplo, el Estado (los poderes e instituciones públicas, sean estas macro regionales, estatales, regionales o locales). Pero de cara al futuro, no es nada evidente que esta fragmentación del mercado refuerce el poder del propio mercado, ya que es obvio que esta complejidad implica enormes contradicciones y luchas por los espacios de influencia entre estos diversos actores y ámbitos económicos. En el futuro se van a producir grandes movimientos tectónicos ante la agitación de estas grandes placas o plataformas económicas. Veamos algunas de esas contradicciones que van a generar, de manera difícilmente evitable, una amplia panoplia de conflictos y de lucha económica por el poder y por la capacidad de influencia:
- Las nuevas agresivas empresas vinculadas directamente a Internet y a la nueva economía colaborativa de corte empresarial entrarán en colisión con la economía más tradicional. En principio, nada que objetar ya que forma parte de la lógica darwinista de renovación del capitalismo estimulada por la revolución tecnológica. Es un cambio tenso y conflictivo, pero que entra en la lógica habitual del capitalismo. El problema es que se trata de un conflicto asimétrico entre un ámbito tradicional, que respeta las reglas del juego, con un ámbito disruptivo, que no respeta las reglas de la competencia, de fiscalidad, de carácter laboral, de propiedad intelectual ni de privacidad.
- La nueva economía colaborativa, basada en un renovado sistema de trueque sin incentivos pecuniarios (o con incentivos económicos moderados), va a entrar, tarde o temprano, en colisión tanto con la nueva economía tecnológica como con la economía colaborativa agresiva. La nueva economía colaborativa depende, hasta una eventual asfixia, de plataformas y equipos que operan de manera cuasimonopolística y con tendencias absolutistas y abusivas.
- La nueva economía colaborativa puede potenciar una reforzada economía social con valores radicalmente opuestos a la nueva economía tecnológica y a la economía colaborativa agresiva.
- La ciudadanía, cada vez más empoderada gracias a los sistemas colaborativos, se va a sentir atacada por la nueva economía tecnológica y por la economía colaborativa agresiva a nivel laboral, fiscal, de falta de privacidad y de una prestación de servicios abusiva ante la falta de competencia real. La clase social emergente, los ciudadanos cultos universales (Mason, 2016; Drucker, 1993), van a abandonar su apatía y situación de confort al verse atacados y castrados en sus anhelos e intereses por estas dos nuevas economías belicosas y con tendencias abusivas. En este sentido, también se va a producir un gran conflicto entre unos valores radicalmente opuestos.
- Aparentemente, el Estado es el gran perdedor de todos estos movimientos y luchas por el espacio. Los poderes públicos han perdido todo el control sobre la economía basada en la tecnología (la economía de Internet), están perdiendo el control con la nueva economía colaborativa agresiva, están perplejos y sin capacidad de reacción fiscal ante la nueva economía colaborativa gratuita o con beneficios moderados y, además, se disputan un mismo espacio con la renovada economía social de base colaborativa. Además, el Estado pierde el monopolio del discurso político y público que ahora lo manejan las redes sociales de intercambio de información entre los ciudadanos cultos universales.
¿Pero cómo puede avanzar este escenario de conflicto entre las distintas formas de un mercado mutante, la economía social y el Estado?
- La economía tradicional, agredida por la nueva economía, por más que le genere recelos, va a tener que mirar y buscar el apoyo del Estado (de los poderes públicos) para que regule e imponga las mismas reglas del juego a la nueva economía basada en Internet, sea esta tecnológica o colaborativa.
- La economía colaborativa sin ánimo de lucro o con beneficios moderados va también a inquirir la protección del Estado al entrar en contradicción con los anticuerpos que genera la economía tradicional, y va a entrar en colisión con los potenciales abusos de las grandes empresas tecnológicas.
- La ciudadanía, los nuevos ciudadanos cultos y universales, para poder continuar disfrutando de su nuevo rol de libertad en un marco colaborativo, van a tener que mirar al Estado para que regule la nueva economía basada en Internet. Para esta ciudadanía, el Estado (los poderes públicos) era, hasta ahora, un actor inocuo e incluso prescindible, pero ante esta situación de conflicto es al único intérprete al que pueden recurrir ante unos cada vez más abusivos servicios, precios y condiciones de unas empresas que ofrecen nuevos y viejos bienes públicos y que dominan totalmente el mercado.
- Otros actores tradicionales, como los sindicatos o los medios de comunicación, están siendo arrasados por la nueva economía. Cierto es que ambos actores han quedado muy desfasados, pero ante los movimientos anteriores de la economía tradicional, de la economía colaborativa no agresiva y de la ciudadanía, se van a apuntar a esta mirada y solicitud de auxilio hacia los poderes públicos.
5. Conclusiones
El resultado final de este proceso puede seguir una lógica pendular en el sentido de que el Estado pase de una posición casi marginal a una nueva ubicación de gran centralidad. Es muy probable que en las próximas décadas haya más poder público y no menos. Los poderes públicos (sean estos estatales o más bien macro regionales y locales) se van a sentir empoderados tanto a nivel social como económico. Además, la lógica política va a estimular unos líderes y gobiernos de carácter demagógico e intervencionista. Tantos cambios y movimientos tectónicos van a generar miedo e inseguridad ciudadana, y la sociedad puede reaccionar políticamente de forma extremista. Hay que recordar que los ciudadanos votan y pueden utilizar, en situaciones de crisis, su poder popular para intentar transformar las reglas del juego tanto a nivel político como económico. En este sentido, para bien o para mal, un escenario de futuro es un Estado muy empoderado, tanto por los ciudadanos como por la economía tradicional, como por una parte de la nueva economía colaborativa, como por la reforzada economía social. También puede tener el apoyo de unos sindicatos y de unos medios de comunicación que ante este nuevo escenario no tienen nada que perder (ya lo han perdido casi todo) y sí algo que ganar.
Lo más curioso es que estas voces tan “estatistas” nada tienen que ver con los defensores tradicionales del Estado, sino que son especialistas en tecnologías y en economía que, hasta ahora, habían observado los poderes públicos con desinterés. Es todo un síntoma del cambio que se avecina. Una parte de la ciencia política reclama “un nuevo Bismarck para domar a las máquinas ya que una cuestión que persigue a las políticas democráticas en todas partes es determinar si los gobiernos elegidos por el pueblo pueden controlar el ciclón de cambios tecnológicos que sacude su sociedad” (Ignatieff, 2014). Estos deseos son peligrosos ya que pueden lograrse en el futuro para bien, pero también para mal. Un Bismarck o varios desplegados por los Estados más influyentes se van a poner nerviosos ante los largos tiempos en el diseño, implementación e impacto de alambicadas normativas reguladoras y pueden tener la tentación de cortar por lo sano cerrando e interviniendo públicamente a una parte de las empresas tecnológicas y a algunas empresas prestadoras de servicios universales de interés general. No está claro si este escenario radical puede ser disfuncional o no, ya que hay argumentos que pueden avalar ambas posiciones. Por una parte, puede parecer una opción muy negativa, ya que esta operación tan extrema podría matar la innovación y quedar la sociedad sumida en un período oscuro de regresión tecnológica o al menos de stand by tecnológico e innovador. Pero también se puede argumentar lo contrario: la revolución tecnológica innovadora es imparable y la gestión pública y la interferencia política no la frenaría; en cambio, facilitaría una transformación del paradigma tecnológico y económico más ordenado, más digerible y socialmente más equitativo. Además, es una falacia que el sistema público no sea permeable a la innovación. De hecho, ha demostrado ser, durante estas últimas décadas, un emprendedor eficaz e imprescindible para la actual revolución tecnológica (Mazzucato, 2014 y 2015).
Por tanto, no es descartable en el futuro un nuevo Estado (instituciones y administraciones públicas) que domine mucho más que ahora a los mercados por la vía de una regulación más intervencionista o por la vía de la gestión directa de una parte importante de la nueva economía tecnológica. Además, que fomente y proteja, en paralelo, a la nueva economía colaborativa y a una revivida economía social con base en un pacto fiscal (nuevos impuestos) y en una colaboración y nuevo repartimiento de funciones en la prestación de servicios públicos o de interés general. En el marco de este hipotético nuevo escenario también se puede producir una regulación más extrema, e incluso la gestión pública directa de una parte de la actual gestión privada de servicios universales de interés general (agua, electricidad, gas, una parte de las telecomunicaciones, de los servicios financieros y de los transportes). El actual movimiento social de lucha por republificar la gestión del agua, muy activo en varios países desarrollados, puede ser solo el inicio de este posible escenario de cambio. Al fin y al cabo, la nueva economía derivada de la tecnología tiene muchos puntos en común con las grandes empresas privadas que prestan servicios universales y de interés general (competitividad imperfecta, beneficios excesivos, abusos hacia los ciudadanos, etc.). Lo que pueda ocurrir al sector tecnológico vinculado a Internet puede acontecer a este otro gran ámbito empresarial.
Hay que vislumbrar un nuevo papel del Estado en la economía, que englobe a estructuras capitalistas y postcapitalistas (economía colaborativa). En un entorno económico así, el Estado debería actuar como un facilitador de las nuevas tecnologías y de los nuevos modelos de negocio (Mason, 2016: 352). La imagen de este nuevo Estado podría ser como la plataforma Wikipedia en su papel de facilitadora del conocimiento colectivo que es producido, compartido y consumido por las personas, que son sus auténticos protagonistas. El “Estado Wikipedia” sería enorme en sus dimensiones, como lo es el conocimiento que alberga Wikipedia, pero los protagonistas serían las personas, los grupos y las organizaciones con pautas empresariales relativamente clásicas y con pautas propias de la nueva economía colaborativa y de la economía social.
La conclusión de un futuro con más Estado puede ser sorprendente. Pero si nos liberamos de la captura de nuestra historia más cercana vinculada al capitalismo y al liberalismo, la idea tampoco es tan absurda ni novedosa. En efecto, si obviamos el impresionante desarrollo que ha supuesto el capitalismo moderno durante los últimos 300 años, la humanidad ha vivido sus máximos períodos de esplendor, en los 6.000 años de civilización, bajo sistemas con un riguroso estatismo. Por ejemplo, en los grandes imperios (Egipcio, Persa, Chino, Griego, Romano, Maya, Inca o Azteca), los servicios universales de interés general solían estar anclados en las instituciones públicas y fueron sociedades que alcanzaron niveles de desarrollo espectaculares y una calidad de vida bastante notable. Y todo ello a pesar de estar instalados en unas culturas políticas y sociales muy poco sofisticadas, que hacían desperdiciar buena parte de las externalidades positivas de su modelo económico de carácter estatista: las constantes guerras y la inversión de esfuerzos desorbitados en obras y monumentos con valor religioso, político o dinástico. Lo que es excepcional a nivel histórico en las sociedades avanzadas es que se pueda promover el desarrollo humano con unos poderes públicos en una posición casi marginal, tal y como ha ocurrido durante las últimas décadas en los países occidentales.